Por Frank Padrón
Partiendo del libro Pingueros en La Habana, del investigador y experto en masculinidades Julio César González Pagés –quien funge como asesor del montaje-, el texto de la actriz Liliana Lam (quien también lo llevó a escena) focaliza un fenómeno que irrumpió en la capital en los años 90, impulsado por la crisis económica que generó en el país el llamado Período Especial.
Jóvenes del interior, además de los habaneros, se dedicaron a la prostitución sobre todo con visitantes foráneos con tal de mejorar sus condiciones de vida y en muchos casos, las de sus familias; aunque el “movimiento” no conocía sexo ni orientación –algunos sin ser esencialmente gays ni siquiera bisexuales entraron en ello por las referidas motivaciones- , la diana de la pieza se centra en los hombres.
En consonancia con el alza del turismo internacional, los permisos para adquirir licencias de alquileres de habitaciones o casas por parte de coterráneos (aunque no pocos lo hacían sin aquellas) y las dificultades y carencias que la caída del campo socialista generaron en la sociedad cubana entonces, alentó el amplio grupo conocido popularmente, tal anuncia Pagés desde el título de su investigación, como “pingueros”, en clara referencia al tipo de “trabajo” realizado, mal llamado por muchos, dicho sea y no de paso, “fácil”, como en más de una situación deja en claro la obra.
Kilómetro Cero no juzga ni condena, en una clara perspectiva humana y sociológica; trata de que entendamos, incluso compadezcamos a muchos de estos jóvenes no carentes de legítimos anhelos, de esperanzas en un futuro mejor donde abandonaran lo que deseaban fuera tan solo una inevitable etapa en vidas holladas generalmente por las ausencias, las urgencias, las violencias…
Nos enfrentamos en escena a un tipo de “teatro documental” que ahonda en el fenómeno tanto general como individualmente, huyendo del maniqueísmo y los absolutos. No cabe el blanco y negro en la pesquisa de Julio César, quien no casualmente es uno de los personajes principales nombrado en la ficción con su segundo nombre, en una justa referencialidad que Lam ha erigido con acierto.
El relato escénico se proyecta como un work in progress que nos permite asistir al proceso investigativo de quien desea rasgar el velo de silencio ante una realidad poco estudiada y no siempre conocida, al menos en sus aristas más sutiles y complejas. A nivel teatral quizá solo lo antecede el proyecto BaqueStriBois (BsB), de la Plataforma Experimental Osikán que dirigiera hace varios años José Ramón Hernández, donde se exponían al público testimonios grabados de jóvenes participantes en tal movida, pero con resultados, aunque sugerentes no siempre conseguidos, debido sobre todo a la falta de elaboración del material, con serias dificultades comunicativas por las fallas en el audio y la edición.
La puesta de Liliana Lam (ya había trabajado anteriormente con Pagés en su libro sobre Enriqueta Favez, Por andar vestida de hombre, esa vez también a cargo de la actuación en el unipersonal titulado simplemente con el apellido de la famosa protagonista, precursora ilustre de la transexualidad entre nosotros) combina varios tiempos y giros narrativos; incluso lo propiamente documental no carece de elaboración fictiva y se inserta adecuadamente al relato; en tal sentido, los mejores resultan precisamente aquellos que, como los del guajiro y su novia, gozan de una mayor elaboración dramática; otros, en cambio, se presentan más “puros” y resultan en algunos casos demasiado extensos, incluso acompañados de la misma música lo cual ocasiona ciertas caídas en el ritmo y el fluir del discurso que, fuera de ello, se sigue con entusiasmo y complicidad por parte del público.
También los “comentarios” audiovisuales a cargo del actor Waldo Franco y Raidel Vera, notablemente realizados per se y ejecutados por Mario E. Briño, no siempre se adecuan con la esperada sincronización dramatúrgica al proceso de flash back que propone la pieza, eso sí, notablemente armada en su redondez narrativa, con dosis de suspense incluso, el manejo de esas “cartas” que se guardan y develan para el desenlace, la rica elaboración sicológica de los personajes –tanto principales como secundarios- y las situaciones por las que atraviesan.
A ello contribuyen la escenografía del actor Alberto Corona y Jesús Darío Acosta (también de este último el diseño lumínico, atinado y preciso) el vestuario del elenco actoral y Liliana, todos rubros muy funcionales a las directrices de la(s) historia(s), y por supuesto, el parejo nivel histriónico que logra el grupo de formidables actores quienes aportan vitalidad y energía a sus roles.
Cierto es también que, lo emotivo de no pocas peripecias y escenas concretas, provoca a veces en algunos ciertos énfasis que desbordan un tanto el equilibrio interpretativo, al menos en la función que asistí, pero en general se trata de aplaudibles desempeños, donde destacaría el ajuste tonal de Ray Cruz (César), la variedad de matices y simpatía de Frank Andrés Mora (Clara), la ductilidad de Peter Rojas (Carlos), la fuerza escénica de Alberto Corona (Yunier), la aprehensión lingüística de la zona oriental que trasmiten Daniel Barrera y Amelia Fernández (la pareja “guajira” de Alfre/Estrella) o la entereza gestual y eufónica de Hamlet Paredes (Leo).
Kilómetro Cero anota sin dudas, otro gol en ese arte indagador, reflexivo, elevado a que nos tiene acostumbrados Argos Teatro.