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Ramiro Guerra: la feraz cubanidad del movimiento

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Por Esther Suárez Durán

Cursa el año en el cual estamos celebrando el 65 aniversario de la institucionalización y práctica sostenida de la danza en Cuba. El surgimiento del primer conjunto danzario de esta clase en la nación no significó tan solo el ingreso de una manifestación más a las expresiones de la cultura propia, sino que resultó suceso fecundo que llega a nuestros días y anima nuestro disfrute del arte, mientras es credencial magnífica de presentación de la cultura cubana en cualquier sitio del orbe.

El precursor y promotor de tal acontecimiento fue el bailarín, investigador, profesor y coreógrafo Ramiro Guerra Suárez (1922-2019), cuyo natalicio celebramos cada 29 de junio para rendir homenaje a uno de los descubridores de esa condición –presente e inefable a la vez– que es la cubanidad, con una obra trascendente capaz de ubicarlo junto a Fernando Ortiz, Lydia Cabrera, Emilio Roig y la pléyade fundacional que tiene en su cima a José Martí.

Ramiro cursó estudios universitarios de ciencias jurídicas para complacer las exigencias paternas, pero desde la infancia otras dimensiones de la vida llamaban su atención. Todo cumplió, al final, una función. El rigor de la universidad afinó sus capacidades analíticas y de asociación y sumó información cultural a un joven amante del saber y de la cultura.

Le atraían el cine, la literatura, la música, las artes visuales, el teatro, la danza. En su perspectiva la danza los antecedía y podía incorporarlos. Su vocación por las formas danzantes se impuso y, tras su aprendizaje del ballet, intuyó que podía haber algo más.

Luego de recibir clases con Alberto Alonso en la Escuela de Baile de la Sociedad Pro Arte Musical de La Habana, el joven Ramiro estudió en la academia de la bailarina y profesora rusa Nina Verchinina, primera figura de las compañías rusas de ballet del afamado empresario Wassily Basil. En dicha institución se realizaban movimientos en el suelo además de algunos otros muy diferentes a los que estipulaba la tradicional práctica del ballet, pues La Verchinina se había formado en la escuela alemana. Con esta academia hizo Ramiro su debut en 1946 en el Teatro América y logró ingresar en las filas del Ballet Ruso.

Justamente las giras de esta agrupación propiciaron su arribo a Nueva York, donde tomó clases en la academia de la gran Martha Graham. Conoció de primera mano la llamada técnica Graham. En ella el torso es el eje central en la expresión de las emociones; la pelvis es la fuente de energía del bailarín. La relación entre contracción y relajación es un recurso fundamental de expresividad. También le otorga al piso gran importancia: los movimientos cuentan, dialogan con él, los cuerpos se impulsan desde allí para los saltos y caen de modo controlado. Brazos, manos, piernas se emplean para elaborar las imágenes.

Se trataba de una época fundacional para la danza y Nueva York era el centro donde se amalgamaban creadores escénicos que estudiaban con rigor la gravedad, el movimiento del cuerpo humano y sus capacidades expresivas a tono con la contemporaneidad. En las prácticas y hallazgos de los bailarines, coreógrafos y pedagogos Doris Humphrey (1895-1958); Charles Weidman (1901-1975), quien además era mimo y director de escena, y José Limón (1908-2024) terminó Ramiro de hallar respuesta a sus inquietudes. En efecto existía una forma de concebir el baile que se apegaba a las esencias más profundas del movimiento del cuerpo humano y a la expresión de la emoción y, tal y cómo lo demostraban Weidman y Limón, había también en la danza un lugar de alta significación para la figura masculina que desbordaba la mera función de partenaire de la bailarina.

Ramiro ha narrado cómo se percató – durante su estancia en los Estados Unidos– que su cuerpo se movía de un modo distinto. La figura de los cubanos no compartía los moldes atléticos de los norteamericanos y, además, mostraba un movimiento ondulante, respondía de un modo diferente al tratamiento de la energía. Esta fue para él la primera evidencia de la posibilidad de crear una danza nuestra. Los conocimientos de las academias norteamericanas en su empleo del torso y el vínculo tensión-relajación le sugirieron la posibilidad de diseñar, a partir de nuestras características como pueblo, una manera propia de danzar.

