Por Omar Valiño / Foto Buby Bode
Este texto se ocupa, e insiste, en el último lustro del teatro cubano, en particular en las expresiones de varios grupos teatrales, de todo el país, que construyen una escena de alto contenido político. El tratamiento estilístico de estos caminos, representados por varias puestas (muchas de ellas basadas en textos actuales de dramaturgos y dramaturgas cubanos), resultan bastante diferentes, a veces hasta en las antípodas, pero confluyen en el interés por un diálogo crítico con la sociedad, tanto en problemas históricos como presentes. A todas las puestas les interesa, además, incentivar el papel activo del espectador como destinatario actuante y real de ese diálogo. Aunque el teatro político siempre atravesó los intereses del teatro nacional, cuenta en estos últimos años con experiencias actualizadas en función de nuestra época, que le niega, además, desde determinados sectores, derecho de existencia.
I
El teatro cubano concita no pocas discusiones y hasta enconados enfrentamientos. Sectores de la sociedad se refieren al teatro como portador de un pensamiento nocivo para la vida social de la nación.
Otros afirman que parece no estar de moda el teatro político. Un periodista lo afirmaba, a fines de 2016, al recordar el centenario de Peter Weiss, entonces con la polémica en torno a Harry Potter, se acabó la magia, de Agnieska Hernández, dirigida por Carlos Díaz con Teatro El Público, como telón de fondo. Pero sabemos que el teatro político se sigue haciendo en todo el mundo. Ha cambiado de rostro, de lenguaje, de estrategias. No se parece, por supuesto, al preconizado por Weiss más de 50 años atrás, pero lo que importa, en definitiva, son los principios, los sustratos, las vísceras sociales en escena.
Del teatro cubano podríamos listar numerosos espectáculos que convierten la platea en ágora social y política. Son muchísimos, y crecientes, los puntos a lo largo de todo el país que convierten sus preocupaciones en un responsable teatro político cuyos pozos se alimentan tanto de los ríos de realidad que los rodean, como de las corrientes subterráneas que son capaces de extraer del subsuelo.
Acercan al público cubano a experiencias diversas mediante riesgosas interpretaciones de la realidad a partir de los nuevos lenguajes de la escena. Un teatro que, como cualquiera en el marco internacional, resiste como arte ante todo tipo de avatares de un cambio de época sin negarse a transformaciones vitales, Y que permanece también como práctica política de las demandas más profundas de la sociedad.
El teatro, desde tiempos remotos, es espacio donde se encuentran actores y espectadores para examinar vidas y circunstancias de cualquier momento de la historia, y proyectar luces y sombras de lo humano sobre la platea. Por eso es incómodo, arenoso, crítico.
El nuestro, el realizado en Cuba, sostiene una larga historia de gran encuentro humano, ajeno a los dictados del mercantilismo, y celebra, de muchas maneras, la permanencia del teatro como un arte necesario al individuo, a la comunidad y al mundo.
No es cierto que el teatro político ha desaparecido, sólo quizás viejas formas del mismo así etiquetadas. En su renuevo, el eje teatro-sociedad no aparece bajo una única forma o estética. Pasa realmente que quienes no asisten al teatro, no se pueden enterar de que el teatro político está vivo y cambia.
II
Con Diez millones, Carlos Celdrán desplaza hacia nuevos territorios su larga exploración en torno a realidad y realismo, protagonizada por Argos Teatro, la compañía que lidera desde su fundación hace dos décadas.
Obsedido siempre por lo real como expresión de verdad, en “negociación” permanente con un realismo poético como lenguaje, ahora bombardeado por cuanto código sirva para relativizarlo en sus bordes y extrañarlo en su centro, Celdrán director ha escrito su último gran ciclo dentro de esas coordenadas. De Talco a Mecánica, ambas de Abel González Melo, con estaciones en Chéjov y un importante Aire frío, de Virgilio Piñera, son puestas en escena que lo atestiguan.
