Por Roberto Pérez León
Como todo pueblo, tenemos un estilo para bailar, andar, hablar. Si el estilo es el ropaje del pensamiento, entonces podemos decir que poseemos una discursividad ondulatoria, portadora de una coloratura corporal y sonora pulida por las intensidades que otorga la diversidad de la singularidad del contexto sociopolítico latinoamericano.
La cultura es un repositorio en ebullición donde los valores brotan del imaginario colectivo de las asimetrías de la cotidianidad es por ello que el pensamiento identitario cubano siempre será enriquecido epistemológica e ideológicamente.
Por encima de todos los progresos y aportes que Latinoamérica ha hecho a los novísimos estudios culturales, como pretensión epistémica que trata de decodificar y encodificar los ingredientes de un ajiaco tremendo, los cubanos tenemos un lugar significativo.
La tradición crítica que caracteriza a los estudios culturales latinoamericanos tiene en Cuba un antecedente trascendental desde 1949 cuando don Fernando Ortiz publica Contrapunteo cubano del tabaco y del azúcar donde desarrolla un punto de vista heurístico concerniente a la antropología y filosofía de la cultura popular cubana al valorar los cambios e incorporaciones socioculturales que habíamos tenido desde 1500 y hasta 1950.
El sabio cubano, uno de nuestros más lúcidos descubridores, llega a definir lo que denominó como “transculturación”, concepto de radical novedad por la dimensión histórica al abarcar desde el siglo XVI hasta hoy donde continúa su extraordinaria performatividad.
Arguye Don Fernando:
Entendemos que el vocablo «transculturación» expresa mejor las diferentes fases del proceso transitivo de una cultura a otra, porque éste no consiste solamente en adquirir una distinta cultura, que es lo que en rigor indica la voz angloamericana «aculturation», sino que el proceso implica también necesariamente la pérdida o desarraigo de una cultura precedente, lo que pudiera decirse una parcial «desculturación», y además, significa la consiguiente creación de nuevos fenómenos culturales que pudieran denominarse «neoculturación» […] En todo abrazo de culturas sucede lo que en la cópula genética de los individuos: la criatura siempre tiene algo de ambos progenitores, pero también siempre es distinta de cada uno de los dos. En conjunto, el proceso es una «transculturación», y este vocablo comprende todas las fases de su parábola.
El potencial interpretativo de la transculturación signa la lectura que hagamos de cualquier texto cultural entre nosotros, como recipiendario teórico es capaz de asimilar la materialidad y la producción simbólica de nuestra realidad socio-histórica.
La danza es uno de nuestros textos de cultura de mayor magma popular, su hacer está dentro de una poeises generadora de propuestas discursivas portadoras de actuaciones sociales y conformaciones emocionales para las estructuras conductuales.
Por supuesto, per se, la danza no puede ser definida si no es desde la interdisciplinariedad y la transdisciplinariedad que la legitiman como verdadero objeto de estudio; y, desde ahí producir el acercamiento epistemológico correspondiente.
En estos días hemos estado festejando el medio siglo de Súlkary. He visto, al menos, cuatro documentales adjetivadores. Por tanta adjetivación me han resultado tediosos e insuficientes. Sí, Súlkary es un clásico. Pero no se trata adjetivar sino de sustantivar la obra desde el contexto estético donde se estrenó y traerla hasta el actual contexto. Porque Súlkary permite esa estrategia interpretativa puede salir ilesa como texto cultural: he ahí su calidad de clásico.
Súlkary no es un clásico por pertenecer a la historia de la danza nuestra, por ser recordada, por estar en la memoria, por representar la lujosa distinción mítica del negro en la cultura cubana, porque que se trata de una danza inspirada en la corporalidad estatuaria africana, por su sensualidad y erótica, porque es un cántico a la fertilidad y a la fecundidad; tanta abjetivación somete a los valores cognitivos, fundacionales y a la praxis perceptiva; tantos calificativos empantanan el proceso de la estética de la recepción, las lecturas y las concretizaciones a través de las cuales se llega a la producción de sentido social de toda obra de arte.
La percepción de esta obra siempre producirá una experiencia compleja al ser portadora de un conocimiento cultural procedente de lo que los griegos llamaban apeiron, lo indefinido, lo ilimitado, lo que se incorpora por la respiración desinteresada de lo imaginario.
