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DamasDanza(s) Lilliam Chacón, Cuba

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Bailarina, maestra, Doctora en Ciencias sobre Arte, Decana y Profesora Titular de la Facultad Arte Danzario, Universidad de las Artes (ISA)

Por Noel Bonilla-Chongo

Réquiem por un sueño: la danza en la “nueva normalidad”

El año transcurrido desde el inicio de la pandemia de la COVID-19 ha sido, ciertamente, el período más difícil experimentado por las generaciones actuales. Enfermedad, pérdidas, confinamiento, temores, cambios de estilos de vida, crisis económica, política y social, incertidumbre, desasosiego. Todo ello, nuestros cuerpos y nuestra psiquis han debido enfrentarlo.

Sin embargo, en el campo del saber relacionado al arte danzario, la COVID-19 nos ha concedido el tiempo –antes ocupado por las obligaciones de la aplastante cotidianeidad para estudiar y profundizar en aquellos contenidos teóricos e históricos que han acompañado al cuerpo danzante. Esa posibilidad nos ha permitido establecer un especial vínculo entre colegas, debido a la necesidad de compartir experiencias y construir nuevos modos de hacer, nuevas maneras de enfrentar nuestras ocupaciones profesionales, y de entrenarnos tanto técnica como creativamente; pero también, de colegiar el cómo re-ingeniarnos las opciones para dar continuidad a los procesos creativos y de enseñanza artística; ahí, hemos revalorizado el poder de los medios tecnológicos y las alternativas virtuales. También se han potenciado la ética y el respeto desde la socialización de saberes y haceres; nos hemos organizado y nada nos ha detenido.

Los maestros transitamos de las formas más tradicionales de enseñanza, a la reinvención de otros modos emergentes de hacer, orientamos mejor los procesos en términos de organicidad científica, y sistematizamos cuestiones que, debido a las complejidades teórico-prácticas de la danza, en otras circunstancias de vida jamás hubieran llegado a tales resultados.

Los profesores han descubierto otras zonas de desarrollo teórico, metodológico, práctico, de evaluación, artística, y han creado nuevas redes entre los saberes concomitantes, para hacer y ver la enseñanza de la danza como proceso de integración holística. Se han ideado y creado cursos semipresenciales, para potenciar el posgrado. Ha primado la flexibilidad y, sin embargo, ha aumentado la exigencia científica y, sobre todo, creativa. Gracias a ello, después de la COVID-19, muchas cuestiones docentes e investigativas quedarán mejor organizadas.

Indudablemente, el proceso de enseñanza y aprendizaje ha tenido que repensarse, ir a lo esencial, buscar lo más significativo de los núcleos de las diversas disciplinas y asignaturas, para tratar de convivir con el necesario aislamiento y la docencia a distancia. Se intensifica el estudio individual por parte de los estudiantes, quienes han alcanzado una independencia investigativa que tributará a su futura vida profesional, como un valor académico incorporado. Más, en el caso de la danza, el esfuerzo ha sido doble, porque ese estudio, esa investigación, han tenido que definirse en dos direcciones: desde lo teórico y desde la observación mediatizada por los medios de comunicación masiva, siempre con el cuerpo como centro de la investigación/creación. El distanciamiento físico –nunca social- y la soledad, han sido pautas a vencer para salvaguardar y potenciar la creatividad.

Resulta incuestionable la existencia de esas lecciones forzosas, que han logrado diversificar nuestro hacer profesional y que, sin dudas, quedarán como aprendizajes para la vida futura. Pero ello no mengua los efectos que sobre la comunidad danzaria ha ejercido esta pandemia. La necesaria virtualidad ha absorbido nuestras vidas.

La comunicación danzaria a través de las redes sociales y las más diversas plataformas digitales, se ha convertido en un nuevo modo de socialización artística, en otra manera de mantener viva la creación, de conectarnos con aquellos profesionales y públicos que antes poblaban salas de teatro, salones de ensayo y centros educacionales. Ha sido nuestra “tabla de salvación” en medio de un tsunami que ha desajustado la existencia humana, y nos ha colocado como pescadores del océano dancístico. Sin desmerecer su valía como puente conector entre orillas artísticas -distantes y necesitadas-, merece la pena plantearnos algunas interrogantes que, en nuestro afán de subsistencia creativa, tal vez soslayamos.

Puede que el primer punto nos conduzca al análisis del alcance de esa pretendidamente “masiva” virtualidad. ¿Acaso todos tienen acceso a ella? ¿Qué porciento del público acostumbrado a consumir espectáculos sobre las tablas, ha quedado al margen de los nuevos modos de exhibición, ya sea por no poseer los recursos o por no pertenecer quizás a la denominada generación nativo-tecnológica?

Otro aspecto que merece reflexión, es el valor -tal vez excesivo- que se le ha otorgado a la creación para su publicación en las redes sociales; asimismo, una gran mayoría -aclaro, no siempre especialistas en la materia- ha tenido la oportunidad de subir cuantas coreografías y métodos de entrenamiento considere pertinentes.