Al regreso a Cuba en los cincuenta hizo lo posible por introducir la danza moderna en nuestro panorama cultural: impartió clases en la Academia Alicia Alonso, creó las obras Toque y Habana 1830. En 1953 fundó el grupo Danza-Drama en España. Al año siguiente, de vuelta en la isla, estrenó unipersonales—abriendo el camino al desarrollo y protagonismo del danzante   masculino– y se unió sin reparos a músicos y directores teatrales cubanos. Con algunos de estos últimos había coincidido en Nueva York.

Era la época en que parte de nuestra gente de teatro más inquieta, pese a sus precarias condiciones financieras, trató de abrirse paso en los talleres que se realizaban en varias instituciones estadounidenses para ponerse al día con el método Stanislavski de preparación del actor, las técnicas de dirección y diseño mientras veían las presentaciones posibles en los diversos circuitos teatrales.

Esta relación con una zona avanzada del mundo artístico e intelectual cubano se potenció también con su actividad dentro de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, la cual ofrecía oportunidades para el desarrollo de la obra de los creadores mediante charlas, encuentros, espacio para presentaciones. Desde entonces Ramiro tenía la certeza de la íntima relación entre la danza y el teatro, a la cual se refiere en los artículos que ya escribía y, más tarde, en los valiosísimos textos teóricos que nos dejara.

En 1956 creó el Taller Experimental de Danza en la Academia de Ballet Alicia Alonso. Al año siguiente fundó el Grupo Nacional de Danza Moderna. Presentó Rítmicas y Tres danzas fantásticas, pero no era suficiente, faltaba el soporte que potenciara sus esfuerzos, que les proporcionara una caja de resonancia. Dichas condiciones fueron propiciadas por el cambio político y social que produjo la Revolución Cubana a partir de su triunfo en enero de 1959. Las fuerzas sociales que se aglutinaron para conseguir la victoria pusieron en marcha de inmediato un programa integral y profundo de transformaciones que incluyeron la creación y el disfrute de la cultura artística.

Así se dio por terminada la existencia del Instituto de Teatro, creado en 1955, sin resultados hasta la fecha, mediante la Ley 379, de 12 de junio de 1959, y se otorgó la responsabilidad del “fomento y desarrollo que el Estado Cubano debe realizar en lo referente a teatro, música, ballet, ópera y actividades artísticas en general»[1] al Ministerio de Educación y, dentro de dicha entidad, al Teatro Nacional Gertrudis Gómez de Avellaneda, hoy Teatro Nacional de Cuba.

Tal vez resulte obvio decir que, a pesar de algunos logros obtenidos por la tenacidad y creatividad de varios de nuestros intelectuales y artistas, con el apoyo de escasos mecenas durante las diversas etapas republicanas, en el ámbito de la cultura artística casi todo estaba por hacer. Ni la compañía y academia de ballet que con esfuerzo personal habían fundado Alicia, Fernando y Alberto ni los afanosos grupos teatrales de la capital contaban con apoyo estatal alguno, al igual que sucedía con nuestros cineastas. No teníamos siquiera algo parecido a una industria editorial ni había política alguna con respecto a la cultura.

Como una muestra de las posibilidades latentes en los diversos sectores y espacios de nuestra sociedad con respecto a la creación artística y el disfrute del arte tuvo lugar el Festival de Arte Nacional –un gran evento donde intervinieron todas las manifestaciones–, organizado en mayo de 1959 desde la secretaría de Cultura de la estructura provincial del Movimiento 26 de Julio, que en ese instante desempeñaba Isabel Monal.

Es posible que tal suceso haya definido tanto la designación de Isabel como directora del Teatro Nacional, con las tremendas responsabilidades asignadas a dicha entidad en aquel entonces, como la propia estructura de trabajo que asumiría dicha institución para cumplir su misión. Lo cierto es que con los artistas que habían colaborado en la organización del referido festival se crearon las primeras secciones de la entidad. Junto al Departamento de Etnología y Folklore, de Música, de Artes Dramáticas, estuvo el de Danza Moderna y, a cargo de este, Ramiro Guerra.