Sí, claro que Súlkary es un clásico. Pero en el sentido que Goethe le otorgaba al término. Lo clásico no es por haber sido constituyente modélico en un pasado concreto sino por su perfección atemporal, por la eficacia y frescura de su manifestación en el presente.
Agradezco a Mercedes Bartutis la observación sobre la sincronía entre Súlkary y el Decálogo del Apocalipsis. Y es que Súlkary se pone en la sala García Lorca un mes después del planificado y abortado estreno del Decálogo que iba a ser, según las invitaciones impresas, el 17 de abril de 1971.
Es decir dos obras definitivas, cada una por razones diferentes, estuvieron montándose a la vez en la misma compañía. Qué interesante sería indagar sobre este suceso dado las connotaciones ideo-estéticas que tanto una como otra han tenido en el desarrollo de nuestra dancística.
Súlkary es un clásico total mientras que el Decálogo no lo es. Aún podemos seguir viendo Súlkary como un acontecimiento de manifestación nada coyuntural y sostenible por su poderío identitario actuante.
El Decálogo, como suceso teatral dancístico, pese a que no se estrenó, significó y tipificó un período de la cultura cubana de graves accidentes ideo-burocráticos; además, como puesta en escena se incorporó a las indagaciones estético-filosóficas del mundo de entonces y pudo habernos posicionado en el mismo centro de la creación danzaría de entonces. Pero montar ahora el Decálogo sería un remake trasnochado.
Tal vez alguno de esos documentales que he visto podría tener una continuación para investigar este aspecto; también se queda sin constatar en las nuevas generaciones la presencia de Súlkary como un clásico y cómo ha podido participar de la contemporaneidad coréutica; además, la música como sistema significante vertebral en Súlkary medió la interpretación y la concepción global de la puesta, pero cómo resultó ese proceso.
Súlkary tiene la fortaleza performatividad para que las nuevas generaciones conozcan de creación de expectativas visuales y sonoras para logar una espectacularidad de soberanía sígnica.
Para muestra de ello tenemos el final de la obra cuando las tres parejas danzantes surcan la diagonal del escenario y por la magia de las luces se produce el agigantamiento de las figuras corporales mientras los tambores batá se arrebatan en una sonoridad electrizante que empuja a los bailarines con un movimiento lento y parecen flotar dentro del ritmo vertiginoso de los cueros.
Las preciosas letanías del intenso lenguaje del movimiento, las energías móviles de la música y el expresionismo corporal se tejen y multiplican el espacio escultórico y hacen palpable “los puntos sucesivos de un flechazo”.
En Súlkary coréuticamente Eduardo Rivero metamorfoseó la gramática de la corporalidad; la calidad energética se carga, sin abordar la ramplona ingenuidad, con la difícil sencillez de las emociones primigenias, primitivas; el coreógrafo concibe no una articulación de planos visuales sino un ensamblaje sin tregua de estructuras con funciones independientes en su gravitación.
Desde esta perspectiva Súlkary contribuye con sabiduría estética a la indagación de la identidad de la cual los cubanos somos portadores pero no como abstracción o banderita folklórica, académica o mercantil sino como parte esencial de nuestra ideología, como algo cognoscible, palpable, sensible al punto de que podemos tocarnos los unos a los otros en el perfomance del pensar y el actuar.
Si hemos tenido un coreógrafo con intuición de las formas de la corporalidad y el cabalístico conocimiento de lo que somos ese el Eduardo Rivero: siempre atinó en la indagación y discernimiento de nuestra más profunda identidad.
La escritura coreográfica de Eduardo Rivero coteja perplejidades entre el pasado y el presente: mímesis, praxis, poética, estética. Cada una de sus obras es una urdimbre de ideocorporalidades.
Eduardo Rivero está entre los que entre nosotros ha creído mucho en el gesto:
Uno de los elementos que caracterizan nuestra identidad es la gestualidad, y casi es un cliché. Todo el mundo habla de la gestualidad, pero ¿qué es la gestualidad? Hay gestos que caracterizan al hombre cubano y sobre todo ese de ponerse las manos o agarrarse los genitales; el pitcher al pitchear, al caminar las calles, en las paradas en la espera de una guagua. O el de la gente cuando habla se expresa con esa gestualidad criolla. Hay un gesto que es inconcebiblemente nuestro y que existe en todo el Caribe, que tiene nombre: para nosotros, las manos en jarras, que está en Súlkary. Y en otras partes del Caribe se llama acombo.