Para el “tránsito” a Diez millones lo decisivo vuelve a ser el lenguaje. Preguntarse qué “exige” el material dramático, cuál puede ser su adecuado vehículo de expresión y responder mediante un trabajoso y complejo proceso de montaje. Y cómo transparentarlo gracias a los actores. Daniel Romero-Él, Maridelmis Marín-Madre, Caleb Casas-Padre, Waldo Franco-Autor resultan filamentos al rojo vivo que gradan en color, temperatura, energía y calor unos raros personajes inolvidables. Mientras un pizarrón y las tizas con que se marcan sobre el mismo los capítulos de la historia, bañadas por una descarnada luz común elegida por Manolo Garriga, ubican la concepción “pedagógica” del espacio y su extrema síntesis. ¡Tan sencillo es todo!
Carlos encontró esta vez paisaje temático y modo del mismo en su propia autobiografía, algo absolutamente lógico si se piensa que, en ese camino, al detallado fresco del ser nacional expuesto en Aire frío solo podía seguir el testimonio de sí mismo, mediante un retrato que focalizara una nueva vuelta de esa espiral de “explicaciones” del alma patria y los procesos de la sociedad cubana.
Si se busca ser auténtico, ¿qué mejor autenticidad que sí mismo? Como ha señalado alguien, lo único de lo que cada individuo sabe bien, y podría agregarse que solo a veces. Acostumbrado a hurgar tras las máscaras sociales y humanas por carácter, conciencia artística e intelectual, Carlos Celdrán monta un texto propio, algo inédito en su senda con Argos Teatro, sobre pilotes de la creación teatral contemporánea que él mismo ha venido utilizando en su teatro, pero que en Diez millones resplandecen en una dimensión más libre, arriesgada y esencial.
Mantiene la micro-poética con la que sometió a sus más recientes revisiones temáticas, la concentración en la experiencia del actor como espejo iluminador de la experiencia del personaje, la conciencia del dispositivo escénico como artefacto y no como escenografía, la voluntad de documentar la realidad a través de la práctica artística, la conciencia del gesto performativo en diálogo con la gestualidad actoral, la construcción conceptual… Envuelve esa amalgama de recursos en la cercanía de la autoficción, la clave que hace traspasar a Diez millones más allá de una posible narrativa melodramática para resultar telúrico repaso de una educación sentimental (e ideológica) de un país.
Porque esta puntualización teatrológica no explica Diez millones, sino su visceralidad, que hace revivir la vieja categoría aristotélica de la anagnórisis y hacernos vivir, como acto tan extraño de la actualidad, una catarsis. Nos reconocemos en las palabras en primera persona dichas a los ojos de cada espectador, mientras el uso de la tercera persona o la perspectiva narrativa de los hechos nos distancia frente a los acontecimientos privados para ubicarlos en un marco social e histórico general. Intensa emoción y exigencia crítica oscilan brillantes en la textura del espectáculo.
Con delicadeza e inteligencia, Celdrán huye de una sarta de “denuncias”, dibuja y penetra el complejo engranaje de una revolución en todos los órdenes, lejos de los paseos de domingo, un “largo tiempo humano” de marcas con fuego. Diría que Carlos exorciza el periodo de su formación como ser humano, coincidente con el de los vientos más huracanados de la Revolución cubana en los años ’60 y ’70. Lo plantea desde una perspectiva individual, pero nunca como acto onanista, sino con la conciencia de que el teatro lo coloque en ágora que sirva su experiencia a un acto de discusión y legitimación social. Diría también que Carlos comprende las partes y el todo y esa perspectiva hace grande su obra. Quizás sea este el punctum, esa semilla más profunda que Barthes nos exigía encontrar en el arte.
Como intercambiándose los roles habituales, es la madre quien lucha contra la femineidad del niño luego adolescente, síntoma esencial de que no podrá “cumplir” con el resto de las viejas dominantes de la familia común, ahora revestidas de otros valores para la nueva sociedad: ser fuerte, ser hombre, ser revolucionario. El padre lo ampara maternal, pero su pertenencia social ahora en decadencia, y sus decisiones de vida, lo mantiene alejado del contacto diario.
