Irán Capote sobresale por ser uno de los directores teatrales pinareños cuyas propuestas creativas son de las más acompañadas por el público vueltabajero
Por Emanuel Gil Milian
Aquello que en principio fue pasión desenfrenada, que parecía un amor sin fronteras, hoy deviene en cosa malsana. Para Leo (Leopold) y Frank, no hay vuelta atrás. Han borrado límites esenciales, perdido los objetivos por los que alguna vez lucharon. Poco a poco sus identidades se degeneran, ingresan con facilidad y salen con dificultad de sucesivas crisis comunicativas, de comprensión. Sin medir consecuencias, se han adentrado en el peligroso sendero de las relaciones de poder ante ambos, de coacción-sumisión. Ya nada puede salvarlos como pareja, porque tampoco hacen nada para salvarse mutuamente. El final nefasto, es inevitable.
Cuando a los 19 años, en 1965, Rainier Welmer Fassbinder (1945-1982), escribe Gotas de agua sobre piedras calientes (Tropfen auf heisse Steine), arrastra consigo, está siendo molido por un mundo tan convulso como el que recrea en su obra, como el que habitan sus personajes primogénitos, Leo y Frank.
Ser testigo de la dolorosa ruptura matrimonial de sus padres, haber sido criado por una madre divorciada. Saberse habitado por una bisexualidad que lo acompañará hasta el último de sus días. La circunstancia de vivir varios amoríos juveniles que despuntaron hacia lo tortuoso. Existir en una Alemania que lo asfixiaba dadas las escisiones morales, políticas del contexto, tendría profundos efectos sobre el dramaturgo alemán.
Motivarían a Fassbinder a utilizar los accidentes de su propia vida, sus preocupaciones más hondas como fertilizante, la materia principal desde la cual edificaría Gotas de agua… Estrenada en el Festival de Teatro de Múnich (1985), de la mano de Klaus Weisse y luego en 2000, llevada a la pantalla grande por François Ozon, en Gotas de agua…, el tema de la diversidad sexual, de la relación homosexual entre Leo y Frank, no es el centro de atención. Algo más complejo le interesa abordar a Fassbinder: mostrar el proceso de destrucción progresiva del amor en la pareja, en este caso, la de Leo y Frank.
Un tema que el Fassbinder teatral abordaría en ocasiones y diferentes grados de profundidad- junto a otros tópicos como el deseo tortuoso, la destrucción del individuo, la indiferencia, el matrimonio que se deshace, las luchas de poder en la pareja- a lo largo de su producción dramatúrgica. Una producción que cuenta con textos como Leoncio y Lena (1967), Los crínameles (1967), Chung (1968), De cómo el señor Mockinpott logró liberase de sus padecimientos (1968), Orgía Ubú(1968), Ajax(1968)- sobre la obra de Sófocles-, Anarquía en Baviera(1989), Libertad en Bremen (1971), Mujeres en New York(1976), Las amargas lágrimas de Petra von Kant(1971), entre otras.
Irán Capote, que ya sobresale por ser uno de los directores teatrales pinareños cuyas propuestas creativas son de las más acompañadas por el público vueltabajero, luego del éxito que fue su puesta en escena de Este tren se llama deseo, una versión de Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, se atreve indagar en Gotas de agua…, en busca de voces, rostros en los cuales reconocerse, en los que el público pueda también encontrar resortes su verdad.
Y como dramaturgo de oficio que es, autor de textos publicados como Medea prefabricada (2016), Casting (2017), Eau de toilette (2018), mete manos en el asunto. Teniendo como referentes principales la pieza homónima que legara Norge Espinosa a Teatro El Público (que, en 2012, la hace subir a la sala Adolfo Llauradó) y la película de Ozon, compone Irán, unas Gotas de agua…, donde si algo vale la pena reconocer, es su cercanía, su capacidad dialógica, de provocación entre nosotros.
