Por Frank Padrón
Un reciente viaje al Uruguay me permitió tomar el pulso a la escena montevideana, una de las más fructíferas y prolíferas en lo que a vida cultural respecta de toda la región. Si bien las extensas y variopintas temporadas en su monumental Teatro Solís -ese templo del arte representado en sus más diversas manifestaciones-, denotan un repertorio amplio y unas puestas con producciones considerables, no queda detrás un tipo de teatro “off”, que en bares, pequeñas salas y asumidos por colectivos jóvenes y alternativos no solo pululan a lo largo y ancho de la ciudad sino que ofrecen resultados bien atendibles.
Más comencemos por lo primero.
La Comedia Nacional, prestigiosa y poderosa compañía con sede justamente en el imponente Coliseo del Centro histórico en Montevideo, presentó Tartufo, un impostor, el clásico de Moliére, en versión y dirección de Natalia Menéndez.
La perspectiva lúdica con que el célebre dramaturgo francés viró como un guante la comedia y el teatro en general mediante el factor sorpresa, la manera irreverente y a la vez efectiva con que focalizara pasiones y sentimientos (sobre todo negativos) ha sido entendida, incorporada y proyectada a la luz de los nuevos tiempos por la directora y su competente equipo.
La hipocresía que generalmente ha sido el signo con que se ha caracterizado la obra, detenta a la vez otros reversos y enveses que sutilmente afloran en esta versión: la lucidez y valentía de las féminas, aun cuando sometidas y subestimadas contra la terquedad del burgués obstinado y obtuso, es uno de los ideologemas que saca a la luz Natalia y su tropa, a la vez que se alejan un tanto de coordenadas sociopolíticas puntuales para discursar de modo más general en torno a los abusos de poder y las correlaciones entre deseo y deber.
No por actualizada y contextualizada el Tartufo montevideano olvida los guiños barrocos (mediante actores que desempeñan más de un rol o la compleja escenografía, que también conecta con una línea constructivista mucho más cercana) y en general nos entrega una puesta ágil, llena de acciones paralelas, con un uso inteligente y creativo de la multiespacialidad, así como actuaciones llenas de matices, con esos desdoblamientos e intercambios que demuestran en todo momento el talento y rigor profesional de Levón (actor que pertenece a la compañía desde 1976, y asume brillantemente tanto el protagónico como el personaje de Don Juan), Diego Arbelo, Claudia Rossi, Roxana Blanco, Alejandra Wolff, Andrés Papaleo entre otros, conducidos por la recia mano directriz de Menéndez.
Como ella misma expresa en el programa de mano, en este Tartufo la puesta juega “con los huecos, las sombras y las alturas, favorecemos la escucha y la fiesta; olemos la noche, buscamos los pliegues, saboreamos los detalles. Quiere ser una aventura esencial, emocional, de humor y seriedad”. Y lo es, amplia, superlativamente, para honra de la Comedia Nacional y el Teatro Solís que mantiene su sala principal siempre llena de un público (no solo uruguayo) agradecido.
Allí mismo, aunque en un espacio más pequeño –una de sus tantas salas menos espaciosas pero igual de cómodas y funcionales- pudo apreciarse otro clásico aunque en una lectura intertextual, posmoderna que se anuncia desde su propio título: Éramos tres hermanas (Jugando con Chéjov), del célebre dramaturgo y teórico español José Sanchiz Sinesterra (¡Ay Carmela!) bajo la dirección del uruguayo Ramiro Perdomo.
El pastiche, las fronteras dentro de la teatralidad, la desdramatización, la revisión de códigos brechtianos y de los signos en la recepción del espectador que han caracterizado los estudios e investigaciones de este director, también se ponen en función de muchos de sus textos fictivos, como es el caso de esta relectura chejoviana donde las tres mujeres en el no tan lejano siglo XIX cuestionaban la vida, la soledad, el (des)amor y el (sin)sentido existencial con una perspectiva clasista, muy rusa pero a la vez con aquella universalidad que hizo de su autor un temprano clásico.
Sinesterra, y con él Ramiro (también docente y versado en la dirección de espectáculos multidisciplinarios donde la música, la danza y el teatro establecen nexos muy ricos) se sumergen dentro de la escena original, la auto-representación, estableciendo y revelando sus tan sutiles nexos, en un ejercicio metateatral de gran interés.
Sin embargo, el resultado queda un tanto por debajo de sus posibilidades dialógicas justamente dentro de esos límites que pretende focalizar y a la vez desmontar. Si bien la dinámica escénica, con un set que amén de los puntos clave del relato dramático (casa, estación, etc.) sugiere un escenario propiamente dicho, los diálogos entre actrices/personajes, las reflexiones que suponen un experimento autoficcional, intertextual en su más amplio sentido, no se explotan ni desarrollan suficientemente.
Quedan sobre todo tres soberanos desempeños (Cristina Machado, Lucía Sommer, Natalia Chiarelli) y lo mucho de Chéjov que sigue alimentando el hipertexto.
Y hablando de clásicos, también la danza se alimenta de la alta escritura: Cervantes y su pieza inmortal. En otro impresionante inmueble dedicado a las artes representadas, el Auditorio Nacional (a pocas cuadras del Solís) se representa con frecuencia El Quijote del Plata, un ballet de la prestigiosa compañía uruguaya del Sodre (BNS), a cuyo el estreno mundial tuve la dicha de asistir en 2018.
Aun con tantos antecedentes en la propia danza (como el de nuestro Ballet Nacional, que partió del original de Petipá-Gorski con la dirección artística de Alicia Alonso y coreografía de Marta García y María Elena Llorente) y en la música (los franceses Maurice Ravel, Claude Debussy , Camille Saint-Saens, Maurice Béjart o los rusos Rimsky Korsakov y Mijaíl Glinka) el Ingenioso Hidalgo sigue motivando acercamientos…e ingeniosos enfoques, como el de la compañía uruguaya a la que aporta su visión la coreógrafa española Blanca Li apoyada en la historia real de su compatriota Arturo Xalambrí,(1888-1975) –experto en Cervantes- y dramaturgia del local Federico Sanguinetti .
Todo comienza ante ese coleccionista agonizando, quien acompañado por sus hijas, escucha todas las noches un pasaje del clásico cervantino, lo que da paso a la representación danzada.
Asistimos aquí a una mixtura creadora, enriquecedora de lenguajes que funden y alternan el ballet clásico y el contemporáneo, el mundo del circo (en especial la acrobacia), el audiovisual, más esa síntesis común a la danza que es el teatro y la música.
Li consigue una integración feliz, donde nada desentona o colisiona; incluso espectadores muy exigentes, amantes del purismo no podrán sentirse estafados con una propuesta donde la elegancia y el rigor predominan. Escenas como los famosos molinos de viento, o la Cueva de Montesinos son ejemplos de ello, y elementos como el vestuario, la exquisita banda sonora, el aprovechamiento espacial o la participaciones tanto de solistas como de cuerpo de baile (de una coherencia aplaudible) aportan méritos al espectáculo, sin olvidar la coreografía propiamente dicha, que exhibe aun con sus mixturas de códigos una coherencia envidiable, y es defendida con rigor por primeros bailarines como el español Damián Torio, los brasileños Gustavo Carvalho y Ciro Mansilla o la uruguaya María Noel Ricetto.
Teatro y danza “en grande” que hablan muy bien del arte representado en la capital uruguaya; a esos otros más pequeños, “de cámara” pero con no pocos valores, nos referiremos en otro acercamiento.
Foto de Portada: Don Quijote del Plata. Posmoderno Ballet del Sodre.