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Verónica Lynn, a veinte años de un Premio Nacional

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Por Norge Espinosa Mendoza

Los que estuvimos en la sala Llauradó, en la tarde del 22 de enero de 2003, seguramente recordaremos que apenas se cabía en aquel espacio. Como prueba de que las buenas intenciones no siempre son portadoras de la idea más funcional, se quiso hacer allí la entrega del Premio Nacional de Teatro correspondiente a ese año, y eso, que sin dudas era un punto a favor de la inminente apertura de la salita creada a instancias de Raquel Revuelta en el patio de la Casona de Línea, resultó sin embargo insuficiente ante el cariño y el respeto que los ganadores de esa edición del lauro más importante de nuestras artes escénicas habían acumulado durante largas décadas de trabajo. Verónica Lynn y José Antonio Rodríguez eran los ganadores en dicha ocasión, y ya se puede imaginar cualquier lector cuántas personas, amigos, colegas o admiradores, quisieran estar cerca de ambos en esa jornada, para aplaudirles y agradecerles por todo lo que les había hecho llegar hasta la premiación de aquella tarde.

La ceremonia estuvo dirigida por Nelson Dorr, y conducida por dos jóvenes actores que en ese momento estaban en un punto máximo de popularidad. El público, sencillamente, no cabía en la LLauradó. Por fin empezó la ceremonia, se leyeron los elogios, vinieron los aplausos, y Dorr, en un gesto muy suyo, quiso cerrar el acto con los acordes de la Oda a la Alegría. Pasado el fervor de ese instante, hoy la anécdota cobra otra intensidad cuando se piensa que a veinte años de aquel momento, Verónica Lynn está de nuevo en las tablas, protagonizando un montaje, como si esos veinte años le hubieran servido no para solazarse en elogios y premios, sino para seguir adelante por encima de obstáculos y contingencias.

Ha vuelto a las tablas con Frijoles colorados, estrenada hace un par de meses, y que ahora vuelve a la sala El Sótano, donde la presentó, y seguirá hasta todo septiembre. La pieza de Cristina Rebull es una suerte de filigrana que retoma pasajes del teatro del absurdo (que tuvo su visibilidad mayor a mediados de los años 50 entre nosotros, justo cuando Verónica Lynn daba sus primeros pasos en el ámbito teatral).

Nacida en Pinar del Río, era en ese entonces una joven aspirante a actriz, que incursionó en la televisión y fue haciéndose a sí misma, poco a poco, de la mano de Erick Santamaría y otros directores que confiaron en su talento y en algo que jamás le ha faltado: sentido del rigor en la preparación antes de salir a escena, estudio profundo de sus personajes, y un análisis crítico que le ha sido siempre puntual y eficaz. En poco tiempo, estuvo lista para una de esas proezas que hacen una carrera, si se consiguen, o la destruyen, si se fracasa en el empeño. Y en 1962, con pocos meses de diferencia, de la mano de Adolfo de Luis y Humberto Arenal, dejó su huella indeleble en la imagen que desde entonces tenemos no de uno, sino de dos roles esenciales de la dramaturgia cubana: Santa Camila de La Habana Vieja, en la obra de José Ramón Brene; y la Luz Marina de Aire frío, la pieza mayor de Virgilio Piñera.

Ya he escrito en otras oportunidades lo que tal hazaña significa, y lo han hecho también muchos otros estudiosos. Verónica Lynn es una de esas actrices para las cuales la comodidad y otros puntos fáciles en los que se han adormilado otras y otros parece no ser excusa. Antes de cerrar la década, se anotó otro logro, estrenando en Cuba ¿Quién le teme a Virginia Woolf?, la demoledora pieza de Albee, de la mano de Rolando Ferrer. Tuvo entonces que apurar sus recursos, porque debió entrar a los ensayos sustituyendo a otra notable actriz que enfermó y ya no pudo representar a la despiadada Martha. Y dio una nota excelente también con esa caracterización, tras la cual estaban ya los años de trabajo con esos directores y con otros, como Francisco Morín, quien siempre dijo de ella que era “muy estudiosa”.