Si bien, como hemos mencionado, para Fassbinder el amor que se corrompe hasta el punto llegar a lo maligno, es el centro de debate en sus Gotas de agua… en la versión que realiza Capote de esta obra, dicho tópico tiene menos peso. A Irán le arrastran otros derroteros. Hace centro de su rescritura de Gotas…, un pilar igualmente sensible, la sumisión en la pareja; que tiene una significación prominente en la pieza alemana original y también en algunos de sus textos como Medea prefabricada (Medea se resiste a ser sometida a una situación de humillación por parte de Jasón) o Este tren se llama deseo (Estela es víctima voluntaria, se somete completamente a Marlon).
Así pues, en este minuto, en las Gotas…, de Teatro Rumbo e Irán Capote, no es Leo, sino Frank, el motor de la acción. El muchacho de aspiraciones tremendas será el alquimista, responsable de su propio destino, un destino de sumisión que teje y acepta, al que se aferra conscientemente hasta su propia aniquilación.
Él será quien vaya en pos del apartamento de Leo, quien seda ante la tentación de la materialidad y la carnalidad, el que abandone a Ana en pos de tener una vida mejor, quien decide convertirse en una rémora que no trabaja. Aquel que soporta más que por amor, por sumisión, los maltratos de Leo. Es quien penetra en un laberinto de lujuria y luego no sabe salir, el que asfixiado, vencido por el destino que ha trazado para sí mismo, se lleve la pistola a la cabeza.
En consecuencia, si convulsa es la existencia de Frank, no menos complejas son las estructuras que Irán levanta, le dedica a este personaje. Desde el perímetro que llamamos en el gremio “mañas de oficio”, Capote se niega atinadamente a la narración mimética de la fábula ideada por Fassbinder. Sabe que contarla “tal cual”, es un disparo fallido debido a ciertas inconsistencias, falta de calado que padece en sus entrañas.
De manera que, el paso que da, reinventar, rescribir el relato original concebido por Fassbinder, para dar a luz un andamiaje donde la retrospectiva y el modo aleatorio de entretejer los cuadros, donde los sucesos se resisten a su ilación y progresión lógica, exponen dosificadamente la acción escénica; quizás coqueteando con las improntas a partir las que se hila muchas veces la dramaturgia del lenguaje cinematográfico (develando sucesos que exactamente no son una causa-efecto unos de otros). Revisar parlamentos, locuciones, comportamientos, respuestas de los personajes, re contextualizar la trama, apretar la mano en la profundización de algunas situaciones, nos devuelven unas Gotas de agua…, más ingeniosas, menos facilitas y de pasajes vehementes.
A ese rompecabezas con mucho sentido se enfrenta el público. No más a una historia, un ser que cuenta lógicamente, “del pi al po”, todo sobre sus costados, sus secretos. Ahora el “respetable” debe concentrar la atención. Tantear en la narración escénica para así dar con el origen de los conflictos, sus consecuencias, manosear el detalle que configura la biografía de cada personaje. Hurgar en pos de responderse preguntas, crear mentalmente una lógica de planteamiento y resolución de los eventos, del discurso escénico, su propia puesta en escena de Gotas de agua… Lo cual muestra al más reciente espectáculo dirigido por Capote como un valioso ejercicio un intelectual, una prueba múltiple para la razón.
Como lo esperamos, en las Gotas de agua…., que presenciamos en la sala La Edad de Oro, destellan, esta vez con más hondura, esas marcas que van definiendo la poética escritural y escénica de Irán Capote (las que despuntan desde 2017, con el estreno de Arró con habichuela): el gusto por lo espectacular, por el sarcasmo, la crudeza de la imagen, los parlamentos que no rehúyen a lo escatológico como forma de provocación, la intensidad de las pasiones entre los personajes, la presencia de una escena minimalista, el actor como centro y motor de la representación.
