Por Roberto Pérez León
En el IV Festival del Monólogo Latinoamericano de Cienfuegos, que concluyó recientemente, subieron a escena diecinueve montajes. Si bien en todas las representaciones primó la estructura tradicional, también en todas asomó un particular aliento dialógico que denota una ruptura de lo convencional en el trabajo escénico propio del monologismo.
Comúnmente vemos un monólogo como un hecho escénico sobre un texto lingüístico donde las situaciones de diálogos, en caso de existir, son enmascaradas por la presencia de muchas voces en una, por un dialogismo la mayoría de las veces inconveniente. La actriz o el actor pueden crear un espacio gestual particular y asumir determinadas estrategias enunciativas, pero sin abandonar la palabra.
En la medida en que el teatro ha entrado en una segunda modernidad, otra modernidad o en la posmodernidad, como se quiera, se concibe la puesta en escena a través de una preocupación crítica y una abierta experimentación; las concepciones de una puesta han conformado nichos autónomos donde la performance global de la representación es el producto de una reflexión dialéctica sobre la producción de sentido.
El arte en general y en la particular las artes escénicas son como una embarcación -tal vez con las velas del barco de Michel Foucault- que se mueve con independencia y entrega sin límites a la fluidez de lo socio-estético donde se arman lugares desde los no lugares, y se conciben espacios desentendidos de la público y lo individual.
Hoy, el teatro es un traslado mágico más que nunca en el espacio y en el tiempo. Las caras del teatro son contextuales y pueden ser representadas desde diferentes maneras y en diversos grados de lo imaginal. Todo esto es posible por el horizonte cognitivo despejado de lo pesado y lo sistémico de los dominios de lo moderno; y, además, por las posibilidades tecnológicas inusitadas de la contemporaneidad.
El teatro más que una transustanciación es la visita y la visitación desde y a otro-lugar. El teatro propone en el panorama sociocultural una maleabilidad irrefrenable de fuerte carga semántica para la producción de sentido.
El teatro, y en el caso que nos ocupa un monólogo, debe ser depositario e incursionador en la liquidez y flexibilidad que exige la enunciación de lo social, donde lo icónico ejerce sobre los estándares de la realidad una construcción muchas veces más real que la propia realidad.
La representación de un monólogo ha ido incorporando elementos que van haciendo del discurso escénico un hecho que acarrea un factor dramatúrgico no solo conformado desde la palabra sino donde la imagen, portadora de un texto de totalidad profusa, también carga con el texto lingüístico antes preponderante.
La interrelación entre el enfoque semiológico y el icónico hacen hoy de una puesta en escena un suceso de significantes conglomerados. Por un lado desde lo semiótico nos centramos en el texto previsto y establecido de antemano. Por otra parte tenemos la mirada icónica que se ajusta en la imagen como principal generadora de la producción de sentido; una imagen que lleva un texto compuesto por ilimitados fragmentos incluyendo los lingüísticos, por supuesto.
Producir sentido es crear significado. El monólogo tradicional crea significado desde una posición logocéntrica donde la palabra se consagra como el componente cardinal dejando a un lado la iconicidad en la concepción sistémica que debe tener toda puesta en escena. En el monologismo común lo icónico intervine no como componente de la significación visual en la representación sino desde una posición decorativa, rezagada ante la manifestación de la palabra como única dadora de sentido.
La totalidad de las piezas presentadas en el recién concluido Festival del Monólogo Latinoamericano de Cienfuegos tuvieron la palabra como brújula. Primó el logos como espacio despejado de las posibilidades simbólicas y la complejidad generadora de sentido de lo icónico. No obstante, en todos también fue evidente un cierto esbozo de remodelación de la simplicidad logocéntrica tradicional; y, se alcanzaron amagos de interesantes estructuras icónicas en algunas puestas.
No solo lo semiológico es un punto de vista para llegar a una obra escénica y mucho menos cuando se asume con simplicidad y dogmatismo. Se precisa una consonancia dialéctica entre la perspectiva visual y verbal del teatro. Digamos que el ángulo icónico hacia la obra contribuye a denotar que la misma no se conforma con ser un texto sino que es algo más; la obra como imagen que trasmite un texto; una imagen que no es más que una proyección y hasta una huella.