En los años 70, junto a su esposo Pedro Álvarez, y tras el cambio de normas laborales que separaron de modo absurdo a los actores de la radio, la televisión, el teatro, etcétera, Verónica Lynn se concentra en la televisión, volviendo a ese medio en el que inicia su carrera. Vienen novelas, teleteatros, dramatizados, siempre demostrando que ella era capaz de no desentonar, ya fuera en roles provenientes de las grandes novelas universales o en piezas creadas específicamente para el medio. También hizo radio, mientras el cine parecía rehuirla. Una breve aparición, fugaz, en Historia de una pelea cubana contra los demonios, es un ejemplo de cómo se mantenían sobre ella e intérpretes formados en algunas de las salitas teatrales de los años 50, un recelo que tardaría en romperse.

Ella siempre ha sabido esperar, y sospecho que de ahí viene la fuerza que la acompaña aún hoy a sus asombrosos 92 años, cuando sube a escena para dar vida a Matilde, la alucinada mujer que encarna en Frijoles colorados.

Volvió a las tablas cuando Santa Camila de La Habana Vieja cumplió 20 años de su estreno, gracias al montaje de Armando Suárez del Villar en Teatro Estudio, y su voz inundó la sala Hubert de Blanck gracias al apoyo que dio Raquel Revuelta a la idea -no en balde en 1962 Rine Leal había descrito su debut en el personaje como “labor orgánica y apasionante”. Los años 80 son los de consagración absoluta, porque en ese momento es elegida para representar la doña Teresa de Sol de Batey, la telenovela cubana que sirvió de respuesta nacional al éxito imparable de La esclava Isaura, y como recordatorio de que fue aquí, en Cuba, que se forjaron los cimientos de la radionovela y la telenovela, tan denostadas a veces bajo la visión estrecha de la cultura que también hemos padecido, la misma que intentó anular de nuestra memoria a cantantes, vedettes, artistas de variedades, como si ello no formara parte de nuestro ADN, de eso que me gusta llamar la historia sentimental de la nación.

La telenovela de Garriga quedó como un referente digno y refrescante del género, y ella se ganó el odio absoluto de los espectadores, por su ejemplar caracterización de la “mala más buena de Cuba”, como reza esa frase feliz que motivó su personaje.

Luego llegó Lejanía, de Jesús Díaz, y el cine al fin la recibió a plenitud, con otros títulos que llegan hasta hoy, pero que no pueden enumerarse sin hablar de su aparición en La bella del Alhambra, la película más hermosa que el cine cubano haya dedicado a nuestra frágil memoria teatral, otra reivindicación de la naturaleza misma de nuestra cultura como gozo, entretenimiento y melodrama, de la mano del querido Enrique Pineda Barnet.

Otras películas, otros papeles teatrales, telenovelas…, han ratificado su dominio de la contención, virtud rara entre nuestros intérpretes, y que ahora mismo, en la retransmisión de Pasión y prejuicio, se nos devuelve junto a un sólido elenco en el que ella, con ese papel de hace tres décadas, convence sin necesitar aires de diva. Cuando se haga el repaso imprescindible, se verá cuán amplio ha sido su rango interpretativo, y qué variada galería de rostros y gestos le debemos.

¿Cómo ha llegado Verónica Lynn a estos 92 años, actuando, dirigiendo, al frente del proyecto Trotamundo, que fundó con Pedro Álvarez, hasta convertirse en la actriz más respetada de Cuba? Sospecho que no creyendo sino en el día de mañana, y entendiendo que el cariño que se le tiene proviene de su entrega sin cortapisas, de su honestidad ante el trabajo, de su fervor y su capacidad para señalar cuándo ella misma cree que estuvo a la altura de lo que se le exigía, o no. Cualquier actriz que haga en cualquier lugar del mundo una nueva incorporación de Santa Camila o Luz Marina, pasa, quiéralo o no, por ella, porque esos personajes, que además representó ante las cámaras de la televisión, encontraron en Verónica Lynn la marca de agua, la esencia, eso que en inglés se llama blueprint, al cual hay que volver para poder reimaginarlos. Un clásico viviente, eso es ella. Y cuando se lo digo, también nos echamos a reír.

