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Un responsable teatro popular: «El tío Francisco y Las Leandras»

Apuntes sobre "El tío Francisco y Las Leandras", espectáculo que resultara la última puesta en escena de la directora Berta Martínez.
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Por Esther Suárez Durán

En apenas unos días la Compañía Teatral Hubert de Blanck arribará a sus treinta años de existencia, la fecha de su fundación estuvo marcada por el estreno de El tío Francisco y Las Leandras, espectáculo que resultara la última puesta en escena de la directora Berta Martínez y posiblemente –y es esta una conjetura— la creación donde, junto a La verbena de la paloma (1989), probara armas para el inicio de una nueva etapa en su trayectoria escénica; probablemente un período de audaces y peculiares relecturas de clásicos en una inusitada clave del más penetrante y culto humor para hablar sobre el gran tema del mejor teatro del mundo: su sociedad y su época.

En celebración de las tres décadas de su estreno le he propuesto a Cubaescena la reedición de este texto, que tiene la cualidad de haber sido escrito tras el proceso de decantación que permite la distancia y en el cual, curiosamente, se hallarán referencias socio-políticas –que tal parecen elaboradas ahora mismo— acerca de nuestro país y nuestro teatro que ponen de manifiesto la reciedumbre de ambos. En realidad, terminábamos el primer semestre de 2006 y tras vencer las ya habituales dificultades por las que atraviesa un arte en vivo, que se realiza en el justo instante en que se produce, llegaba de nuevo a la escena…

 

El tío Francisco y Las Leandras. Dirección Berta Martínez. Foto: Cortesía de la autora.

En un escenario cuyo decorado, con embocadura, candilejas, bambalinas y concha de apuntador, refiere las convenciones escénicas de otra época, la música del legendario “Pichi” preludia el viaje a esa zona de la memoria  evocada tanto por el hombrecito humilde y menudo que custodia las figuras de aquellos cómicos de antaño –dispuestas cual un museo de cera— como por Constantina y Escolástica, dos añosas y aún entusiastas madrileñas.

Es de nuevo la noche de San Antonio y la mismísima ventera de La verbena de la Paloma, la Señá Antonia, reaparece –como parte de los recursos que establecen el nexo entre ambos espectáculos— en tanto los cómicos cobran vida. Una entidad indeterminada, embozada en una capa oscura, entra en escena para condenar, sin más, al pasado que, no obstante, responde defendiendo su lugar, su valía y su huella. Tras la conocida melodía que ha inmortalizado a la calle de Alcalá se deja escuchar la universal Mamá Inés.

Antes, las imágenes del Negrito y la Mulata se han superpuesto a las de Clementina y Escolástica. Ahora, con los compases de la canción de Eliseo Grenet, la Mulata, envuelta en la bata cubana y llevando sobre los hombros una vistosa mantilla, se adueña del espacio hasta que con las últimas notas desaparece mientras, bajo la misma mantilla, emerge una chulapa con gracia y sensualidad semejante.

Apenas han trascurrido veinte minutos y ya han sido presentadas todas las claves sobre las cuales se ha construido el espectáculo. Berta Martínez ha tomado como punto de partida esta comedia musical española  de la cuarta década del siglo XX (1931)  –con libro de Emilio González del Castillo y José Muñoz y música del maestro Francisco Alonso— que contiene elementos del género lírico autóctono a la par que de la revista musical extranjera de su momento y, sobre esta estructura, ha reescrito una versión para actores que denota una elevada dosis de teatralidad a través de su juego con el tiempo, con los géneros teatrales y formas escénicas, con las identidades nacionales y genéricas, de personajes y actores, y con el particular contexto escénico y social de la puesta.

Mediante los recursos del arte el género chico español muestra su hibridez con el bufo cubano –ambos, modelos de teatralidad lírica, de teatro popular proveniente, además, de culturas en diálogo—, mientras se satirizan los estereotipos, las propias convenciones, teorías y paradigmas dramáticos y la estética misma de su puesta en escena. Juego de representaciones, intertextos, apariencias, realidades construidas que  comenta y reflexiona sobre sí a la vez  que se somete a la crítica de la sátira.

En tanto la trama de sostén (la comedia de enredos) transcurre, la revista musical tiene lugar y el discurso que se elabora añade otro tipo de rupturas y disonancias que cooperan en el sostenido aliento paródico.

Las Notas al Programa que la Dirección General ha preparado para este reestreno recuerdan con acierto el peculiar contexto histórico durante el cual fue realizada esta versión. Transcurrían los años más intensos del llamado “período especial”, una de las etapas más complejas en nuestra historia contemporánea, donde la desaparición del campo socialista y el recrudecimiento del bloqueo trajeron como consecuencia la afectación de los niveles alcanzados en el desarrollo económico y social y el endurecimiento de las condiciones de la vida cotidiana, a la par que en el plano de la ideología política la noción de socialismo planteaba la urgencia de una reactualización desde las tradiciones y las circunstancias específicas y la misma supervivencia de la Nación se veía amenazada.

El tío Francisco y Las Leandras, espectáculo que resultara la última puesta en escena de la directora Berta Martínez. Foto: Cortesía de la autora.