La médula del monólogo puede ya no estar en la palabra; el discurso desde la escena se constituye como sistema significante donde aportan sentido y significación todos los componentes y materiales escénicos correspondientes.
En los monólogos que vimos en el Festival se hace evidente que el monologismo se diluye en un cierto dialogismo entre un yo locutor y un yo receptor en busca de una discursividad particular. Y es que el monólogo está superado en sus estrategias, como forma absoluta ya no existe; la unicidad del sujeto de la enunciación se descompone y hay traslación enunciativa; pueden suceder situaciones de diálogos del personaje consigo mismo o con otro ente, sujeto u objeto concretos o fantasmales, o que haga un aparte con el público y de alguna manera se establezca una situación comunicativa específica; todo esto hace que la representación se convierta en un collage dramatúrgico con composiciones enunciativas buscando una determinada y a veces muy curiosa eficacia dramática.
Las maniobras discursivas han conducido a la superación de la tradicional concepción logocéntrica o la de los argumentos deconstructivos cuando la palabra era lo axial en una puesta en escena. El nominalismo implícito en un monólogo ha saltado y se ha estrellado contra una composición escénica con esmeros nuevos en el discurso y en la imagen.
El centro del monólogo ya no va por la palabra sino que está en el texto, texto como suceso de combinatorias significantes, con un sistema sígnico determinado que puede remitir a un universo enorme de conceptos, de representación de un sinfín de cosas dentro de un contexto cultural cónsono. El texto o el discurso escénico no se fundamentan ya en el logos, en la palabra, en el mero verbo; la construcción del espacio escénico está lleno de materiales que pueden sobrepasar la palabra y conformar presencias sobre ausencias.
Entonces, ¿en qué se diferencia un monólogo de un unipersonal?
El unipersonal puede incorporar la estructura elíptica y fragmentada del diálogo y se conforma un determinado relato dialógico donde sigue el énfasis en el emisor, típico de monologismo, pero hay referencias concretas a la situación comunicativa y el receptor forma parte del trabajo escénico.
En el unipersonal se exige de un suceso plenamente audiovisual donde varios vectores coinciden para, desde muchas voces textuales o visuales, dar un trabajo escénico con cambios de dirección semántica.
Quiero hacer denotar el termino audiovisual pues aunque podría resultar muy manido, sucede –y lo sufrí en algunos o muchos de las representaciones en Cienfuegos- que cuando se insiste en conformar situaciones empecinadamente monologistas podemos cerrar los ojos y entender perfectamente lo que pasa en escena, es como oír radio o como pasa también con una mala película que podemos verla con los ojos cerrados y nos enteramos de todo porque de eso se trata, de enterarse de un cuento no de cómo me echan el cuento.
El unipersonal es un hecho escénico con una integralidad más disfrutable en cuanto a la orgánica relación de la lógica interna entre contenido y forma o entre imagen y texto. Si bien por un lado la semiótica, tanto en la producción como en el análisis y recepción, insiste en lo textual, por su parte la icónica participa también en la producción y recepción y el análisis pero desde la plenitud imaginal donde son capitales las decisiones y elecciones tecnológicas tan significativas, hoy por hoy, en la concreción de la poética teatral.
El Jurado del IV Festival del Monólogo Latinoamericano recomendó la posibilidad de modificación del nombre a Festival del Unipersonal Latinoamericano. Muy atinada la recomendación del Jurado pues las artes escénicas van en una cruzada hacia la plena conquista de la variedad, lo aleatorio y la contingencia, la espontaneidad y la iniciativa en un acto creador que puede abarcar una obsesiva e irrefrenable acción destructiva, aunque sea un oxímoron la fusión de creación y destrucción.
En portada: Ivan Solarich, de Uruguay, Premio Terry de Dramaturgia por No hay flores en Estambul. Foto