¿Pero todo a lo que se le da like posee una verdadera calidad artística? ¿En ocasiones no se da un like por solidaridad, por moda, por compromiso? ¿Qué repercusión, a mediano y largo plazo, tendrá ello en el proceso de aprendizaje, creación y recepción artísticos?

Sí, nos hemos repensado y somos conscientes que el uso que las actuales circunstancias han impuesto, certifican que la tecnología llegó para quedarse, hecho aplaudido. Pero no olvidemos que la danza es un hecho colectivo desde la antigüedad; un “entre dos” -el que hace y el que observa-; un “entre tres” -el que compone, el que interpreta y el que observa-; un “entre cuatro” –el entrenador, el coreógrafo, el intérprete y el espectador. Todos son modos colectivos de hacer, de construir.

Desde el siglo XVII, el maestro de ballet fue un personaje importante en la corte de Luis XIV, y lo es hasta el día de hoy. ¿Cómo corregir nuestras fallas, no descuidar las buenas posturas, el buen hacer técnico? Sin la figura del maestro/entrenador, ello es en la danza casi un imposible.

Instituciones especializadas y bibliotecas se han abierto de manera gratuita en las redes, permitiéndonos aprender, re-conocer todo cuanto en materia de estilos, técnicas y escuelas existentes hay. Pero ningún estudio independiente o clase virtual –más allá de su posible excelencia- puede sustituir la retroalimentación que se establece entre los propios estudiantes o bailarines, así como entre ellos y su entrenador.

La tentativa de reinventar el espacio tradicional, hace emerger nuevas problemáticas en el acto performativo de enseñanza y/o entrenamiento. El reajuste de cocinas, salas y azoteas para imitar improvisados salones o estudios, es un intento no solo de hallar alternativas al tabloncillo, sino de reproducir las mismas metodologías pedagógicas a través de las opciones que brinda habitar en la net, pero sin tener en cuenta -en muchas ocasiones el radical cambio de contexto y de objetivas potencialidades físicas de cada espacio. Nos preguntamos, entonces, ¿qué entrenamientos serían realmente convenientes desde y en la virtualidad?

Habrá que pensar en la eficacia de las nuevas rutinas de ejercicios, cuando la presencialidad se haga nuevamente habitual. ¿Cómo recuperar elasticidad, flexibilidad, equilibrio, coordinación, fuerza, resistencia, desenvolvimiento espacial y grupal en el menor tiempo posible? ¿Será nuestro cuerpo el mismo? ¿Habremos conservado intactas las sensorialidades expresivas?

Frente a la contingencia, se ha privilegiado el “solo” como estructura coreográfica.

¿Requerirá ese hacer de hoy, de otras modalidades de ejercitación para el mañana? ¿Se precisarán otros modos de poner el cuerpo en forma técnica, teniendo en cuenta la verdadera preparación física que ha logrado el bailarín en solitario?

Ante los retos del presente, le preguntamos a la Historia de la Danza para encontrar posibles soluciones y alternativas, en situaciones como las que debió generar la gripe española tras la I Guerra Mundial. Pero… ¿habrán registrado las crónicas de principios del siglo XX, cómo los creadores de la danza superaron similares restricciones durante y después de la gripe española de 1918-1919?

¿Cómo sobrevivieron aquellos ballets rusos que desandaban el mundo, crecían y se legitimaban en un medio también pospandémico?

Todo ello nos conduce a otro camino de análisis al interior del tema. ¿Cómo se vive la danza contemporánea -y la danza toda- en estos tiempos de distanciamiento físico, cuarentenas, toques de queda, cierres de espacios públicos y privados, y de implantación de un sinfín de medidas tomadas para evitar el contagio por Coronavirus?

Las experiencias resultan disímiles. Pero hay algo que resulta común a todas, y es el hecho de que se han desdibujado con mayor nitidez las fronteras entre lo público y lo privado.

La abarrotada clase online de ballet que imparte Tamara Rojo desde su casa en Londres, por ejemplo, nos permite ver no solo a la bailarina en acción y recibir sus lecciones e instrucciones para un adecuado entrenamiento desde el hogar, sino también acceder a una porción del ambiente íntimo donde su vida se desarrolla. El improvisado “estudio” en su cocina, pudiera insuflar en nuestra psiquis la idea de humanización positiva del personaje del bailarín, de acercamiento fraternal del público o de los discípulos, a la figura cuasi etérea y de ensoñación que antes admirábamos en un escenario. Más, si bien ello es cierto, también lo es el hecho de que verla rodeada de sartenes y cacerolas rompe ese influjo mágico, el aura que solo el ambiente de un teatro (tradicional o no) provoca.

Ese “tender puentes a toda costa” nos sumerge en una extraña sensación de cotidianeidad, donde la forzosa exposición de lo privado crea una suerte de dimensión intermedia. Se produce entonces un efecto de distanciamiento brechtiano, donde la ruptura de la cuarta pared -a través de la “natural mostración” del ámbito privado-, resquebraja el proceso de impacto espectatorial ante un arabesque, o incluso ante la más grandilocuente pirouette.