El personaje central, al tiempo que rememora a Carlos Celdrán con esa autenticidad antes mencionada, es igualmente intersección, encrucijada de conflictos. Tensado entre los arbotantes de una madre y un padre, que amén de seres insoslayablemente cercanos y responsables por obligación, representan opciones opuestas con diametral simetría entre los caminos que la Revolución de un lado, y los no integrados a ella de otro, discuten para sus hijos. Es, en definitiva, el territorio mismo de un país en un cuerpo porque, como he dicho, esa circunstancia biográfica adquiere una dimensión social y política global. Para si alguien extrañaba un toque de actualidad en dicha polémica, el autor, como personaje, nos conduce hasta el destino actual de los tres protagonistas de esta historia, así que la misma concluye en el presente mismo de todos cuantos asistimos al teatro. Diez millones es una isla en un cuerpo.
Otra concomitancia con la autoficción y el cuerpo dividido desde la unidad, la tenemos en Jacuzzi, donde Yunior García es protagonista absoluto: firma texto y dirección, actúa y juega con su propia biografía. El transparente, balanceado y verosímil diálogo entre los tres actores-personajes, tan apegados aquí unos y otros, se me antoja solitaria unidad que se desdobla para exhibir un universo de contradicciones, preguntas, búsquedas y exigencias que portamos dentro como seres en conflicto frente a una realidad histórica y presente fértil en conflictos individuales y sociales. Mi lectura metafórica de ese cuerpo “dividido” en tres no afecta la mirada hacia el espectáculo como el paisaje y la circunstancia dramática tal cual se nos presenta. De entre las tentaciones, la belleza, los momentos suaves y duros, las interrogantes, válidas o no, certeras o molestas, según cada receptor, nace una “sinceridad escandalosa”, una nueva luz de entendimiento de los horizontes y las fronteras del país y la nación.
Como en Diez millones, Celdrán acude otra vez a la autoficción, categoría que no puede entenderse como plana autobiografía, sino como un cruce entre experiencias vividas y la pura ficción. De tal manera, el protagonista se nombra Director de teatro, por ejemplo, aunque en el escenario se evoque el deslumbramiento de Carlos al encontrarse con Vicente Revuelta durante su periodo de formación en el Instituto Superior de Arte del primer lustro de los 80. Gran figura del arte escénico insular, responsable del salto a la contemporaneidad de nuestro teatro desde los años ’50 del siglo pasado. Entonces tuvieron por medio aquella discutida puesta donde Vicente volvió a experimentar sobre su montaje de Galileo Galilei, de Bertolt Brecht, antecedente que Carlos podría revelar para que el público encontrara todo el sentido que porta la escena final.
Es hermosa esa memoria que rebrota en medio de un escenario ascético como el mismo Vicente, donde casi no hay nada en medio de unas paredes negras de sucios brochazos y un perceptible escalón en el suelo de profunda significación. En este ambiente que nos acerca también al Brecht director, firmado por el diseñador Omar Batista y por las luces “naturales”, pero con su toque de vital artificio, de Manolo Garriga. Todo nos dice que estamos en el teatro, en el templo de Vicente.
Topa con este hombre consagrado por completo al teatro, pero que no buscaba la repetición moribunda de un quehacer, sino, mediante el oficio, el camino para comprender y disfrutar mejor la vida. Esa filosofía inculcó a sus estudiantes de entonces en medio de incomprensiones y momentos depresivos en su propia trayectoria, quizás provocados esencialmente por esa imposibilidad de romper los diques entre arte y existencia.
El protagonista, nombrado Director de teatro, se atormenta al extremo con la memoria de la función del Living Theater que vio de joven en París. Lamenta una y otra vez no haberse sumado a esos parias magníficos en los que, efectivamente, Vicente se reconoció, condición subrayada en el texto con la manera en que transmite su viaje desandando Europa como el peregrino en su camino de Santiago. Pero del otro lado se alzaba Cuba y dentro de sí pesaba el compromiso con su patria y su gente, su pequeña comunidad de actores dependientes del él. El monólogo sobre el Living es emocionante, hecho del deslumbramiento, la libertad y la utopía en la puerta.
