Con Dédalo sentí que terminaba una etapa dentro de Danza Contemporánea de Cuba como bailarina y coreógrafa
Por Rosario Cárdenas
Resulta difícil, hasta cierto punto delicado, volver la vista y detener la mirada en el camino recorrido. A punto casi de cumplir 50 años dedicada a la danza profesional, he decidido hacer visible esta travesía.
Hasta noviembre de 1989, momento en que establezco la compañía que hoy lleva mi nombre, estuve vinculada al entonces Conjunto Nacional de Danza Moderna, luego Danza Nacional de Cuba, y actualmente Danza Contemporánea de Cuba. En 1971, concluí la Escuela Nacional de Arte, tuve el privilegio de formar parte de los primeros 18 alumnos que graduó la Escuela Nacional de Danza Moderna y Folklore cubano, llamada así en esa época.
En esos momentos primaba en mí la ilusión de bailar, de crecer como bailarina, de conocer ese mundo soñado de vida escénica que al fin podía pisar. Sin embargo, el Conjunto ya no contaba con la tutela del coreógrafo Ramiro Guerra. Pienso que aún quedaban las vibraciones y resonancias del maestro, en aquellos bailarines que él había formado tan fuertemente en la profesionalidad, con un camino labrado como intérpretes, una estricta disciplina y un sabio rigor que bien supieron transmitirnos.
Al mismo tiempo sentía una avidez por continuar mis estudios. ¿Cómo hacer? Era mi pregunta focal, no existía Universidad para la danza, el día entero era consagrado a los entrenamientos y ensayos de la Compañía, desde las 8.30 am hasta las seis de la tarde. También, algunos días impartíamos clases en la Escuela como parte de nuestro Servicio Social.
Muchas eran las posibilidades de superación, comencé a estudiar idioma inglés en la Escuela Abraham Lincoln; luego se abren los cursos para trabajadores en la Universidad de La Habana, y de inmediato matriculé la Licenciatura en Historia del Arte. Ese primer año en la Universidad fue muy duro para mí, no se comprendía en la compañía que una bailarina estudiara, no me permitían abrir un libro ni mis libretas de notas en el salón, aunque no tuviera que estar ensayando en alguno de los horarios. Quizás era ese uno de los síntomas vitales de lo que significaba la ausencia de Ramiro Guerra para esa nueva generación. Ramiro siempre había estimulado a sus bailarines para que estudiaran; sin embargo, yo tenía que hacerlo a escondidas en el salón, detrás de las cantantes Nancy e Inés, de los músicos Jesús Pérez, Aballí, Bolaños, Santa Cruz, Regino Jiménez, Ciro Colás, Pichardo, Orestes Barrios, con sus fuertes sonidos de tambores me protegían. Con insistencia pude consolidar mi desarrollo como bailarina junto a mis estudios superiores.
Hay que recordar que esta fue una etapa de mucha inestabilidad en la dirección del Conjunto, que tuvo una permanencia en su liderazgo a partir de la entrada del compositor Sergio Vitier y luego del bailarín Miguel Iglesias. Poco a poco, el Conjunto aceptó que los bailarines estudiaran cuando otros comenzaron a cultivarse. Ya no estaba sola.
La sabiduría, la cultura que Ramiro nos transmitía en sus conferencias, a las que tuvimos oportunidad de asistir cuando estudiantes y los niveles de profundidad de sus obras me cautivaron y afianzaron en mí la alerta del aprendizaje. Había que saber para ser y hacer. En esos años mi empeño era disfrutar mi crecimiento como bailarina, estudiar y conocer, no tenía inquietudes coreográficas y sí profundas cualidades de observación, de mi persona, de los maestros, de la técnica, de los coreógrafos, de los diseños y montajes de luces, del andar de las escenografías y de los vestuarios, del comportamiento y realidades de los teatros del mundo por donde pasábamos, de las reacciones de los públicos.
En la Universidad de la Habana tuve maestros como Rosario Novoa, Yolanda Wood, Tere Crego, Salvador Bueno, Adelaida de Juan, Guillermo Rodríguez Rivera, Mirta Aguirre, entre otros. Recibía un fluir constante de conocimientos que me dio la oportunidad de apreciar el Arte que estudiaba, no solo por diapositivas o por los libros y sí directamente en muchos de los museos, monumentos, catedrales…, de las ciudades donde nos presentábamos. En Leningrado pude entrar al Hermitage; Paris me mostró el Louvre y la Catedral de Nôtre Dame, visité el Prado en Madrid, el Museo de Antropología en la Ciudad de México, la ciudad maya en Palenque, el Centro Ceremonial de Monte Albán en Oaxaca; las Catedrales y su imaginería española.