En este difícil panorama económico la existencia del arte teatral, su posibilidad, también se vio en peligro. La respuesta de los teatristas no se hizo esperar, de su contundencia da testimonio un significativo grupo de espectáculos no por casualidad todos transidos por el humor en sus infinitas variantes –la ironía, la sátira y nuestro peculiar choteo entre ellas— y el realce de la identidad nacional. Todas esas obras brindaron a nuestros coterráneos visiones y formas de reflexión, comprensión y asunción de la realidad en que nos hallábamos involucrados. El humor responsable y la emoción nos reafirmaron y fortalecieron como comunidad humana. Entre las primeras de esas visiones –desde el punto de vista cronológico— se halla este espectáculo que el público premió con su acogida desde el primer momento  y que llegó a alcanzar, en aquella dura etapa de enormes restricciones de toda índole, más de cincuenta funciones seguidas a teatro repleto.

A la situación general del país antes referida añadían los entonces miembros de este colectivo teatral sus primeros pasos como tal, puesto que del último cisma operado en el seno del legendario grupo Teatro Estudio emergía una nueva agrupación.

Esta circunstancia, entre otras, es la que dota de simbolismo esta nueva temporada. Henos aquí, quince años más tarde, leyendo en escena nuestra historia más reciente cada vez que ese inefable personaje de la Señá Antonia interviene para informar al respetable que gracias a los “trapitos” que tenía en su haber la compañía se han podido confeccionar los trajes o para preguntar al público si la ha pasado bien y advertirle que luego, de regreso a casa, tendrá que vérselas con la escasez del transporte.

Noche de peculiar emotividad la que inauguró estas jornadas, el pasado sábado 17 de junio, cuando una vez más subieron a escena varios de los integrantes del reparto original: Miriam Learra, Carmen Florián, Nancy Rodríguez, Pedro Díaz Ramos, María Elena Soteras…

Carmen de nuevo nos divierte con su simpática Teresita y su inolvidable interpretación de “Clara Bow”, María Elena protagoniza la trama y lleva el peso de las canciones (además de la asistencia de dirección y la dirección musical), Pedro y Nancy vuelven a hacer gala de impecable oficio, mientras Miriam, esa entrañable actriz y ser humano que es Miriam Learra, nos deleita otra vez con su “Pichi” y nos sorprende y conmueve con este hombrecito humilde del sombrero hongo.

La Compañía Teatral Hubert de Blanck cumple 30 años de fundada en 2021.

Junto a ellos otros nombres de primera línea. Amada Morado toma el reto de probarse en el género y se desdobla en una Señá Antonia arrolladora e irreverente y una Manuela que no descuida ni uno solo de sus ángulos, de las cuales puede sentirse satisfecha. Roberto Gacio regresa, ahora como actor invitado, al escenario de su juventud y sus descubrimientos, y su presencia en cada escena es garantía de profesionalidad y entrega. Completan este reparto las jóvenes figuras con su imprescindible aliento, sin que sea posible establecer distingos en cuanto a la calidad de sus labores respecto a los más experimentados. Excelentes resultan los personajes de Leandro, Fermina, el Gallego que desempeñan respectivamente Kelvis Sorita, Galia González y Fabricio Hernández. Digno de elogio es el trabajo de Juan Carlos García quien tiene a su cargo tres personajes: el vejete Don Cosme, el pueblerino Casildo, y la graciosísima solista del número de las viudas.

Un lance imprevisto hizo que a última hora Marcela García tuviera que asumir el Oficial de Marina, inicialmente pensado para un actor. No obstante, el hecho añade una nueva ocasión para el juego de identidades.

La presencia de las nuevas generaciones en escena se ve coronada por la impresionante intervención de Marlon Pijuán, actor de La colmenita, en el papel de Negrito; posiblemente el más joven entre su extensa y legendaria prosapia.

La banda sonora con los arreglos y las interpretaciones de los diversos números musicales exhibe el sello primoroso de ese invaluable músico que es Juanito Piñera. El elenco se desempeña con decoro en las corales, a pesar de no poseer formación ni el suficiente y adecuado entrenamiento musical (una de las grandes carencias de muchos de nuestros actores.) Algunos de los que atesoran mayores recursos asumen las faenas de solistas o se encargan de los dúos y, aunque se cuente explícitamente con la complicidad y condescendencia del público, no es menos cierto que se añora el virtuosismo (dentro de los confines del género) con que se nos han dado a conocer estas canciones.

La luz recrea el diseño original de esa gran artista que fue Saskia Cruz mediante una cuidadosa labor de rescate, realizada por la propia directora en calidad de homenaje póstumo, y tiene un especial lenguaje que nos remonta a una época pretérita en el universo de la imagen al ocultar los desplazamientos de los intérpretes en el espacio para ofertar una visualidad fragmentada, discontinua que refiere los primeros momentos del cinematógrafo.

El cierre del espectáculo con el fin de fiesta por toda la compañía se desarrolla al compás del tango congo, con los colores patrios inundando el aire y un público puesto de pie que sigue el ritmo con sus palmadas para, de inmediato, ovacionar regocijado y agradecido este teatro que nos sonríe y reconcilia desde la imagen de nosotros mismos.

Teatro nacional y popular –la ambigüedad y veleidad con que se emplean en ocasiones las categorías me obligan a precisar— por su contenido y su orientación. Escena que alude al imaginario compartido y cuenta con la complicidad del público; que toma riesgos, en diversos planos, responsablemente, sin concesiones en ningún terreno.

 

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