Por Omar Valiño
Este 15 de julio se cumple el aniversario noventa y tres del natalicio de Rine Leal. Nació en La Habana y murió en Caracas el 16 de septiembre de 1996. Resulta contradictorio recordarlo por su nacimiento con un texto escrito a propósito de su muerte; pero, al menos yo, no tengo nada esencial que agregar a este retrato. Solo apuntar que, como señalé entonces, alguien que fue tan sonoro en vida, y sobre todo tan importante para tantos y tanto, permanece ahora en demasiado silencio.
Estas líneas fueron leídas en un panel homenaje que se le rindió el 20 de diciembre de 1996, organizado por la Sección de Crítica de Artes Escénicas de la UNEAC, realizado en su sede nacional entre unos poquísimos asistentes. Fue publicado al año siguiente por las revistas Unión y Conjunto, pero jamás ha sido reproducido en la esfera digital.
Sirva ahora como memoria de este teatrólogo que tanto le debe.
Murió en circunstancias trágicas, quizás como corresponde a un teatrista de pura raza y, seguramente, esa forma de desaparecer oculta una metáfora. Sin embargo, lo más triste de la muerte de Rine Leal —si es que existen gradaciones para ese acto de tristeza infinita—, resulta el mutis en el cual lo hemos tenido que recordar: algunas voces lamentándonos en el reducido espacio del hogar o la oficina, y otros, acaso, todavía enterándose.
Yo no fui su amigo. No voy a impostar aquí una relación que la diferencia de edades hizo imposible. Diría que fui solamente su alumno, uno de los últimos al menos en Cuba, en las aulas del Instituto Superior de Arte. No obstante, alcanzamos a tener un buen diálogo, desbordando las fronteras académicas. En secreto, con la discreción de no traspasar lo íntimo, llegué a quererlo. Lo admiré por su palabra precisa y descarnada, por la manera escandalosa y provocadora de afirmar, por ese deseo contradictorio de sentirse un tanto en los márgenes y, sobre todo, por ese insondable espíritu demoníaco —suerte de sal de la vida de los grandes, ha dicho Retamar— que resplandecía en él… Así, sinceramente, quiso presentarse titulando En primera persona a ese libro cenital del ejercicio en Cuba de la crítica, no solo teatral.
Además, desde aquel ángulo me expliqué siempre su raigal empatía con Virgilio Piñera. No se trataba tanto de una simple voluntad de estudio de esta figura indispensable de nuestra cultura, como de la identificación entre ambos por un karma o arcano compartido: la búsqueda insaciable de conocimiento y de experiencia vital para no quedarse atrás, para no perder protagonismo. Con honesta aflicción confesaba en los últimos años: hay que abrirles paso a los jóvenes no porque uno quiera, sino porque nos aplastan.
En ese afán de permanecer eternamente joven se encuentra, tal vez, la raíz de su honda preocupación por el teatro de su tiempo, ese que era capaz de pulsar a su alrededor, aun cuando resultara un experto —de vasto dominio— en la escena de cualquier época; mas siempre con una mirada permeada de presente, alumbradora de las características de un fenómeno específico, pero desde la perspectiva de las necesidades y problemáticas de la contemporaneidad. De hecho, se ocupó en múltiples ocasiones de compartir su testimonio de viaje, sabedor de lo que ello representaba en el contexto de la Isla, para no dejar de señalar las coordenadas por las que marchaba la escena internacional y sus posibles vínculos e interinfluencias con Cuba. En ese sentido, su cuaderno Viaje a la crítica es un excelente ejemplo.
Del teatro cubano, mucho más que un conocedor excepcional, fue testigo y protagonista. ¿Habrá de recordarse que un crítico es también un ente activo en el seno de un movimiento teatral? Casi no debería agregarse nada al respecto si se ha leído su monumental La selva oscura o la no menos notable de su género Breve historia del teatro cubano, donde apresó la huidiza y sinuosa historia del teatro nacional con ojos de hoy, si no fuera porque estuvo atento a cada una de las experiencias —y han sido muchas— que marcaron el derrotero de estos últimos cuarenta años. Con particular relieve sobresale entre estas la atención prodigada, desde sus inicios, al Teatro Escambray, cuando pareciera no corresponderle a un investigador de su altura atender aquel hecho alejado de la comodidad de la vida capitalina. Hasta el final, como lo demuestra un texto inédito de próxima aparición en La Gaceta de Cuba, fue fiel a aquella acción, aún hoy, tan incomprendida y vilipendiada.
Todas estas vocaciones de Rine encontraron un inigualable crisol en su oficio de maestro. El investigador, el animador cultural, el historiador, el crítico, el comunicador se fundieron en uno solo en los recintos del ISA para legarnos una trayectoria ejemplar en la formación de varias promociones de actores, críticos, dramaturgos y directores. Se ha reconocido con total justicia el papel de Graziella Pogolotti en la fundación de una nueva pedagogía de raíz nacional para la Facultad de Artes Escénicas, en cambio, se ha hablado menos de la esencial presencia de Rineen la conformación y puesta en práctica de ese proyecto, en el cual resultó definitoria su función para crear el movimiento teatrológico cubano. Cuando su desempeño pretendió simbolizarse en el otorgamiento del título honorífico de Profesor de Mérito —el verdaderamente más alto e importante en categoría— su terquedad no cejó hasta trastocarlo en el de Doctor Honoris Causa, por aquello de resultar este último, según decía, más sonoro e internacional. (Aquí puede develarse un defecto, como tantos otros existentes en el mejor humano, los cuales no merecen más que la línea del lugar común y no es hora de rememorar). De aquel acto recuerdo su texto, en mi opinión, más hermoso y estremecedor: «Mi credo teatral», publicado más tarde en Conjunto; revista en la cual, por cierto, su aporte resultó decisivo durante su etapa fundacional.
Parecía reunir allí todas las sentencias que brotaban de su voz en las clases, con cuidada espontaneidad, tan disfrutadas y comentadas por los estudiantes. Su ingenioso apotegma (no me resigno a creerlo de otra autoría que la suya): «No le eches la culpa al termómetro de la fiebre del paciente», quedará como un perfil cubanísimo de la relación entre teatro y sociedad, tan llevada y traída otra vez por estos días. Más allá del detalle se daban la mano en tan genuina confesión la síntesis entre el verbo ágil y coloquial del aula y su prosa fluida, irónica, hiriente por momentos, humorística, vital; lo que constituyó una constante de su eficaz estilo literario cercano a la difícil sencillez del buen periodismo y, a su vez, atravesado por las mayores honduras.
Perdóneseme, finalmente, una especulación: no debió vivir satisfecho estos dos últimos años en Caracas, así sean las dificultades materiales y domésticas que lograría resolver, verdadera causa de su permanencia allá, así como la cercanía de su vástago. No tengo otra prueba para afirmarlo que su rostro en aisladas fotografías y las propias veleidades de su deceso. Y quiero decir que aquí habría estado mejor de salud —al menos sin necesidad de seguro médico para recibir atención—, ocupado en los procesos de su teatro y en sus tareas de siempre y, sin dudas, hubiera tenido un adiós diferente de la vida.
Es de todas estas maneras que puedo atisbar en la muerte de Rine Leal la opacidad de la metáfora mencionada al comienzo. Cuando más necesitábamos de su lúcida pupila se va, advirtiéndonos con su ausencia. De tal forma su palabra-acción sigue actuante entre nosotros. Así será recordado, como aquel que hasta en el último de sus actos quiso presentarse en su lealtad toda: en primera persona.
Imagen tomada de la revista digital La Jiribilla