Al mismo tiempo, se produce otro tipo de extrañamiento, incluido en los espacios donde los espectáculos danzarios han retomado su ritmo. En algunos países, incluido Cuba, ya las compañías han podido reunirse a ensayar, pero con limitaciones y medidas relacionadas con la situación epidemiológica. A pesar del retorno a cierta “normalidad”, esta situación ha marcado la vida y el quehacer artístico de coreógrafos y bailarines.

Mar Aguiló, bailarina y coreógrafa de la española Compañía Nacional de Danza, argumenta cuán difícil fue montar junto a Pino Alosa y al propio director de la compañía, Joaquín de Luz, el espectáculo Arriaga. Comenzaron a concebirlo desde el confinamiento, por vías digitales y, una vez que la situación lo permitió, volvieron a la sala de ensayo, pero con cientos de medidas de salud -PCR cada 15 días, limitaciones espaciales, reconfiguración de estilos coreográficos, etc.

Ver a los bailarines ensayar con mascarillas resultó raro y en mí, que estaba creando la pieza, se producía una desconexión al no poder verles sus rostros, que también deben bailar. […] El pensar que los cuerpos de los 20 bailarines no podían tocarse, me marcó mucho el material coreográfico.”

Estas experiencias foráneas de la llamada “nueva normalidad”, nos incitan a pensar en el qué pasará en la era post-COVID-19. Cómo enfrentaremos el pas de deux, los bailes populares cubanos: sus ruedas de casino, “¡las manos p’arriba!” hasta mezclar sudores desconocidos, la proximidad del cuerpo en “guachineo” de frente a la orquesta, el cuerpo a cuerpo de la danza contemporánea. Formas de danzas que, en su propia cosmogonía corpórea, en su morfología funcional, llevan implícitos la complicidad de los sujetos, la solidaridad, la empatía, la transpiración y olores compartidos.

¿Cómo retomar la polirritmia de los cuerpos fusionados en movimiento?

A lo largo de este año de pandemia, han sido publicados muchos artículos, reflexiones y experiencias sobre danza y COVID-19; pero, creo que se ha privilegiado el componente social y los compromisos ideológicos, valdría la pena regresar a la carne, al cuerpo. Ellos se han quedado algo rezagados en términos de posicionamientos teóricos de frente a la técnica, último y primer fin expresivo en la enseñanza académica de la danza.

Decía Martha Graham que la danza es el lenguaje oculto del alma. Pero es también, sin lugar a dudas, el lenguaje ostensible del cuerpo del danzante. De ahí la tendencia contemporánea de concebir el estudio del cuerpo en movimiento, como un camino posible y necesario para describir, y valorar críticamente el uso contextualizado de las estructuras sígnicas visuales y auditivas, creadas a partir del movimiento del cuerpo, en relación y diálogo con los códigos de cada contexto; en este caso, hablamos de un cuerpo confinado. Pero no se trata de un cuerpo solitario y aislado únicamente. Se trata de penetrar en esas otras energías que la danza emana desde la visceralidad, que hoy supone otra manera de entender al cuerpo.

El movimiento de los cuerpos, su necesaria simbiosis -esa que no siempre se logra desde el distanciamiento físico, ni desde las interacciones dancísticas virtuales-, ha de erigirse como un elemento primordial. Han de ponderarse las connotaciones conceptuales de ese lenguaje no verbal -el de la sintaxis corporal-, lo cual ampliaría la lectura que se haga del producto danzario. Solo así podremos estimar, en su justa medida, el valor del código kinésico y perpetuarlo en el tiempo y en la historia, ahora también marcada por la pandemia.

Ni la técnica ni la circunstancia coyuntural de vida -como la de esta pandemia-, han de poner límites creativos o intelectuales, sino todo lo contrario: han de ser sostén indispensable para la emancipación del cuerpo, puesto que ya se instauran en la memoria de lo corpóreo estas marcas relacionales. ¿Cómo hacerlo en solitario? ¿De qué manera lograrlo sin la relación con el “otro” danzante? Imposible de imaginar en otro contexto.

La institución Danza surgió como una necesidad de socialización “otra”, donde cualquier barrera de comunicación verbal, quedaba opacada ante la omnipresente fuerza espiritual y energética de los cuerpos en movimiento. De ahí que, aunque se haya academizado y alcanzado una dimensión artística en el escenario, el foco continúa siendo inherente al ser humano. Y en ese foco simbólico – aunque el acto danzario tenga lugar en el más académico de los recintos- no hay espacio para el distanciamiento físico, porque su propia naturaleza fusiona el microespacio y el macroespacio de los cuerpos en movimiento.

De modo que las piezas filmadas en solitario, los tráiler, documentales, video-danzas y otros productos audiovisuales distribuidos a través de las más disímiles plataformas, no pueden sustituir la corporalidad experiencial del escenario, del salón de ensayo, o de cualquier otro espacio de confluencia bailarín/bailarín, bailarín/entrenador/coreógrafo, o bailarín/público.