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Rosita No Se Va, Se Queda Más Que Nunca

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Por Ismael S. Albelo

Rosita Fornés entra en el reino de los inmortales. El maldito virus que nos aísla físicamente no ha podido evitar que todo el pueblo de Cuba le rinda tributo, la mayoría desde sus casas; los más afortunados en el teatro Martí apreciaron por última vez su hermoso rostro, su cabellera siempre soleada, su vestuario elegante.

Ella me enseñó que la belleza no está reñida con el esfuerzo y el sacrificio de un pueblo por ser libre y auténtico, como fue ella en sus 97 años. La suerte le hizo cerrar sus ojos fuera de Cuba, pero ella venció todos los virus y será enterrada en la patria que la vio nacer como Rosita Fornés, la gran artista que «es».

Su Viuda alegre será irrepetible, aunque surjan sopranos más virtuosas, pero nadie podrá bajar una enorme escalera cantando «Muy señores míos, cuánta reverencia…” con la elegancia y la prestancia de ella. Nadie hará sufrir a un público como ella lo hizo en Confesiones en el barrio chino. Nadie nos hará reír como con su Gloria de Se permuta en el cine o La permuta en el teatro Mella, lleno hasta el techo por varios meses, en una obra de más de dos horas en la que bajaba a la platea e interactuaba con el público.

Muchos la rememoran hoy cantando Sin un reproche o La Mamma o La chica ye-yé, algunos intelectualoides le reprocharán lo aparentemente superficial de algunas de sus canciones. Sus lentejuelas y plumas en el tocado podían reflejarles una imagen de vanidosa diva prefabricada, pero estarán muy lejos de conocer a esa verdadera Rosita Fornés que hoy despedimos. No sabrán de sus actuaciones en el leprosorio de El Rincón, en los hogares de ancianos, su siempre amplia sonrisa para cualquier fanático que le pidiera en el escenario que se agarrara de la cortina con la frase “¡Rosa, la cortina!” y ella mostraba su destreza física sin abandonar el personaje ni la calidad.

La conocí personalmente en su casa, en el cuarto de los trofeos, y en la cama del Cited, convaleciente de su operación de cadera. Pero también la disfruté en su Ana de Glavary, su Mari Pepa, su Susana, su Gloria, en la Tridimensional, en Ser artista (una producción hasta cierto punto «experimental”), cantando a Meme Solís, a Portillo de la Luz, a Tania Castellanos, a Lecuona, Prats y Roig… Nadie se le quedó por incluir en su acerbo.

El aria de Ana en La viuda… conocida como La ninfa tenía que repetirla dos y tres veces en cada función, igual que La mazurka de las sombrillas de Luisa Fernanda, la canción del Amor de María la O, en las inolvidables temporadas líricas del Lorca, hoy Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso.

Muchas anécdotas se han tejido a su alrededor: cuando los que confundían elegancia con capitalismo y clase con burguesía trataron de eliminarla de los medios, ella se impuso precisamente con su elegancia y su clase. Se hizo miliciana, y vestida de uniforme parecía más una modelo que una militar. Sin embargo, aunque siempre asistió a sus guardias, hubo que relevarla de esa responsabilidad, porque cuando su público la veía a la puerta del Icrt, tanto en M como en 23, se aglomeraba frente a ella a pedirle foto, un autógrafo o gritarle simplemente: ¡Bravo, Rosa!

Rosita no se va, se queda más que nunca, más allá de los videos patinados por el tiempo, sus filmes “charros”, sus fotos de Armand. Aunque fue ciudadana del mundo, Rosita no se va, se queda por siempre en el suelo de la patria que la bautizó y en el pueblo que la adorará siempre.

No se le dice adiós, sino ¡Hello, Rosi!

 

Foto de portada / EFE

Tomado del espacio “Rosita en la Memoria Popular, Portal Cubaescena.