Desde estas marcas, con total rebeldía, desapego a la convención, a lo trillado, Irán, apuesta por erigir la representación fuera de la caja italiana. El lugar del público, la platea- al igual que antes lo hiciera con Este tren se llama deseo– es la zona que ha escogido para tramar la aventura teatral. En ese punto, surge uno de los primerísimos y más acertados logros en su concepción de la puesta de la obra de Fassbinder. Muestra a la propuesta como una criatura dispuesta a abrazar sin recodos, a asumir y discutir hechos, como un ser que se quita el ajuar sin tapujos, sin temor a exhibir las heridas que se esparcen en su cuerpo.
Por ello, buscando precisamente que el espectador pueda palpar, hacer suyas las cicatrices de la escena, Capote, anula lúcidamente las barreras entre el público y la acción teatral. Así pues, surge la sensación de “caer dentro de la puesta”: que defino como que el espectador al vivir tanta proximidad a la acción, a los personajes, experimenta (más allá de la identificación, de la catarsis) la sensación y a veces la necesidad o el derecho de intervenir en las situaciones escénicas al estar involucrado racional y emocionalmente con lo que sucede en las tablas.
Emerge el placer sensorial: los olores (el incienso o la bebida), la piel desnuda de los actores, sus respiraciones, sudores, los goces y traumas de los personajes que serán testificados casi a centímetros, a una brevísima distancia por el público.
Demoledores, desesperantes, apasionantes se hacen entonces, a la vuelta de una brecha efímera, procesos como el acercamiento, las pasiones intensas, las furias (besos, abrazos, discusiones, juegos macabros), que florecen y con el tiempo destrozan la relación de Leo y Frank.
Así mismo, los deseos de Ana, sus entelequias, las teatralidades momentáneas que se inventa para reconquistar a Frank, su antigua pareja (actual de Leo); y cómo ello experimenta un vuelco totalmente inesperado para el final de la obra, resplandece paradójico, desconcertante. No menos penoso es el estado de una Vera que regresa del exterior ataviada hermosamente, pero internamente destruida y todavía dependiente, arrastrada carnalmente por un Leo; quien la sedujo en sus años mozos, cuando todavía era un joven lleno de sueños.
Evoca Teatro Rumbo, una galería de rostros de almas rotas, de seres marcados por amores frustrados, por deseos malsanos que los corrompen, seres que caen como piedras en las aguas turbias de las pasiones malditas. Nadie se libra de sentirse salpicado de esos agujeros negros. Por tal razón, aquella “poesía de la crudeza” intrínseca en las situaciones escénicas que arman Gotas…, hace que de vez en cuando el espectador se sienta afectado, aludido; se le escape la risa nerviosa ante una situación en la que se reconocerse o que conoce de cerca.
Procesos que surgen mientras, Irán, arma y desarma a voluntad, la ilusión teatral. Porque si lago deja claro es que la escena es su espacio para jugar sus cartas. Ya que si bien son notorias las lágrimas y reales los abrazos, no responden a otra cosa más que a una maquinaria teatral que ha emplazado para comentar la vida y no para recrearla[1].
El teatro, según Gotas de agua…, es una confabulación donde unos y otros armamos y aceptamos la convención, la teatralidad como vehículo para acceder a lugares, experiencias que van desde el plano del goce, del sentir hasta el de pensar profundamente.
Los actores de Teatro Rumbo, actualmente de diversa formación y experiencia artística, con todas las contradicciones y complejidades que les ha representado las naturalezas intrincadas de sus personajes (las que todavía se denota están en proceso de entender y sobre todo, de incorporar de un modo más orgánico) han asumido con seriedad la compleja partitura creada por Fassbinder y revisitada por Irán Capote.
Carlos Sánchez, de formación profesional en las Artes Visuales y ahora devenido actor, tiene el peso de llevar sobre sus hombros el rol protagónico, el Frank, de Gotas de agua… Él, que antes había tenido la tarea titánica de asumir el Marlon, de Este tren se llama deseo (así sustituir a Marlon Hernández, quien migrara del país), en este momento, se encuentra ante reto de incorporar un rol totalmente diferente.