Arrasador conflicto entre el Guía, el verdadero maestro, que conduce una experiencia de vida para la libertad y el autoconocimiento y la obligación del mero director como productor de espectáculos en línea. En definitiva, la lucha contra la seguridad existencial de un grupo establecido.
A pesar de cómo Vicente se describe a sí mismo en la ficción, tan duramente, su legado artístico y político es abrazar la pasión toda del Teatro, ese fuego donde arde la Vida para del encuentro escribir el mapa de lo humano.
Caleb Casas delicado, orgánico, brillante, fuerte, muerto, enfermo, vivo, extraordinario, nos hace padecer en silencio una transustanciación que vemos escasamente en nuestras vidas de espectadores consuetudinarios. Como tras un bellísimo filtro de celofán, recrea la escena de Galileo entregando sus papeles, su herencia, al discípulo, ahora entre este Director que es Vicente y este alumno tras quien adivinamos a Carlos. Es en paralelo la conversación entre Galileo y Andrea Sarti, la misma obra que provocó en realidad el encuentro entre ellos. Y la entrega del legado.
El legado de un país es la carne y la sangre con que Teatro El Portazo trabaja en Matanzas su ya larga temporada de Cuban Coffee by Portazo Cooperative o CCPC por su juguetona sigla.
Desde el principio, me cautivó el gesto de la agrupación: la decisión de expresarse a través del teatro aun sin todas las condiciones listas. Querían hablar de sí mismos a través de su arte y sin pedir permiso, esencia que tanta falta nos hace.
Para la alegría y el divertimento, Franco elige un cabaret. Para las incisiones en el cuerpo social cose diversos textos de jóvenes dramaturgos y otros de distinto origen. La estructura del cabaret le ofrece capacidad de maniobra para combinar “números”, canciones, escenas, monólogos en un aquelarre muy bien pautado, organizado y ejecutado; asumido con extrema libertad. Así, el espectáculo rinde culto a una filosofía: de homenaje y rebelión. Y se manifiesta, en cierto sentido, de modo metodológico. Consume su primera parte en explicarnos los objetivos del discurso y la manera en que lo harán, desde la misma condición divertidísima que luego desatará con todo esplendor la puesta en escena hasta culminar en la fiesta.
También explicitan la voluntad de que ese acto sea una investigación económica que pueda probar al teatro como una forma de vida sostenible, como si no bastara con la cantidad de “contenido” que CCPC tiene dentro. No renuncian a nada. Les sirve lo alto y lo bajo, lo santificado por el canon y lo denunciado como pésimo para el “consumo” cultural. Quieren abarcarlo todo desde una distinción wagneriana, como un teatro total que se sirve de todo cuanto han visto aquí de teatro cubano y foráneo. De ahí las citas intratextuales como procedimiento escénico, las reinvenciones de sentido y su actualización frente a la realidad cubana de hoy, de todo cuanto usan.
Dicha perspectiva, afincada en el lenguaje teatral, abarca el universo completo del discurso. Por eso CCPC es la puesta en un espacio crítico del modo en que estos jóvenes ven, viven y disfrutan la patria de su formación, de su ADN, de su sangre, con sus desgarramientos y jirones, con sus virtudes y padecimientos, con y como una enorme suma de amores compartidos que sangra críticas y defensas.
El conjunto de actrices y actores lo hacen con el corazón, se entregan por completo, prodigan toda su energía, toda su maravillosa música de cuerpos y voces, todos sus sufrimientos y alegrías. Nos conmueven y divierten hasta el tuétano.
Musical, carnavalesco y sacrificial, dialógico y político, CCPC engrandece el gesto de El Portazo: es un acto de fe de una generación. Por eso cierra con una estructura que puede leerse como el altar desde donde exigen construir y participar. Ese grupo de jóvenes ha creado, allá en Matanzas, un nuevo danzón, un ajiaco maravilloso con el sabor de una Cuba nuestra e inclusiva.