Toda la obra de Eduardo parte de su experiencia como intérprete y como alumno de Ramiro Guerra. Desde su estreno en 1960 ya en el año 1985 Suite Yoruba había sido puesta más de 500 veces y no fue hasta 1991 que Eduardo dejó de bailar el Oggún.
Declara Eduardo:
Mi estilo, si es que así se le puede llamar, es el que aprendí con Ramiro Guerra. El Oggún que yo bailaba en Suite Yoruba está en Okantomí, y más que ahí en Súlkary, el movimiento del torso que aparece en esta obra mía, salió del Oggún del maestro” […] el trabajo del torso que yo desarrollé en Súlkary y demás obras, parte de mi experiencia como intérprete en la Suite Yoruba de Ramiro Guerra.
Si tenemos en cuenta el accionar interpretativo de Eduardo y a la vez su capacidad creativa debemos admitir que el Oggún inicial quedó impregnado de su particular poiesis que luego veríamos en el desarrollo de sus obras coreográficas.
Súlkary tiene una preciosidad y exquisitez en su hechura que Eduardo ha dicho que tuvo por molde el hacer de sus maestros Ramiro Guerra y Elena Noriega.
Eduardo declaró que la relevancia que tiene en Súlkary el trabajo del torso, que es definitivo en la semántica y pragmática de la coréutica de la obra, además “fue inspirada por una de las escenas de Tierra, de Elena Noriega. ¿Quién puede creer eso? ¿Qué lejos está una cosa de la otra?, sin embargo, están hablando de la tierra, y Súlkary que es una danza de exaltación y fertilidad, rememora mucho los zapateos de los maíces de aquella obra.” […] ¿Quién va a pensar que una de las partes de Súlkary está inspirada en los maíces de Tierra?, ese trabajo, ese jeroglífico de los pies de Tierra está en Súlkary.”
La prueba de que la estética de Eduardo Rivero adquirió independencia absoluta la podemos ver en Dúo a Lam. Sabemos que esta obra se la hizo a él mismo como intérprete: “porque consideré que había una serie de matices que yo solamente podría interpretar, porque están en mi mente y en mi cuerpo.”
Dúo a Lam dentro de la obra coreográfica de Eduardo es un súbito que condensa sus plenitudes plásticas.
Mis coreografías son todas muy escultóricas. Me siento inclinado hacia los elementos de las artes plásticas. Mi vocabulario danzario tiene mucho de las líneas que hay en las pinturas y en las esculturas que más me han impresionado. Fíjate, la idea para Tanagras, parece que la tenía desde la época en que montamos en el Conjunto Medea y los negreros, en aquella oportunidad tuvimos que estudiar, todos los que participábamos en la obra, la colección de cerámica griega del Museo Nacional. Las líneas que vi en las tanagras me llamaron mucho la atención. Mira si fue así que al cabo de los años hice una danza inspirado en esas líneas.
Al aborda la intención plástica en sus coreografías dice:
A pesar de que mis coreografías tienen una perspectiva pictórica y escultórica nunca, hasta Dúo a Lam, había hecho una inspirada precisamente en cuadro alguno. La idea empezó cuando Humberto Solás, con el propósito de hacer un documental, me invitó a montar algunas coreografías sobre la obra de Lam. Teniendo ese objetivo me entrevisté con el pintor un día en el Habana Libre, cuando llegué él estaba oyendo la música de Súlkary, conocía parte de mi trabajo coreográfico y me dijo que le gustaban las cosas que hacía. Para mi asombro había encontrado en Súlkary algún parecido con su pintura. Era cierto, hay una parte que casi reproduce coreográficamente uno de sus cuadros. Nunca me habían hecho esa observación. En aquella oportunidad hablamos más de dos horas, me explicó mucho de sus cuadros, donde no había nada por azar, todo en ellos tenía una función. De la conversación salí tan satisfecho que casi de un tirón concebí el Dúo a Lam.
Tuve la oportunidad de bailárselo en su propia casa una noche, la última que pasó entre nosotros, luego partiría hacia París, donde terminó su vida. Luz María Collazo y yo le bailamos el Dúo y cuando ya estábamos comiendo, se quedó como pensativo y nos dijo que le gustaría volverlo a ver, sin pensarlo mucho lo complacimos.
(Agradezco a F. Pajares por permitirme acceder a sus fondos documentales de donde he extraído parte de las citas de Eduardo Rivero)
Foto de Portada: Archivo Cubaescena