Sin embargo, Carlos Sánchez, no es de los que se deja amilanar. Pese a que todavía debe fogueársele más en las tablas, demuestra que se concentra en examinar, buscar los resortes, dejarse moldear para llegar a las entrañas de su rol. Los resultados se han graficado en el transcurso de las funciones de Gotas de agua, en que va consiguiendo progresivamente y con sutileza, con mesura incorporar la complejidad del carácter de Frank. Si bien debe seguir trabajando en ello.
Por su parte, Yasey Muñoz, penetra con hondura en la piel de Leo. Se mueve seguro, dominando la escena, coloca cada pausa, cada silencio donde corresponde, su mirada se hace penetrante. Crece a la altura de un monstruo intolerante, lascivo y frío. Sabe cómo arrastrar a su par en escena, llevarlo a un estado de paroxismo y sumisión increíbles.
En Ainelys Ramírez, como Ana, podemos ver un atisbo crecimiento en su carrera profesional. En cada función de Gotas de agua…, insiste en redondear, desde las herramientas que se denota va adquiriendo en escena, algunas costuras que le quedan sueltas mientras intenta ofrecerle vida, revelar una Ana. Así pues es justo reconocer que en sus últimas presentaciones se devota razonando y reaccionando más orgánicamente ante las situaciones escénicas, disipando cierto tono farsesco que le restaba a su interpretación verás de su personaje.
Quizás más discreta, pero segura, Sandra Pérez, actualmente la actriz más longeva de Teatro Rumbo, penetra en Vera con un estoicismo impecable. Contempla y reacciona a las crisis que se levantan ante a los ojos de su personaje, como aquel marinero que conoce bien la tormenta en el mar y sabe cuándo mover el timón del barco. Su Vera, sin una gota de amaneramiento, es camaleónica, pacta ante el interés carnal, muestra el dolor y el resentimiento guardado por una vida que va en picada, que le ha tocado vivir luego conocer a Leo, cambiar por este su sexo y con ello, su suerte.
Con sólo unos brevísimos 44 años, Rainier Welmer Fassbinder abandona este mundo. El hombre de Teatro y de Cine, el amante y el aventurero con su adiós deja un vacío en el arte contemporáneo. Muchos nos preguntamos cuánto todavía estuviera legando a la creación, si estuviera entre nosotros. El regreso a la escena cubana de sus Gotas de agua…, nos confirma el temprano talento de este artista.
Gotas de agua sobre piedras calientes, desgarradora en sí misma, vista en este minuto desde el lente de Irán Capote, se hace inmediata e incómoda. Aun cuando el montaje todavía está en proceso de cerrarse sobre sí mismo (cosa que ocurrirá en el instante en que entre en temporada), las contracciones, las palabras, los cuadros que desentierra, los horizontes exhibe retan la tolerancia, sonrojan, remueven. Por lo cual, los paisajes que evoca, serán aceptados, amados y negados en la medida que se afianzan a la realidad de cada espectador. Sin embargo, la propuesta no pasa ante espectadores indiferentes.
Esa es en sí la terea del teatro, seducir, provocar, obligatoriamente generar amantes y detractores de la escena. ¡Ojalá nuestra cartelera teatral estuviera poblada todo el año de espectáculos que tuvieran la capacidad, desde su hechura inteligente y arriesgada, de envolver y asfixiar, polemizar como en este instante lo hacen las Gotas de agua sobre piedras calientes, de Teatro Rumbo!
[1] Por tal razón, los actores, en Gotas de agua…, cada vez que terminan un cuadro, rompen con el estado en que están sumergidos y salen de escena neutrales, con sus accesorios en mano, para dar paso al próximo suceso en la obra.