Por Esther Suárez Durán
Uno va al teatro a encontrar vida. Pero si no hay diferencia entre la vida de afuera y la vida dentro del teatro, el teatro entonces no tiene sentido (…) Pero si aceptamos que la vida en el teatro es más visible, más vívida que la de afuera, podemos ver que se trata de lo mismo, y al mismo tiempo de algo diferente. Agreguemos algo más específico. La vida en el teatro es más legible y más intensa porque es más concentrada.
Peter Brook
El diario de Anna Frank. Apnea del tiempo, espectáculo que presenta Ludi Teatro por estos días, tiene múltiples coordenadas referenciales; sin duda, la cardinal y más profunda los testimonios entregados al futuro (El diario de Anna Frank, traducido a más de 70 lenguas) por una adolescente judía, víctima del Holocausto, durante los dos años que hubo de vivir oculta junto a su familia y cuatro personas más en las habitaciones traseras – y desconocidas para los ajenos— de una edificación en Ámsterdam, a merced de la solidaridad de unos escasos conocidos.
Sobre este fresco se teje la primera versión dramática realizada por la pareja de reconocidos dramaturgos y guionistas Frances Goodrich y Albert Hackett, en 1955, que les valiera el Premio Pulitzer para la categoría de Drama en el año subsiguiente. A pesar de que sobre el original se realizaron en fechas más recientes otras versiones para la escena (Wendy Kesselman, 1997; Leon de Winter y Jessica Durlacher, 2014), es este primer texto el que concierne a la versión dramática que entregara la escritora Agnieska Hernández Díaz al director Miguel Abreu, principal inspirador de la experiencia. Las otras referencias son contextuales: el aislamiento, sensación permanente de peligro, limitaciones y escaseces de diversa índole, solidaridad e insolidaridad de diversos grupos humanos integran algunos de los rasgos que acompañaron y caracterizaron la pandemia que, desde inicios de marzo del 2020, hemos padecido en la Isla. De este modo, las situaciones vivenciadas por la adolescente plena de energía Anna Frank y las contradicciones con su madre encuentran una nueva caja de resonancia en las vivencias y secuelas de estos otros acontecimientos.
Por supuesto, teatro al fin, traicionaría su naturaleza de arte vivo, hecho para consumirse ahora mismo, mientras se produce, en comunidad con sus públicos, con lecturas de textos y subtextos que se intercambian y potencian entre escena y espectadores si ignorara otros rasgos contextuales de la época, contradicciones vivas que nos estremecen: entre ellas, los jóvenes que se nos hacen seres maduros entre las manos con otros discursos y las visiones y apetencias propias de sus generaciones, los jóvenes que desean otro paisaje que el árbol mil veces visto que saluda a Anna más allá de la única ventana, los jóvenes que emigran cual aves en bandadas.
En todo texto literario existe una estructura, es también el caso del texto para la escena, pero lo que sucede en este caso es que, aunque algunos entiendan lo contrario, todavía dicho texto no ha asumido todo su potencial dramático, tal será brindado (o no) por las operaciones que, a partir de él, realice el resto de los creadores comprometidos con la realización del espectáculo. Se trata aquí de hallar “la forma”, que no resulta única ni mucho menos será invariable a lo largo del tiempo, pero que necesita ser definida.
De este modo, sobre una partitura en clave dramática ha levantado Miguel Abreu, como director general y artístico de su agrupación, y su equipo de imprescindibles colaboradores un discurso con la densidad necesaria para potenciar las esencias y códigos originales y hacernos parte de eso que reconocemos, con gozo y gratitud, como el hecho teatral. Adecuado uso del espacio, un espacio en principio “vacío”, para que el espectador lo llene con su pensamiento, emociones, imaginación; oportuna selección del reparto, buen desempeño de todos los intérpretes y la inclusión de la música; puesta en música dramática, elaborada de acuerdo a las esencias de la obra y los propósitos que se persiguen con sus públicos.