Un punto culminante en esta época, entre mis 18 y 19 años, fue conocer personalmente a José Lezama Lima, en su casa en Trocadero, cuando acompañé a uno de los jóvenes poetas que entonces lo visitaba.
Durante ese largo e intenso período en Danza Contemporánea de Cuba, interpreté alrededor de 50 obras, algunas del repertorio: Suite Yoruba, Medea y los negreros, de Ramiro Guerra; Estudio de las aguas y La vida de las abejas, ambas de Doris Humphrey montadas por Lorna Burdsall. También pude bailar en nuevas creaciones, recuerdo Panorama de la Música y la Danza cubanas y Escena para bailarines (Fausto), de Víctor Cuellar; Elaboración técnica de Arnaldo Patterson; Penélope y el Samurái, de Luis Trápaga; Tanagras y Ómnira de Eduardo Rivero; Calambre o el Ave Fénix, de la chilena Vicky Larraín, El Señor Twardowski, del polaco Witold Borkowski; Yerma y Canción de Rachel, de Roberto Blanco, Amanda de Nery Fernández, Mariana y Con Silvio, de Marianela Boán, Uruguay, Hoy , de la uruguaya Teresa Trujillo, entre muchísimas otras.
Formar parte de los elencos de estas y otras piezas, me permitió compartir las rutinas de maestros y coreógrafos tanto nacionales como extranjeros, que periódicamente eran invitados a participar en la Compañía. Unido a este proceso de proyección artística profesional y de aprendizaje, al realizar las giras internacionales, pude confrontar nuestro trabajo en los más de veinticinco países visitados, con gran cantidad de ciudades, donde siempre encontramos una recepción satisfactoria en términos exquisitos que nos ofreció una gran experiencia.
Varios fueron los festivales durante esta etapa: El Festival de Arte Negro y Cultura Africana en Nigeria, el Cervantino en Guanajuato, México, el Festival de Arte de Segovia, los Festivales de verano de España, el Carifesta en Jamaica, el Internacional de la Danza en Paris. A ellos se adicionan funciones en Angola, Grecia, Italia, Bélgica, Alemania, Yugoslavia, Polonia, Francia, España, Panamá, México, Nicaragua, Guyana, Bulgaria, Hungría, y varias ciudades de la Unión Soviética forman parte de la historia de mi generación, en esa escuela que fue Danza Contemporánea de Cuba.
Durante esos años, a medida que mi labor como bailarina fue solidificándose, comencé a sentir otras necesidades de expresión. Tomé entonces la coreografía como medio que me permitiera desencadenar las inquietudes que me iban surgiendo. Pero, desde mi graduación en 1971 hasta mi primera exploración creativa, pasaron nueve años de intensa experiencia como intérprete en fuertes entrenamientos y participando en coreografías de muy diversos estilos.
En 1980 surgió Reflejos, mi creación inicial. La concebí para Danza Nacional de Cuba, nombre que había tomado la compañía desde 1974. Era una pieza de 10 minutos, un solo montado para la bailarina Perla Rodríguez. Con la intérprete vestida de blanco y con música de Héctor Villalobos, Reflejos tenía como escenografía diez espejos que colgaban en escena, con una medida de dos metros de largo por uno cuarenta de ancho, aproximadamente. De manera que cuando la bailarina se desplazaba por el escenario era irradiada en los espejos, los que se convertían en una suerte de pinturas enmarcadas, como si el espectador estuviese viendo diferentes bocetos iluminados; fuera por el desafío de colores que provocaba la luz cambiando cada una de sus imágenes, o por el reflejo de la bailarina en ellos. El cuerpo y la luz se dimensionaban, a la vez que la bailarina se multiplicaba en la proyección de su propia imagen, fragmentada, fugaz, indistintamente en su volátil andar por la escena. De eso se trataba.
Un año después, en 1981, creé Girón, mi segunda obra, tuvo 30 minutos de duración. Girón fue diametralmente opuesta a Reflejos. Pasé a trabajar con una sola intérprete a tener 60 bailarines en escena. Este título fue una superproducción realizada en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba; con música original de José María Vitier, Diseño de Luces de Carlos Repilado, y Diseños de vestuario de Gabriel Hierrezuelo.