Al iniciar la gran segunda parte de CCPC, ahora apellidada La República Light, pensada para 4 temporadas de puestas similares pero distintas, cada una de ellas de reconstrucción crítica sobre la anterior, el espectáculo hurga en el hiato entre modelo y realidad. Entre los clichés, una y otra vez sobados, que no son objeto de parodia o ironía por sí mismos, sino por lo que significan en tanto representación del discurso oficial o, mejor, de ese modelo que el discurso construye. Y lo confronta con el anti-modelo que es la realidad misma.
Desvela la dicotomía falsa entre condición revolucionaria de dicho modelo y su contrario porque, en realidad, no hay ningún modelo de comportamiento. Este fue y ha sido un problema de las revoluciones. Esa fricción entre discurso y realidad apunta a la necesidad perentoria de un nuevo pacto social sobre lo que entendemos por el país y sus pertinencias.
La búsqueda ha ido encontrando precisión en el lenguaje del espectáculo, siempre en construcción, pero su despliegue de energía, trabajo, belleza, vitalidad, buen humor e interacción lo hacen muy atractivo y, justamente, respuesta intrínseca al modelo escaldado.
“La belleza”, canción de Luis Eduardo Aute, es aquí el punctum porque incluye la belleza como summa y con la pelea ideológica global dentro, no la vacuidad hedonista de la belleza. Belleza versus la feancia erigida como diana de los justos dardos de Harry Potter, se acabó la magia.
Para la tercera parte se asume la tautología de referirse no solo a ellos mismos, sino a la propia saga de los CCPC. La República Light anteriores. El teatro como tribuna, la pasarela como circunscripción, las razones para hacer y proclamar un teatro político como un derecho.
Es un ejercicio de autodefensa, a la manera de Jorge Dimitrov ante el proceso de Leipzig o de Fidel Castro por el asalto al cuartel Moncada. Como el líder cubano, El Portazo también cree que la historia los absolverá.
Cuando el Negrito del bufo y el vernáculo canta nuevamente “porque quisiera reír, cuando tengo que llorar”, el Teatro se define a sí mismo en cubano por la “sistemática ruptura de lo trágico por lo cómico” y pincha la realidad misma. La estructura sigue oscilando entre monólogos y escenas colectivas, pero su fisiología es el reciclaje para construir el sentido último de reconstruirlo todo a partir de lo hecho por la tradición y la historia de generaciones. De asumirlo TODO. Los múltiples enlaces, hilos, nudos, deseos, anhelos de una sociedad apretados en la expresión del teatro. Honor al pasado, a la memoria, a los héroes para quitar la herrumbre de la historia, limpiar y hacer. Se transponen los tiempos históricos, sus documentos, como si la vieja historia fuera ahora y al revés. Hablan con los versos y las palabras que ya fueron dichas y le suman las nuevas. En diálogo con “La belleza”, la canción central dice aquí “Cambia. Todo cambia. Pero no cambia mi amor”.
Sin complejos, con humor, sorna y choteo, es un homenaje a nosotros mismos, a lo que somos, a nuestra arquitectura espiritual, a la anatomía y la fisiología de la que estamos hechos y en que SOMOS. Una cópula infinita en el tiempo.
Diez millones es una isla en un cuerpo. Jacuzzi en tres que discuten en uno. Misterios… un cuerpo entre vida y muerte transustanciado en presente como fervor del teatro. CCPC celebración de cuerpos en conjunto. Todos, cada uno, memoria actual de la realidad, el testimonio político mayor de nuestro teatro hoy.
*Texto leído en la Conferencia Científica del la Universidad de las Artes (ISA), bajo el título “Memoria de la realidad. Nuevo teatro político cubano”. Dentro del texto se reciclan otros anteriores en función de una visión más integral sobre el tema dentro del teatro cubano. A su vez, es parte de un texto homónimo mayor que forma parte de un libro en preparación.
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