El adecuado espesor del espectáculo, su inserción tanto en la historia teatral occidental como en la propia me hizo evocar el teatro brechtiano, las lecciones de Peter Brook acerca de la música en el teatro, sobre las cuales volveré, los escritos de Simone de Beauvoir, las curiosas metáforas escénicas de Carlos Díaz, las declaraciones de Alberto Pedro sobre ese tipo particular de “conspiración” que es el teatro, junto a las imágenes finales irradiantes de La cuarta pared (Victor Varela, Teatro del Obstáculo, 1988) que, tal vez sin proponérselo, quizás inmersos en la misma corriente subterránea de sentido y expresión, “citan” las dos jóvenes figuras en su desnudez al cierre de la puesta.
En sus escritos, la mayoría producto de talleres, Brook realiza ciertas consideraciones sobre la música en el teatro. Lo hace justamente cuando expone la diferencia entre teatro y vida y apela a esa compresión del tiempo que debemos hacer en el teatro y que intensifica la energía. Ello crea nexos poderosos con el espectador y, en esta tesitura, alude al empleo de la música en buena parte del teatro popular como recurso para aumentar, precisamente, el nivel de potencia, la comunión entre escena y audiencia.
Por supuesto, no se trata de cualquier composición musical, sino y sobre todo de aquella que asume una forma dramática, que se incorpora al lenguaje propio de la puesta (Brook prefiere por ello a quienes hacen música instrumental y puntualiza: “En el teatro la música sólo existe en relación con las energías en juego en la representación”.)
Ello, que es algo infrecuente entre nosotros, lo ha logrado aquí espléndidamente Miguel Abreu y Llilena Barrientos junto a Nabil Severo con el concurso del resto de los músicos (Jesús Angá y Vida Tamayo) y de los actores, todos con voces afinadas y potentes, logrando corales de magnífica factura y una comunicación que este espacio sin proscenio ni telares, donde el público se ubica a pocos pasos de los intérpretes y en el mismo plano, intensifica.
El diseño de vestuario, de Celia Ledón, que alcanza al exterior de las maletas, así como la delicadeza de su confección por Inalvis Moya y Kirenia Reguera, tiene en mi opinión el don de ser, a la vez, elocuente y ligero, algo que se agradece por el pertinente balance que logra así el conjunto de signos de la puesta. Un hallazgo el concepto y la imagen teatral de la bestia que fue Heydrich, apodado “El carnicero de Praga”, excelentemente interpretado por Claudia Alonso.
De los actores que tuve el privilegio de disfrutar quiero también destacar los desempeños de Arianna Delgado, en la Señora Frank, madre de Anna, actriz toda presencia, con un trabajo meticuloso que recorre muy diversos registros, dueña de una bien dotada voz, y Aimée Despaigne, en el Señor Dusell, con una actuación marcada por la sobriedad y la contención –magistrales– que primero se nos impone y nos atrae con ese no develar de su hieratismo y, luego, nos comparte, con exiguos recursos, la evolución de las relaciones al interior del breve grupo humano.
El programa de manos que Ludi Teatro ha elaborado para la temporada incluye esta cita original de Anna: “Lo que se hace no se puede deshacer, pero se puede prevenir que vuelva a ocurrir”. Sin duda un pensamiento profundo para una adolescente.
Durante una buena parte de la vida uno puede compartir este axioma, entre otras cosas con él justifica las acciones que ejecuta, por ejemplo, en pos de la preservación y la socialización de la memoria. Pero, si se logra vivir un poco más y se es capaz de reflexionar sobre lo que vive, llegado un punto, sobreviene el espanto con respecto a cuan impermeable resulta la conducta humana a la experiencia o de cómo circunstancias determinadas que responden a una misma esencia producen, una vez más, un resultado semejante.
De esto, también nos habla el espectáculo.
Foto de portada: Yasser Exposito