Por Omar Valiño / Fotos Buby
Además de la eterna paradoja del comediante, el teatro certificó en torno al director escénico otra paradoja mucho más reciente. Desde la segunda mitad del siglo XIX y, sobre todo, en los inicios del XX, el director, tal cual lo conocemos hoy, adquirió una relevancia inusitada. Sin su labor no entendemos el desarrollo moderno y contemporáneo del arte teatral ni el tejido vivo de relaciones que se cuece en torno al teatro. He ahí la “nueva” paradoja: demasiada dependencia individual para un arte de esencia y elaboración colectiva.
En la actualidad, sin embargo, dicha preeminencia no ha curado al director de ser un oficio en crisis a nivel mundial, en su noción y en su praxis. Quizás, desde tal coordenada, como placa más profunda, pueda entenderse el difícil camino de la dirección escénica en Cuba en los últimos tiempos.
Con el modo de aquilatar los procesos que brinda el devenir histórico, hoy se puede palpar la extrema organicidad con respecto a sus antecesores de la generación de directores consolidada en los pasados 90. Donde, en un momento, pareció haber solo rupturas, hubo una supra continuidad resultante de una formación muy clara, en primer lugar por el magisterio emanado del orden del sistema teatral y sus factores dominantes. Aquel aprendizaje, en la mayoría de los casos, mezcló el aula académica con el taller vivo de la práctica al interior de los grupos de los viejos maestros.
Son los casos, por remitirme a ejemplos que son ya lugar común, de Carlos Díaz y Raúl Martín con Roberto Blanco/Irrumpe, de Nelda Castillo y Carlos Celdrán con Flora Lauten/Buendía, de Rubén Darío Salazar con René Fernández/Papalote, de Carlos Alberto Cremata con Berta Martínez/Teatro Estudio, de Joel Sáez con Fernando Sáez/Teatro 2 o de Juan González Fife con sus maestros en el Yarey y la EITALC. Aparte de esos binomios directos, ellos, y aun otros como Julio César Ramírez que son todos parte esencial del rostro actual de la escena cubana, asistían además a una sala Hubert de Blanck a ver las puestas de Vicente Revuelta y Berta o los textos de Abelardo Estorino asumidos por él mismo.
No ha sido el panorama formativo de los 2000. Más bien los primeros años de la década transcurrieron bajo la impronta de una recuperación impostergable, dados los considerables deterioros de los 90. De los viejos maestros, en su etapa crepuscular, se vio cada vez menos, entre desapariciones y retiros. Los entonces nuevos directores, arriba mencionados, privilegiaban, como es obvio, sus propias travesías. Con su papel central, la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte también ha tenido que reencontrar caminos y se apresta a reiniciar la carrera de dirección, que se perdió por demasiados años, ahora con el estatuto de estudios posgraduados.
A pesar de todo ello y de otros muchos vectores influyentes, así como de los positivos, unos y otros imposibles de describir aquí, la escena de los 2000 en Cuba, vio surgir con fuerza, en el primer lustro de la década, una inédita promoción de dramaturgos coterráneos pero no coetáneos y, hacia su segunda mitad, una nueva generación de autores. Casi a la par, junto a ellos, entre ellos nace una nueva hornada de directores teatrales cubanos.
Algún lector que sea, a su vez, un espectador enterado de nuestro panorama sospechará que sigo el itinerario evolutivo de los llamados novísimos. Sí y no. A fines de 2008, Ediciones Alarcos publicó Teatro cubano actual. Novísimos dramaturgos cubanos. De ese libro sacaron la etiqueta, gananciosa en tanto siguen persiguiendo, como parte de su estrategia, el ruido publicitario como parte de su quehacer.
Pero lo realmente sustancial que contenía ese volumen, se podría decir que estaba más, casi, fuera de sus páginas. Se trataba, en última instancia, del arribo de una nueva generación al teatro cubano. En un espacio vacío para los más jóvenes, concitaron demasiada atención. Hacía tiempo el movimiento teatral no escuchaba un campanazo generacional. No obstante, lo que poco después se llamó Tubo de Ensayo, funcionó como un imán que atrajo y visibilizó a jóvenes que, a lo largo de toda la isla, se aferraban, a veces a ciegas, a inventarse como directores junto a pequeños núcleos de trabajo. También subrayó, para el conjunto del teatro nacional, la urgente necesidad que teníamos de nuevos directores, capaces de sumar, a través de sus espectáculos, otras visiones artísticas y sociales. Por consiguiente, la no menos perentoria necesidad de trazar estrategias y concitar acciones formativas en función de lograrlo.
Sabía, y lo señalé entonces, que les quedaba por delante “asaltar el cielo” de los escenarios, pues los pensamientos y poéticas en ciernes que se dibujaban en sus textos dramáticos no encontrarían traducciones escénicas adecuadas en las coordenadas de entonces. Se precisaba, como parte del ciclo obligatorio del teatro, de la modernidad hasta acá, una promoción de directores que hiciera suyos textos como aquellos y como tantos otros que exploraban otros paisajes temáticos, otras fabulaciones, otros lenguajes. O que devolviera las piezas de siempre, universales o nuestras, desde imaginarios atravesados por los vectores creativos de la escena contemporánea.
Y han surgido. Si observamos el panorama teatral de la nación, descubriremos unas cuantas firmas nuevas como responsables máximas de los montajes en cartelera. Algunas de ellas consolidan su reputación con cada estreno, otras todavía son desconocidas. Muchas van haciendo camino y tendrán, con el tiempo, las páginas que les acompañen. No me ocuparé de todos, es imposible. Menos aún de aquellos que dan a conocer, en los días que corren, su primer montaje. Y el espacio no me permitirá un retrato profundo de cada uno. Apenas una primera foto colectiva donde pueden adivinarse algunos contornos.