Quererla, admirarla, tenerla con nosotros, es un privilegio que en medio de tantas dificultades, alivia y nos mejora, eso que la cultura consigue cuando viene de una raíz verdadera. Y nos recuerda que subirse a escena puede cualquiera, pero que no cualquiera puede alcanzar esa dimensión donde ella, hoy, nos exige más. En Frijoles colorados, pone a correr, en el sentido más lúcido de la palabra, a su compañero de escena, Jorge Luis de Cabo. Ambos son la imagen de una vejez que ha empezado a perder sentido, desprotegida ante fantasmas y carencias, pero salvada por el delirio que en otro tiempo fue memoria, y ahora los empuja de la pesadilla a la alucinación. No se ablandarán nunca esos frijoles colorados, pero ambos terminarán aún dando guerra. La pieza, que estrenó en Cuba Julio César Ramírez con Teatro D´Dos, ha servido ahora para festejar sobre las tablas los 92 años de Verónica Lynn. Pero también, desde la sencillez de su puesta en escena, para hacernos pensar ahora mismo en nuestros mayores, en los ancianos, en la pérdida de un sentido de la vida que va más allá de la edad y de ciertos abandonos materiales.

En enero de este año, fui con ella a Camagüey, como le había prometido, para celebrar en la Jornada Ciudad Teatral su extensa vida de actriz y persona. El pueblo la saludaba con afecto, los estudiantes de teatro la veían como se ve a una suerte de revelación. También ahí hablamos, recordamos anécdotas, y ella repasaba su vida sin falsa nostalgia, sin edulcoración ni demasiados adornos, como quien no necesita alardear de la corona que sabe que ya tiene. No siempre fuimos tan amigos, no siempre estuvimos tan cercanos. Hoy, me resulta imprescindible. Eso pasa con los maestros y maestras de a de veras. Me habló de su empeño por presentar Frijoles colorados, me pidió que escribiera las notas al programa. Uno ya no puede negarle nada, y lo hice como quien devuelve, con gesto humilde, tantos privilegios que ella nos ha regalado.

Hace unos años, cuando Flora Lauten estrenó Éxtasis, su espectáculo sobre Santa Teresa de Jesús, fui al Buendía a verla y redacté una reseña que creo a ella le gustó mucho. Y yo me moría de la vergüenza, porque durante la función yo solo tenía ojos para ella, casi ignorando otros detalles del montaje, pensando en que es la gran sobreviviente de su generación y de pronto estaba de vuelta a las tablas, para salvar al grupo que había fundado en 1986, y demostrando que no había olvidado hacer uso de los resonadores como nadie que yo haya visto en este país. Que me perdone una reina por hablar de otra, pero en la función de Frijoles colorados de este domingo traté de que eso no me pasara. Para disfrutar de su presencia desde el personaje, como dueña y señora de su rol y del tempo del espectáculo, y poder decirle, a la salida, algo más que lo que ya sabemos: que ante su desempeño, uno quisiera deshacerse en una oleada de aplausos.

Por suerte, eso pude hacer, disfrutando de sus recursos desde la máscara de su Matilde, y de las maldades que se permite hacer a su “partenaire” durante la representación. Pero el momento que más me emocionó de todos fue el del prólogo que ambos dan a la puesta, cuando desde el escenario ven entrar a los espectadores y les hablan de la obra que se verá, de sus vidas y anécdotas de veteranos, rememorando aplausos y dificultades, con esa sabiduría y simplicidad que da a la vida todo lo que de ella se aprendió, como quien ha vivido solo para ello, y lo rememora desde la sencillez y la mera transparencia. Ya son veinte años desde que Verónica Lynn tiene su Premio Nacional de Teatro. Y no cabe duda alguna: desde entonces hasta ahora ella ha seguido ganándolo y mereciéndolo a lo largo de cada uno de esos días, hasta el presente.

Foto: Renaldi Cruz