Ramiro entendió la oportunidad que se presentaba. Contaba con un cargo en una estructura central, pero no existía conjunto alguno de bailarines. Él era un adelantado y pudo avizorar las repercusiones futuras.  El 11 de septiembre del propio 1959 apareció en la prensa la convocatoria para pasar un cursillo de danza en los meses de septiembre y octubre, a partir del cual se haría la selección de los bailarines que quedarían contratados nada menos que como integrantes del Conjunto de Danza Moderna del teatro.  Ramiro planificó seleccionar unos treinta individuos que mostraran todos los tonos de piel de nuestra población: negros, mulatos y blancos. El 25 del citado mes comenzó la formación intensa de las personas elegidas.

Lorna Burdsall, Elena Noriega y Ramiro Guerra

Con rigor se dedicó a la preparación de los danzantes a los cuales atendió no solo desde el punto de vista técnico, sino también intelectual y ético. La disciplina, la responsabilidad, la capacidad de perseverancia, el desarrollo del pensamiento, de la capacidad de análisis, de la sensibilidad eran la base de la creatividad y del trabajo colectivo. Lo acompañó la bailarina, coreógrafa y pedagoga estadounidense Lorna Burdsall. Más adelante se sumarían pedagogos y coreógrafos mexicanos de la talla de Elena Noriega y entre todos se lograría la sistematización de los conocimientos técnicos estadounidenses en diálogo creador con las peculiaridades del cuerpo y el movimiento del cubano.

Por descontado que Ramiro puso en escena la música de nuestros grandes compositores y los toques de las culturas afrocubanas, sirviendo la danza como espacio para difundir nuestra creación musical. El estudio de la mitología yoruba y bantú, de las liturgias de la religión afrocubana, sus bailes, instrumentos musicales, todo lo que le permitió luego ser también fundador del Conjunto Folklórico Nacional, resultó asimilado por él, junto con los cánones de nuestros bailes populares fundacionales para poder establecer un estilo particular.

El ambiente fundacional de la época, resultado de una revolución popular (algo a no olvidar); una atmósfera que todos sus protagonistas califican de entrega absoluta, de frenesí creador, de puesta en escena de las grandes y verdaderas capacidades de todo un pueblo, unido a las excepcionales dotes pedagógicas de Ramiro oficiaron el milagro: el 19 de febrero del año siguiente, se producía el debut de la compañía con las obras Mulato y Mambí, coreografía de Ramiro con música de Amadeo Roldán y Juan Blanco, respectivamente, junto a Estudio de las aguas y La vida de las abejas, de Doris Humphrey, en montaje de Lorna Burdsall. Habían transcurrido apenas poco más de cuatro meses.

Sesenta días después la compañía recién surgida nos representaba en el legendario Festival de las Naciones, celebrado en París, en 1961, y dejó en alto el nombre de la nación. A partir de este momento la danza moderna cubana presentó credenciales de producto autóctono y conquistó fama internacional. En este ensemble se formó la primera generación de bailarines de esta expresión danzaria, convertidos luego en maestros del género, algunos de ellos coreógrafos de excepción (son los casos de Eduardo Rivero, Arnaldo Patterson, Isidro Rolando, Santiago Alfonso, entre otros). Y más tarde la agrupación comenzaría a producir líderes de nuevas compañías (Marianela Boán, Rosario Cárdenas, Narciso Medina) mientras creó verdaderos clásicos de la danza tales como Suite yoruba, Rítmicas, La rebambaramba, Medea y los negreros, Orfeo antillano, Súlkary.

En 1961 fue fundado el Consejo Nacional de Cultura. En 1963 la agrupación danzaria figuró entre las entidades de la nueva institución y cambió su nombre por el de Conjunto Nacional de Danza Moderna. Lorna se responsabilizó con la Dirección General del conjunto y dejó el necesario tiempo a Ramiro para la elaboración de nuevas obras.

En 1966 y 1968 tuvieron lugar sucesos que anticiparían el desenlace de 1971. El Consejo Nacional de Cultura nombró un funcionario como Director General. Por fortuna, aquel mantuvo en funcionamiento la estructura interna de dirección acordada tres años atrás. No obstante, ocurrió un descenso sensible en la frecuencia de estrenos de la agrupación. En 1968 se desatendió una importante invitación que el afamado Maurice Béjart hizo al Conjunto. Por fortuna se desarrolló una importante gira a Europa del Este que incluyó Hungría, Polonia, Checoslovaquia, Rumania y la URSS. Suite Yoruba, Orfeo Antillano, Medea y los Negreros fueron aplaudidas hasta el delirio.