La escenografía de Girón fue concebida por el arquitecto Roberto Gottardi. Estaba conformada por 24 paralelípedos blancos, de siete metros de altura por 1.50. Estos objetos aparecían y desaparecían, bajaban o subían según las escenas. Eran grandes estructuras en el diseño espacial que obviamente requirieron de un trabajo coreográfico, y tuvieron gran fuerza y variedad en el movimiento escénico. Por momentos parecía una ciudad de columnas, refugio, muro, pantalla de luz… Se había creado un manto aplastador que en sí mismo danzaba. Con esta obra recreamos la invasión a Playa Girón. Por el foso del escenario de la Sala Avellaneda penetraban sutilmente los bailarines, alumbrando con pequeñas linternas un inmenso paracaídas camuflajeado. La tela avanzaba como el mar en plena noche estrellada para dar comienzo a la obra.
A finales de 1982 tuve la oportunidad de realizar mi primer viaje independiente como profesora y coreógrafa a Nicaragua. Instalada en Managua por tres meses, impartí clases en varias sesiones, no solo en la Escuela Nacional de Danza, sino también en las compañías folklóricas incluso de otras ciudades. A veces viajaba a Bluefields, otras a Masaya, entre otros lugares de la geografía nicaragüense.
En esta etapa coreografié A Sandino, Amando en tiempo de guerra y Un gigante que despierta, las con música de Luis E. Mejía Godoy y Mancotal, estrenadas en el Teatro Rubén Darío de Managua. La pieza Un gigante que despierta se interpretó durante más de diez años seguidos en actividades y actos, en varias ciudades de Nicaragua. Los propios bailarines y estudiantes la reponían una y otra vez. En ocasiones alteraban el formato de la pieza, en dependencia de los bailarines que disponibles. Fue un título que les gustó mucho y que les era muy funcional para diversos tipos de escenarios.
Esta es una etapa creativa muy relacionada a sucesos vinculados con el sentir de la Revolución cubana y también con los logros del Partido Sandinista en Nicaragua; sin embargo, las obras surgidas en estos años no mostraban contenidos panfletarios y sí un vuelo poético en sus imágenes.
Este andar inmerso en recorridos de enseñanza y creaciones coreográficas, con la responsabilidad de formar y desarrollar bailarines, fue para mí un periodo que dediqué del todo hacia la profundización en estudios de la danza, tanto desde el punto de vista pedagógico como coreográfico. Fue como si tuviese delante de mí un laboratorio, donde constantemente tenía la posibilidad de explorar el movimiento, las leyes escénicas, el espacio, estudiar expectativas coreográficas, opciones dramatúrgicas y fortalecer mis conocimientos metodológicos sobre la enseñanza de la danza. En ese entonces el Gobierno de Nicaragua me otorgó un reconocimiento por los aportes a la Cultura de su nación.
Una de las experiencias más emotivas en mi etapa como bailarina fue la posibilidad de participar como intérprete en las películas que hiciera el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos con la compañía. Por esa época se crearon los registros de Panorama de la Danza y la Música Cubanas de Melchor Casals (1974); Elaboración técnica de Héctor Veitía (1979); Patakín, filmada en 1984, fue estrenada un año después, convertida en un encantador kitsch musical, dirigido por Manuel Octavio Gómez, con guión de Eugenio Hernández Espinosa, música de Rembert Egües; vestuario de Gabriel Hierrezuelo; escenografía de Luis Lacosta y coreografía de Víctor Cuéllar; en los protagónicos sobresalían la soprano Alina Sánchez en el personaje de Ochun y Miguel Benavides en Shangó, entre otros.
Estas experiencias exploratorias se convirtieron en el inicio de un proceso de profundización y búsqueda que se expresa en una identidad personal con el estreno de Grifo, en 1984. La pieza, creada para Danza Contemporánea de Cuba, se estrenó en el Teatro Principal de Camagüey. Esta obra tuvo una duración de 20 minutos, para mí fue la constatación de que debía crear un concepto y lenguaje de movimiento propios en función de la pieza, no quería ningún movimiento manido o conocido.
El diseño de vestuario de Grifo fue de Eduardo Arrocha para los once intérpretes de la pieza; la música electroacústica de los compositores Juan Blanco, Jesús Ortega y Lars Gunnar Godin, quienes amablemente me entregaron sus obras para que me expresara con ellas. Trabajé sobre los diferentes significados de Grifo, desde su posibilidad tal animal fabuloso, la llave o caño para dar salida a un líquido, o su significado de retorcido. Centré el tema en la incomunicación entre los seres humanos, en exteriorizar conflictos, preocupaciones. Eran impulsos que me dominaban. Grifo fue premiada en 1985 por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en el Concurso Nacional de Coreografía.
