En Otoño no aparecen en escena personajes, sino tipos, por supuesto sin desarrollos progresivos ni intrigas caracterizadoras.
Por Roberto Pérez León / Fotos Buby
El colectivo teatral camagüeyano Teatro del Viento puso en la sala Llauradó Otoño, obra escrita y dirigida por Freddys Núñez Estenoz. En el programa de mano se anota, de manera relevante y reiterativa, que se trata de un melodrama. Así que estuve la hora y media que dura la puesta esperando la irrupción de lo melodramático con todas las de la ley. Aún sigo preguntándome a qué obedece la insistencia en categorizar la obra de “melodrama”, pues no hay ni asomos, a tener en cuenta, de esta manera tan particular de sentimentalizar los conflictos, liberar emociones, incentivar la curiosidad. En Otoño no hay nada que descifrar.
Otoño es concretamente un intento de estetizar una experiencia individual a través del teatro. Pero el componente dramatúrgico no ha sido adecuadamente desarrollado. No se puede descuidar la dramaturgia como motor intrínseco. La dramaturgia es paridora de una especial narratividad, generadora de acciones y pasiones capaces de producir afecciones que trasciendan sensual y emocionalmente en el espectador.
En Otoño no existe la copiosa narrativa de lo melodramático ni en acento ni en la inmanencia de la escritura escénica. Sí se deja traslucir, de manera extra-teatral, un proyecto afectivo en relación con la ciudad de Viena, pero el presupuesto de la articulación dramática no es exactamente el melodrama.
La nostalgia, la melancolía, los recuerdos al convertirlos en emociones para el otro, tienen que pasar por un proceso de “artificación”, alcanzar una presencia diferente donde se produzca la transferencia de energías sensoriales, sensuales, afectivas pertenecientes al arte y no las energías racionales o las del pensamiento lógico.
Nosotros en América Latina disfrutamos antropológicamente una sensibilidad melodramática. El melodrama es un espacio alternativo para la significación social y personal, para definir trivialidades de lo cotidiano. El saber melodramático y su paradigma estético particular, epistemológicamente, incentivan la imaginación latinoamericana. A su vez, el melodrama contiene elementos trágicos. Y pese a que las estrategias de la tragedia difieren de las del melodrama, aún así se han consolidado muchas variantes de interconexión entre ambas categorías.
No es por gusto que Alejo Carpentier decía que el melodrama está en las esencias de nuestro Continente, que “vivimos en una época de melodramas”, que “el melodrama es nuestro alimento cotidiano”. También el escritor hace notar que rechazamos al melodrama por la asociación que comúnmente se hace entre él y el mal gusto, no porque lo identifiquemos con algo cuestionador.
Desde antes de que se consolidaran los estudios culturales latinoamericanos, en “La novela latinoamericana en vísperas de nuevo siglo” (1981), Carpentier alertó respecto a que lo transgresivo y lo excesivo del melodrama no podía contaminar la obra al convertirse en estrategia estética hiperbólica que solo tendría como resultado una adulteración, una re-narración innecesaria. De una simple mirada melodramática puede conseguirse una teatralización de las “inadvertida riquezas de la realidad”, pero para llevarla a escena se precisan maniobras específicas.
Los latinoamericanos podemos emparentar el melodrama con lo maravilloso en el sentido carpenteriano del término: “…lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de «estado límite». Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe.”
Otoño, como suceso escénico, tiene trastornos que surgen desde el modelo dramatúrgico empleado. No hay una situación dramática connotada ni denotada. Semiológica y dramatúrgicamente no hay resolución, porque las fuerzas del drama carecen de dinámica.
En Otoño no aparecen en escena personajes, sino tipos, por supuesto sin desarrollos progresivos ni intrigas caracterizadoras. Sus comportamientos son esbozados y no hay interconexiones placentarias entre ellos. El accionar físico se esquematiza, en algunos casos se caricaturiza, a través de la expresión corporal. No están hilados estos tipos, porque falta el establecimiento de una situación dramática. Lo que más falla en Otoño es de origen puramente dramatúrgico: qué persiguen, qué buscan, por qué están, qué los une, cuáles son las esferas de sus acciones externas e internas más allá del esquema de la representación, etc., etc.
Es que hace más de veinte siglos estás cosas quedaron establecida por Aristóteles y pese a todos los “ismos” llevados y traídos, siempre vamos a parar en lo mismo: variaciones de lo aristotélico. Porque para contar, hay que contar, y contar es una aventura donde interviene el sujeto y el objeto, lo performativo y lo narrativo. Hoy por hoy, en medio de la sobreabundancia de estudios teóricos al respecto, que dan tela por donde cortar, al final de la partida, como peripecia axiomática, gana siempre el cuento que hay que contar, “así o asado”.
En esta obra, el riesgo dramatúrgico está localizado en el despliegue de un texto secundario que los actores intercalan como una especie de meta-texto lingüístico, como un entre paréntesis, sobrepuesto a los parlamentos del texto principal. Este texto secundario es distinguible, en la medida en que actoralmente se asume una postura corporal súbita, se cambia el tono, y de esa manera nos hacen saber que están anotando el texto dramático vertebral.
En Otoño hay una profusa acción verbal signada por la gritería y el aspaviento, timbres elevadísimos que suenan más centrohabaneros que de la serena Viena. Hasta una vis cómica despunta de vez en cuando.
El uso, por momentos, de un video de la ciudad de Viena es decorativo e ilustrativo, que sino distrae, puede volatilizar la acción escénica. Este mecanismo tecno-perceptivo no es sostenible dramatúrgicamente, en tanto no se integra adecuadamente como componente extradiégetico, se convierte en un elemento acompañante, y para acompañar hay que ser discreto o muy preciso, ya sea en la adjetivación como en la sustantivación. No hay por qué buscar el efecto realidad para intensificar el pulso de la puesta en escena.
A su vez, son usados muchos de los mecanismos que tradicionalmente son empleados en una puesta en escena para acentuar el efecto teatral: el maquillaje de la cantante de ópera es espectral, el vestuario en general es muy de escena, el empleo del jugueteo como componente diluyente de un naturalismo que busque lo verosímil. La resultante es la instalación de una situación teatral lábil.
No se logra el propósito declarado de hacer un melodrama: no hay derroche sentimental ni en la puesta en escena ni en el texto mismo que resulta simple, llano, sin afectaciones ni retóricas. Si hay excesos es en la actuación, mas no podemos catalogarlos de melodramáticos, sino de decisiones que persiguen cierto estilo de exposición actoral. Los diálogos no generan tensión dramática ni producen conflicto, son despejados y repetitivos: un texto que lo dice todo, que no deja adivinar ni sospechar nada, en eso sí hay melodrama técnicamente.
Otoño queda en una evocación liminal de una Viena añorada, disfrutable para un espectador de lo teatral, que tiene la mítica urbe donde es dura la existencia como simple habitante con la ciudad siempre enfrente.