Para inicios de 1971 Ramiro estaba trabajando Decálogo del apocalipsis que prometía ser formalmente todo un suceso de alcance mundial ya que contenía una primera decantación de los aportes de las nuevas vanguardias escénicas que habían resonado durante los sesenta. En esta creación estaba presente la intertextualidad, el diálogo con el teatro (toda una anticipación de la danza teatro que conoceríamos décadas después), el trabajo en exteriores, fuera del escenario. En cuanto al aspecto temático, era una exposición de la sociedad cubana de aquellos momentos; un discurso social. El estreno fijado para el 15 de abril fue cancelado.

Ramiro decidió despedirse del conjunto. Avizoró lo que venía. Se trataba del inicio del llamado quinquenio gris. Se mantuvo alejado de los tabloncillos y los escenarios, ocupado en el estudio y la investigación. Es importante no pasar por alto el hecho, tratar de comprender su magnitud: un creador excepcional y su compañía fueron obligados a abortar su más alta creación hasta la fecha, lograda en un proceso orgánico de desarrollo. El público se vio privado de entrar en diálogo con ella. La opinión pública –la única instancia de valoración legítima– se vio imposibilitada de ejercer su función. La cultura cubana fue víctima ese día de un acto de barbarie. En la creación artística los trayectos interrumpidos de modo arbitrario no se reinician, cuando lo consiguen hacer, sin pagar un tributo.  Ni Ramiro ni la danza cubana fueron después los mismos.

En 1976 se creó el Ministerio de Cultura, que sucedió al antiguo Consejo Nacional de Cultura, y se designó a Armando Hart Dávalos como su titular. Una de las tareas principales era recuperar a los creadores lastimados por la infame “parametración” llevada a cabo a partir de la celebración del Congreso de Educación y Cultura en 1971; devolverles al ejercicio de sus legítimas funciones sociales.

En este nuevo ambiente, en 1978 Ramiro accede a regresar a la actividad artística y lo hace como coreógrafo y asesor en el Conjunto Folklórico Nacional de Cuba. Tríptico oriental y Trinitarias son dos de los hitos que se suman a su trayectoria. Con el Teatro Nacional de Pantomima hizo la puesta en escena de El reino de este mundo, a partir de la obra homónima de Alejo Carpentier.

Con el Ballet de Camagüey estrenó El canto del ruiseñor y creó Chacona  con el  Ballet Nacional de Cuba para homenajear el trigésimo aniversario de Danza Contemporánea de Cuba. De la memoria fragmentada (1989) es una exuberante muestra de toda la obra que elaboró para esa compañía.

En 1994 fundó el Centro de Desarrollo de la Danza y la publicación seriada “Toda la danza-La danza toda”. Ha impartido clases magistrales, conferencias, seminarios, cursos de post grado en Cuba y en otras regiones del planeta. Entre sus libros se cuentan Apreciación de la danzaTeatralización del folkloreCalibán danzanteEros bailaCoordenadas danzarias y De la narratividad a la abstracción en la danza y una profusión de artículos en publicaciones cubanas y extranjeras.

Su extraordinaria y fecunda labor ha sido reconocida mediante las más altas distinciones: la Medalla Alejo Carpentier (1984); la Orden Félix Varela (1988); el Premio Nacional de Danza (1999); el Premio Alejo Carpentier de Ensayo (2000), el Premio Nacional de Enseñanza Artística (2006) y el Premio Nacional de Investigación Cultural (2009).

Nos dejó el primero de mayo de 2019, próximo a cumplir los noventa y siete años.

Tal ha sido la fuerza de su impronta, tal la magnitud de su espíritu innovador, la solidez y excelencia de su magisterio que en torno a Ramiro sucede ese raro, por escaso, fenómeno en que nadie discute su cualidad pionera, su carácter absoluto de fundador. Por el contrario, su labor se preserva y venera; a la vez germina, reverdece en las nuevas hornadas de creadores danzarios que reconocen y emulan su recia estirpe.

La que dotó de raíces y alas a esta danza única – vibrante, bravía, orgullosa, redentora, hermosísima– nuestra[2].

 

Referencias:

[1] Artículo tercero de la referida ley.

[2] Agradezco la colaboración del maestro Fidel Pajares.

Fotos: Centro de Documentación de las Artes Escénicas María Lastayo