En 1986 mi hija tenía tres años, me inspiré en ella para crear Germinal. Esta vez eran nueve intérpretes mujeres, con las que se mostraba el proceso de reproducción pasando por el óvulo, sus subdivisiones, la tarea de los espermatozoides, la evolución por cada mes del embarazo, el nacimiento, el descubrimiento de las manos, de los pies, la etapa de gatear, el inicio de los primeros pasos y la verticalidad en el ser humano, los juegos, las construcciones, hasta la primera infancia.
La pieza tuvo la música original de Juan Piñera. Juntos asistimos a un parto en el Hospital González Coro de La Habana, grabamos sonidos de esas historias viscerales, de esos cuerpos aun ocultos, generadores de vida. También al hospital llevamos a las bailarinas para compartir los ultrasonidos de las diferentes etapas de las mujeres embarazadas. Entre todos hicimos un estudio detallado de la evolución que se producía desde el comienzo de un embarazo hasta el desarrollo de un niño, a sus tres años cuando da un salto hacia la conciencia de su independencia. Coreográficamente predominaba la forma en el movimiento, la perfección de las líneas corporales, el diseño de grupo y sus desplazamientos. Germinal tuvo una duración de 20 minutos.
En 1987 nace Imago. Esta vez fue un dúo, la nueva pieza tenía como punto de contacto con Germinal, las diferentes etapas de un transcurso evolutivo. En 19 minutos se mostraba el proceso de desarrollo que atraviesa la oruga hasta convertirse en mariposa; su vuelo, su libertad y su rápida muerte. Eduardo Arrocha hizo los diseños de vestuario, también los de luces. De nuevo tuve la colaboración de Juan Piñera en la música. El elenco original estuvo compuesto por los extraordinarios bailarines Regla Salvent y Armando Martén. La obra fue estrenada en una de nuestras temporadas en el Teatro Mella. En esta pieza quise disfrutar de la capacidad técnica y las notables posibilidades como intérpretes de estos dos bailarines. También comencé a explorar con ellos la tensión en una parte del cuerpo en contraste con la relajación en otra. Fue un proceso bastante difícil pero muy hermoso, de exploración de opciones del movimiento.
Capítulo especial en mi vida como intérprete merece el documental Diana, realizado por Juan Carlos Cremata con la Escuela Internacional de Cine de La Habana. Cremata me propuso interpretar el papel de la primera bailarina, Diana Alfonso, quien había fallecido a causa de leucemia. Aun con la enfermedad declarada, consciente de su padecimiento, Diana bailó hasta el final de su vida. Fue un golpe duro para todos los integrantes de la compañía ver cómo una artista en plenitud de sus capacidades veía su vida tronchada por una enfermedad mortal, que en ese momento aún no tenía las posibilidades de tratamiento que pudiese tener actualmente.
En 1988 surge El ángel interior, una obra de 40 minutos. Con música original de Juan Piñera, los diseños de luces, escenografía y vestuario fueron realizados por Eduardo Arrocha. Con esta obra abro otra etapa de búsqueda en el movimiento. Comienza este a ser tratado con una intensidad energética diferente, ya no predominaban la tensión muscular y la forma del movimiento, sino apelé a profundizar con la sabia presencia del cambio de tonus muscular en el lenguaje. Los bailarines tuvieron que trabajar con sus particularidades internas, a la vez tenían que desafiar el desequilibrio que les provocaba un piso inseguro, flexible, inestable.
Para afrontar esta obra estuve un año haciendo estudios de casos de desequilibrio. Visité el Hospital Psiquiátrico de La Habana Comandante Doctor Eduardo Berrabé Ordaz Ducungé, conocido como Mazorra, donde a veces me pasaba horas observando a los enfermos. También asistí a algunos encuentros que me facilitaban los psiquiatras durante sus sesiones de grupos en el quinto piso del Hospital Hermanos Amejeiras. Me era necesario estudiar con profundidad las características y comportamientos correspondientes a los personajes que intentaba diseñar para esta obra. El ángel interior traía a la superficie toda una recapitulación de sensaciones sobre el descalabro en los seres humanos, sobre la demencia.
