Por Roberto Pérez León
Buster Keaton, ¡he aquí la poesía pura Paul Valéry!
Salvador Dalí
El dadaísmo no tuvo un programa filosófico ni estético. Fue un acto de rebeldía, un ejercicio de vitalidad creadora, una agitación de la individualidad, un escándalo sonado al extremo de que a André Bretón le movió el piso. El creador del surrealismo sintió la ricura del sabor de la anarquía compositiva y la sazonó más con “automatismo psíquico puro por cuyo medio se intenta expresar verbalmente, por escrito o de cualquier otro modo, el funcionamiento real del pensamiento. Es un dictado del pensamiento, sin la intervención reguladora de la razón, ajeno a toda preocupación estética o moral.” (Manifiesto surrealista, 1924).
El saber estético, íntimo y sensible del surrealismo empezó a cautivar a tirios y troyanos. Surgió así una tabla de salvación para conjeturar determinadas ocurrencias estéticas. Hasta que apareció el poderosísimo posmodernismo con su retahíla de “post” que le dieron la “patá a la lata”.
Entonces ambages, medios, ingeniosidades, golpes, agudezas, ideas, derivaciones, en fin, solo en ocasiones pretendidas ocurrencias estéticas, programaciones vanguardistas trasnochadas empiezan a tener fundamentos en rancias disquisiciones filosóficas o burdas destemplanzas socioculturales.
Desde los célebres consejos de Tristan Tzara en los orígenes del dadaísmo por los inicios del siglo XX todo cambió despampanantemente: agarrar un artículo del periódico, recortar todas las palabras, meterlas en una bolsa, agitarla, sacar una por una las palabras recortadas y en ese orden armar con ellas el poema. Esta acción (¿performance?) haría de uno un “escritor infinitamente original y de una sensibilidad hechizante, aunque incomprendido del vulgo”. De esos poemas está dichosamente llena la Literatura. El surrealismo se nutrió de esos poemas y otras soluciones imaginarias para la creación. Empezamos a saber que entender o no entender una obra de arte no tiene la más mínima importancia si esa obra no nos ha hecho aceptar lo que es cierto porque es imposible (Tertuliano/Lezama).
Federico García Lorca, medularmente poeta, encontró en el surrealismo esencias poetizadoras. Así lo demuestra El paseo de Buster Keaton. Se trata de un texto híbrido en tanto tiene de guion cinematográfico combinado con elementos dramáticos donde existen disparatadas acotaciones metafóricas. Lorca pone en palabras las imágenes keatonianas de la pantalla. Para muestra, detengámonos en la anotación sobre los ojos del personaje de Keaton: “infinitos y tristes, como los de una bestia recién nacida, sueñan lirios…”
En 1925 Lorca escribía junto a otras piezas Diálogo de la bicicleta de Filadelfia, lo que luego sería, probablemente a instancias de Dalí, El paseo de Buster Keaton. A esos textos se refirió en carta a un amigo: “Hago unos diálogos extraños, profundísimos de puro superficiales, que acaban todos ellos en una canción… Ya tengo hechos La doncella el marinero y el estudiante, El loco y la loca, Diálogo de la bicicleta de Filadelfia… Poesía pura, desnuda. Creo que tienen un gran interés. Son más universales que el resto de mi obra”
El memorable actor de cine, sus películas silentes, en blanco y negro encuentran en El paseo de Buster Keaton indescifrables vivencias profundamente teatrales que ahora en La Habana un grupo de jóvenes actores viven con rigor.
Teatro El Público hace la tercera puesta cubana de El paseo de Buster Keaton, antes se había visto a través de la magia del guiñol (Teatro Nacional de Guiñol 1964, por los hermanos Camejo y Pepe Carril; Teatro de Las Estaciones 2014).
En el Trianón de la calle Línea Federico García Lorca y Buster Keaton andan de la mano de Yanier Palmero quien ha ensamblado al poeta y la poiesis cinematográfica de Buster Keaton.
La puesta de El paseo de Buster Keaton no precisa que sigamos una historia. Las causas y los efectos del suceder escénico están hilvanados desde la imantación azarosa de gracias, burlas, esplendores desconcertantes que permiten un zafarrancho de asociaciones solo referenciables desde un automatismo en la percepción de la escritura escénica. En esta puesta tanto desde el punto de vista formal como de contenido las conexiones son rotas por “una causalidad de las excepciones” (Lezama) que se produce en ese puente de lo racional a lo imaginado.
El paseo de Buster Keaton en Teatro El Público deslumbra en la composición de imágenes más que en la presentación de situaciones dramáticas. Estamos ante un ejercicio teatral que puede ser calificado de discurso incomprensible delirantemente maravilloso.
Las actuaciones parecieran regidas por la simplificación de lo absurdo en briosos gestos y mímicas soberanas. Lo teatral acciona desde una lógica cuya incoherencia hace de la puesta un “diálogo tiernísimo” con el público.
El paseo de Buster Keaton es un texto prodigioso por su inmanente evocación ilegible. En Teatro el Público ha sido un punto metamorfósico de inmersión en la poética lorquiana derivada en una diversidad resuelta por la gravitación de la teatralidad operante.
La textura críptica de la obra alcanza coherencia en el pensar y el imaginar lo teatral desde la perspectiva de que cualquier cosa es en sí misma todas las cosas: lo cierto porque es imposible (Vico/Tertuliano/Lezama). De esa conjunción se historian imágenes de potente valor dramatúrgico.
Foto de portada: Yuris Nórido