La escena posee el silencio trascendente de los siglos y las obras que pasaron, de las sombras que vuelven…
Por Mauricio Escuela Orozco
Cuando se vive una función, hay emociones que no se pueden registrar para siempre. La fugacidad de la escena se pierde en la magia de los actores, la luz que ilumina el escenario y su contraste con la oscuridad en el público, la sensación de que hemos estado en otro sitio. Y es que el teatro posee la tradicional fuerza de los cultos antiguos, el hálito de vida de los fantasmas que toman cuerpo a través de las sombras y luego se desvanecen.
Ese destino fugaz le espera a toda aquella obra, ya sea mediana o grandiosa, mediocre o genial. Nadie podrá documentar cómo eran las funciones en el teatro isabelino, cómo sonaron los aplausos, qué expresión había en el rostro de Shakespeare mientras contemplaba una función suya.
La muerte física y el tiempo tienden un manto silencioso e implacable. Quedan el patrimonio como recuerdo, los textos, la resonancia histórica. Así sucede siempre, ya que una gran porción del hombre es pura fantasía, imaginación que recrea libérrima los detalles de una ficción, de un hecho, de un éxito.
El teatro cubano hunde sus raíces en lo más hondo de esa tradición. El crítico Rine Leal, por ejemplo, le dedicó al patrimonio artístico largos y útiles ensayos, en los cuales los isleños hallan las marcas de un discurso. Allí fueron a beber teatristas y actores, tras las huellas de otros tiempos.
Resuena, en las páginas del patrimonio dramático cubano, todo lo relacionado con los sucesos de Villanueva, que trajeron el espíritu de la lucha de todo un pueblo, la luz de una nación que por entonces se reafirmaba por encima de formalismos. Y es que la escena también posee la marca de los dolores, de esos partos que traen hijos y épocas, libertades y progresos.
¿Quién pudiera hacer teatro sin conocer la obra de Virgilio Piñera?, sin embargo, resulta imposible acercarse al genio directamente. Solo nos quedan la obra, la sombra, el aliento inmortal. La muerte se lleva lo tangible, dejándonos en medio de la senda perecedera de los días que corren. Para cualquiera que entienda lo absurdo en la cultura y lo quiera escribir, Virgilio es la compañía ideal, el amigo que te habla de tú a tú, que te sorprende en una esquina o en una cola de lo más común, de esas que proliferan en Cuba.
Si Inglaterra tuvo los teatros de madera, las locaciones sencillas de la escena isabelina y los triunfos sonados de grandes de su idioma; Cuba posee las sombras de sus dioses, los mismos que posan tranquilos en los escondrijos de la historia, a la espera de ser vistos, consultados. La conservación del legado del teatro va más allá del ensayo, de la conmemoración, de la puesta en escena, sino que reside en las fibras y la sensibilidad de millones. Se trata del imaginario colectivo atrapado para siempre en un gesto de la cultura.
Por tanto, no es solo recordar, sino traer los fantasmas desde las sombras. Como la escena inicial de Hamlet de Shakespeare, en la cual aparece el alma del difunto rey para desencadenar el drama y la acción.
Siempre hubo en los teatristas esa vocación de sacerdote, de médium, de intermediario entre los mundos. El propio Virgilio Piñera, siendo ateo, sabía de esa posteridad real, a la que se entra inexorable. En las obras del genio cubano podemos apreciar el culto a lo clásico desde lo cotidiano, al pasado desde el presente, al tiempo desde la trascendencia de la obra.
Para la crítica están los retazos de la vida que pasa cuando se apagan las luces del escenario y se vuelve a este plano pedestre. Tocados de responsabilidad yacen los diarios, revistas, escritores. Para ellos el teatro sigue latiendo mucho después, en las horas solitarias y aburridas, cuando nada ocurre, cuando no existen puestas en escena. La cultura no deberá limitarse al momento de su expresión, sino a su longevidad, la cual depende de nosotros, de quienes usamos la palabra como savia y vehículo. Dicen que hace dos siglos en Remedios, ciudad fundacional cubana donde resido, se comenzó a hacer teatro, venían los grupos de saltimbanquis y los actores profesionales y la vida era otra. Ya nada queda, no se documentó lo suficiente.
Para preservarnos debemos amar, indagar nuestro ser, tener la sapiencia humilde de quien se acerca con devoción a las sombras. Perdidos en los tiempos están muchos actores, dramaturgos, que no tuvieron el destino de Virgilio Piñera, de Shakespeare. Aquellos minutos ya no existen, tampoco sus habitantes. La cultura prescinde de recordarlos y el dolor puede dejarnos sin el aliento creativo, sin el impulso. La nada que impone la muerte amenaza con tragarse este preciso instante, en el cual otros tantos actúan, escriben, sin que quede registrado, sin que se conjuguen las sombras.
El teatro transcurre con silencio, mientras las luces se apagan. Los seres grandes y pequeños, con obra mediocre o genial, siguen ahí, en el momento solitario de las lunetas vacías. Tal es su grandeza y su endeblez.
Tomado de la revista digital Cubahora.cu