Esta fue una pieza experimental que exploraba el mundo interior del bailarín, sus vivencias. Se realizaba sobre pedazos de espuma de goma que cubrían todo el escenario, de manera que el cuerpo no tuviera la estabilidad acostumbrada de la postura vertical. Fue la manera que ideé para aproximarnos a la imagen del desequilibrio psíquico. Recuerdo que durante el montaje, Perla Rodríguez, por ejemplo, me decía que eso no era danza, no era bailar. Sin embargo, poco a poco, los bailarines se fueron entregando con excelentes interpretaciones. El Ángel interior fue Premio Nacional de Coreografía por la Asociación de Jóvenes Creadores, que en aquel momento se llamaba Brigada Hermanos Saíz.
Con su estreno inicié una nueva relación de los intérpretes con los espectadores. La obra comenzaba con los bailarines dispersos entre los asientos del lunetario o el lobby del teatro. El público entraba y se encontraba con los bailarines convertidos en esculturas estáticas y móviles en alternancia, trasladándose confusamente hasta llegar al escenario frontal, excepto el personaje del catatónico que tenía la misión de desplazarse en cámara lenta por todo el pasillo de la platea hasta llegar al escenario, justamente en el momento que le tocaba interpretar otra parte de su solo. El elenco estaba compuesto por 23 bailarines, entre los que se encontraban Luis Roblejo, Regla Salvent, Dulce María Vale, Armando Martén, Isbert Ramos, entre otros.
En 1989, montaba la obra Dédalo, que quedó interrumpida por 45 días, pues fui invitada a Nicaragua para ayudar a formar la Compañía Nacional de Danza. Para la ocasión, a petición de ellos, realicé el montaje de mi obra Grifo y dos nuevos títulos exclusivos para la recién creada agrupación nicaragüense: El paraíso recobrado y Del espectro nocturno, esta última de 15 minutos de duración, expresaba un fluido de imágenes oníricas con música electroacústica original de Juan Piñera. Las funciones de estreno fueron realizadas en el Teatro Rubén Darío de Managua.
De regreso a La Habana retomo Dédalo, una obra de casi hora y media de duración. Fue una pieza de gran complejidad escenográfica donde el espacio de la representación y del público esta fusionado, pensado como galerías laberínticas. Dédalo abarcó cuestiones existenciales. En la vida encontramos situaciones inesperadas, tomamos decisiones o caminos que se asumen o se abandonan. Es una elección permanente. Fue compleja la pretensión de divertir, atrapar la atención y entender las disímiles lecturas de esta creación, donde el campo visual se dispersaba hacia todo el teatro. La acción de esta coreografía surgía en cualquiera de los espacios no habituales: entre los espectadores, o en el propio vestíbulo del teatro. Por momentos, el público era sorprendido o tenía que desplazarse, aparecía lo mismo una moto en marcha que un perro Dálmata. Las escenas del laberinto se multiplicaban. Con Dédalo desarrollo una nueva experiencia coreográfica para la compañía, que ya en esa fecha ostentaba el nombre de Danza Contemporánea de Cuba, dirigida por Miguel Iglesias. Dédalo fue premiada por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba el año de su estreno.
Con esta obra, no se trataba de hacer creación coreográfica adaptada a la arquitectura de un lugar específico, o a un lugar exterior que pudiesen asumir los cuerpos danzantes, ni de utilizar las proporciones de la arquitectura misma como elemento decorativo, trataba de pensar la creación desde su génesis, alcanzando la transformación y desestructuración del espacio teatral tradicional, en una movilización y precisión escenográfica que proyectara sus dimensiones proporcionales al espacio real de la instalación teatral misma. Esta edificación coreográfica, con toda su complejidad, pude lograrla con el arquitecto italiano Roberto Gottardi, con quien la Arquitectura y la Danza se volvieron una. Trabajé la dramaturgia con Salvador Lemis y los diseños de vestuario fueron de Eduardo Arrocha. Juntos creamos algunos animales fabulosos que aparecían indistintamente. De toda esta etapa de creación, Dédalo es la única obra de la cual conservo un registro visual.
Creaciones como Del espectro nocturno y Dédalo, ambas creadas en 1989, me abrieron el camino hacia nuevas maneras de relacionar la danza con el público, de transmitir imágenes y símbolos con una gran amplitud de significados.
Fue Dédalo, la obra que significó cierre y madurez para llevar a efecto la creación de un espectáculo en su totalidad. Con Dédalo sentí que terminaba una etapa dentro de Danza Contemporánea de Cuba como bailarina y coreógrafa. Significó la necesidad de crear una compañía propia donde volcar otras ideas, conceptos de formación y desarrollo de los bailarines. En 1989 surge Danza Combinatoria, espacio donde comencé a explorar mi propia creatividad.
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