Teatro El Público en un Yarini sin timidez

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Por Roberto Pérez León

Réquiem por Yarini es un clásico de nuestra dramaturgia. Decir que algo es clásico muchas veces constituye una frase hecha, tácita argumentación que queda varada en eso: “es un clásico”.  Un clásico es lo que no cesa de darnos significados, lo que nos mira incesantemente y nos muestra a nosotros mismos porque nos incluye sin concesiones. Dice Jorge Luis Borges que lo clásico es lo que es capaz de interpretaciones sin término.

Como es así, la puesta que hace El Público de Réquiem por Yarini demuestra que esta obra es un clásico en nuestra dramaturgia. Dos generaciones después de su estreno siguen mirándose en ella, la leen y son leídas a su vez por la obra.

Una obra clásica lo es no porque se signifique así misma, sino porque permite todas las lecturas, admite todas las perspectivas de significación. Clarito y raspado: es lo que tiene mucha tela para cortar. Tanta tela que esta vez es troceada por la mano de uno de los directores de teatro más intrépidos en el orden formal y estilístico de cuantos tenemos en Cuba.

En la pintura cuando nos referirnos a una obra de los grandes decimos “un Amelia”, “un Portocarrero”, “un Lam”, “un Servando”. Pues en el teatro, cuando hablamos de un montaje de El Público, con toda propiedad, podemos decir: “un Carlos Díaz”.

Al ver “un Carlos Díaz” no estamos ante una obra que se enfrenta con su tiempo, que lo adversa, sabe que no puede escapar de ese tiempo, pero a la vez no se consagra ciegamente al presente. “Un Carlos Díaz” no es una nueva propuesta sobre el tiempo que se vive sino la relación entre el creador y su tiempo. Relación que por dialéctica del desarrollo provoca incesantemente fracturas que explicitan incorporaciones a lo contemporáneo.

Cada “Carlos Díaz” tiene la suficiente extensión de hallazgos que suman procedimientos para causas y efectos; y, lo que, es más, engendra sus causas sin el extenso de efectos, con el animismo de resonancias y vibraciones.

Réquiem por Yarini es “un Carlos Díaz” con todas las de la ley del director. La obra es la fulguración plena de la tragedia cubana. La vehemente perpetuación de un mito de absoluto carácter cubano que se teje alrededor de un personaje concreto, con fecha y lugar de nacimiento.

¿Ficción de un mito? Yarini no es un cuento. Yarini es una realidad cultural localizada, cotidiana, inmersa en una también cotidiana realidad surreal regida por dioses controlados por gente que les juega cabeza y les decide los designios. La gente hasta castiga los dioses y los maldice, pero al final la furia de la charada de pasiones desata las poderosas redes de la tragedia.

Este Réquiem por Yarini es tozudamente cubano. Sobrevuela la clásica tragedia griega, pero en su integración y profundización goza de la ventura de lo nuestro.

El personaje Yarini cumple a plenitud con los detalles que le corresponden como héroe clásico: enfrenta encrucijadas, acepta competir, circula por estados anímicos y comportamientos positivos y negativos sin dejar de producir fascinación, transgrede oráculos, se despega de la vida, aunque la ame intensamente y no sabe advertir que es mortal. Hasta que se desata la hamartía, el error trágico definido por Aristóteles.

Réquiem por Yarini cohesiona su teatralidad en orishas y santos, divinidades alentadas por la magia, el erotismo, el amor, el sexo. La obra es todo un ritual impetuoso para contrarrestar los encontronazos con los acontecimientos sociales, políticos y económicos, poderes estos que en el cubano encuentran resistencia en la brujería, la santería y la esperanza de la charada.

Yarini es un personaje que consagra el triángulo dramático de animismo secreto y disponedor. Yarini con toda la connotación machista que tiene se precisa entre dos mujeres. La Santiguera-Ochún y La Jabá-Oyá custodian y definen a Yarini-Changó regido por Ochún y Oyá.

Este Réquiem por Yarini, como todo “un Carlos Díaz” es un monte, un arsenal de poderosas gravitaciones telúricas. Más de dos horas de un espectáculo que no cesa de generar incorporaciones de una visualidad indetenible y de un erotismo sin camuflajes. Ahora bien, como monte tiene la cantidad misteriosa del saber de convivencia y eso hace que en su esplendor de monte borre la visión de los palos enclenques. Porque Réquiem por Yarini padece de pereza actoral.

En el elenco de la función a la que asistí, por las acciones, lo gestual, la corporalidad global como procesos significantes, como funciones que funcionan, destaco las presencias en escena de Fernando Hechevarría y Georbis Martínez.

Réquien por Yarini es una obra logocéntrica por naturaleza. La producción de sentido actoral estará en alcanzar la constitución interna del texto dramático, su materialidad sonora y sus exigencias performativas, su textualidad, encontrar los ritmos y el entramado de significantes que no son solo verbales ni meramente gestuales.

Digo que el montaje padece de pereza actoral no exactamente por flojera sino por desaplicación en algunos empeños actorales. Es posible que lo enfático, como condición de significación para perseguir un fin en sí mismo, sea el objetivo de la dirección de actores o, por otro lado, dejar como estrategia compositiva, al aire de cada actor, la textura de su personaje. Pero en el montaje la retórica sonora en la enunciación verbal y la dimensión expresiva de la corporalidad no me resultan del todo convincente en muchas actuaciones.

Los gestos deben forman parte de las acciones solo que como movimientos de ligeras significaciones porque ellos no son propiamente acciones. El empaque gestual tiñe la actuación de un énfasis y una prosopopeya que desfigura por su afectación. Lo enfático, lo manierista, la oralización y sus ocurrencias corporales pueden generar una dinámica ineficaz que desorganiza la sintáctica de la acción actoral. Y hacer inoperante la productividad de la actuación.

Por supuesto que se logra fuerza dramática en lo ambiguo, la exageración, la artificialidad. Lo camp y lo kitsch pueden ser intensiones en la dirección de actores, pero en este caso los resultados no considero que fueran sostenibles, con la excepción, repito, de Fernando Hechevarría y Georbis Martínez.

La Dama del Velo, personaje que aparece en la serena versión dramatúrgica que para la puesta de El Público que hace Norge Espinosa, es asumida por Fernando Hechavarría con soberana elegancia de lo géstico. Sin esteticismo ni afectaciones alcanza el efecto deseado en un personaje donde la estilización no suprime lo natural, sino que lo acentúa, y de nuevo cito a Brecht.

Fernando Hechevarría es una muestra de sabiduría actoral al teatralizar la forma del gesto a partir de su desnaturalización y en esa rara sofisticación revela la configuración de La Dama del Velo y su valor argumentativo. Quiero declarar que me hubiera encantado ver en la puesta con un deslumbre estelar el momento en que La Dama del Velo y Yarini bailan el danzón La Flauta Mágica.

Por otro lado, tenemos a Georbis Martínez en Lotot, el único rival que se atreve a enfrentar a Alejandro Yarini. Estamos ante una actuación equilibrada sin enfáticas extensiones. Con artesanía organizada y resistente el actor justifica el conocimiento de su personaje sin apoyaturas de impulsivos desvaríos ni tampoco quietudes que fatigan.

Réquiem por Yarini como “un Carlos Díaz” más, ya está en el fiestón de lo teatral entre nosotros.

 

Fotos: Yuris Nórido