Por Rubén Darío Salazar
La Sala El Mambí, sede del Guiñol Santiago, antiguamente Guiñol de Oriente, se ubica en la calle San Basilio No 463, entre San Félix y San Pedro, en Santiago de Cuba. Fue, y sigue siendo, la calle de mi infancia, también el sitio desde donde Rafael Meléndez Duany, un joven negro, alto y elegante, fundó junto a un equipo de artistas entusiastas, un mundo de fantasías titiriteras para niños y adultos, estimulado por la presencia de los hermanos Camejo y Pepe Carril, en la gira de creación de los guiñoles provinciales por toda la Isla, en 1961.
Rafael ya no está, se fue este 18 de abril, en plena primavera, la estación preferida de los títeres. El vacío que produce esta ausencia solo puede llenarse con recuerdos y la huella indeleble de su vida y obra.
Desde que lo conozco, tiempo que abarca los años de mi niñez a la actualidad, buscaba siempre la ocasión para conversar con él, indagar sobre el universo de las figuras en la tierra santiaguera. Me contó sobre los cinco años intensos en los momentos iniciales del guiñol oriental en el Conservatorio Esteban Salas, la mudada de ahí a la Casa de Diego Velazquez, la estancia en un apartamento situado en la calle Lacret, entre Heredia y San Basilio, frente a la catedral (lugar que visité muy pequeño, pero del cual tengo aún imágenes en la memoria), el Casino Cubano en la Calle San Basilio 303, hasta llegar a la sede actual, en 1968.
Guardo su testimonio sobre la separación por tres años de la profesión amada en los convulsos años 70, también las memorias sobre su anhelado regreso a los títeres en la década del 80, definió ese periodo como una nueva época, larga, fluctuante, de estrenos y pausas creativas. Lo único que jamás le faltó fue la ilusión de conseguir que el Guiñol Santiago fuera una institución de brillo sostenido.
Meléndez fue, directa e indirectamente, maestro y guía de varias generaciones de titiriteros en Santiago de Cuba. Famoso por sus dotes naturales para la adivinación y las cartas, su otro preciado don era hacer teatro de muñecos. Conocía todos los recovecos de la dirección artística. Cómo ubicar la música para estimular emociones o apoyar imágenes escénicas, la importancia del diseño en una puesta en escena, soluciones mágicas y siempre efectivas para pasajes titeriles de relevancia en un espectáculo. Poseía delicadeza natural mezclada con el humor y la gracia de los que han nacido frente a las azules aguas de El Caribe.
No recuerdo todo su repertorio. Me vienen imágenes de su Meñique, escenas sueltas de La Cenicienta, tonadas de su versión de Pelusín y los pájaros, los bailes carabalíes de Papobo, la sorpresa que causó en 1990 su montaje de Agüé, el pavo real y las guineas reinas, según el texto de la dramaturga, directora y diseñadora Yulki Cary, las flores y elementos utilizados en La muñeca negra, los títeres de La calle de los fantasmas o de Los chichiricus de la charca.
No fue un director grandes osadías sobre las tablas, aunque las admiraba en otros creadores, era más bien meticuloso, amante de los efectos sorpresas y de los pequeños detalles escénicos. Tenía una risa, estentórea, gozosa, risa que iba seguida de anécdotas picantes e increíbles, solo posibles en el oriente de Cuba. Siempre me comentaba de proyectos nuevos, planes que jamás realizaba pero estaban ahí, en la retina brillosa de sus ojos. Me quedo con las palabras compartidas en 2010, con el periodista Eric Carballoso, de la emisora municipal Radio Siboney. Ahí está el mejor Rafael, mi amigo, mi maestro y colega titiritero:
«Nosotros tenemos un gran repertorio que estamos haciendo en nuestra sala los fines de semana, y tenemos también muchos deseos, mucha fe, mucha voluntad. Esperamos que esto se mantenga y siga. Falta mucho por hacer aún, faltan otros arreglos para poner a punto toda la sede; pero si contamos con el apoyo necesario, y con nuestra voluntad, podemos lograrlo. Pienso que viene una etapa que, si la sabemos aprovechar, puede ser la más linda de la historia del Guiñol.»