Por Pedro Franco
I
Si entendemos la creación de un espectáculo teatral como un proceso siempre dialéctico que, mediante un sistema de trabajo, observa, traduce, estimula, organiza y expone un material susceptible de ser visto, no sería descabellado asimilar la crítica como un componente -no controlado- de este sistema, cuya función sería proveernos de una espontánea y singular devolución de lo que allí acontece. Para ello habría, claro está, que reconocer la fase de consumo del producto escénico como una unidad integrada al ejercicio creativo, y no dar por concluido el ciclo de producción en el momento en que se somete a la mirada pública mediante la puesta en escena; sino considerar esta confrontación como la última y más pesada carga que necesariamente modificará lo que habíamos dispuesto.
Reconocer el ejercicio crítico como una expresión concreta de la eficacia con que incidimos sobre un auditorio determinado no es, a mi juicio, una pérdida de soberanía sobre nuestra visión de un fenómeno, ni una inseguridad de nuestra competencia en el manejo del oficio; sino validar una herramienta que arroja una información medible. Sería pretencioso afirmar que bajo nuestra condición de espectador ideal podamos garantizar el control del complejo proceso de recepción que surge durante la función, mucho menos clonar a los posibles asistentes las sensaciones y emociones que nos provoca la estrategia comunicacional que hemos dado por eficaz. En esta impotencia descansa el patetismo del director. Insuficiente él mismo para responder a su provocación, necesita del otro para completar su diálogo. Desde el momento en que se gesta la osadía de convocar a un auditorio se espera que la invitación sea correspondida con la presencia, la atención y la devolución del gesto. Es en esta devolución donde le encuentro a la crítica su mayor utilidad, cuando su mirada “entrenada o “experta” entra en sintonía o contradicción con la organización del micro-mundo que tuvimos a bien exponer. De la refutación o subscrición de ese espectador que tiene la oportunidad y responsabilidad de socializar su experiencia, se obtienen coordenadas para posicionarnos (que no variar) en relación con una manera determinada de leer nuestro trabajo. Aunque nos anuncie un ataque, un mal tiempo, un naufragio; siempre será una señal provechosa esa revelación del pensamiento. En la utilidad de estas luces, no siempre favorables, baso mi fe.
Con esto no quisiera dar a entender que la crítica como diagnóstico o dictamen del acontecimiento escénico sea el indicador más certero de la valía de un proceso, mucho menos el objetivo. Intento establecer una conexión utilitaria entre esa práctica y la mía como creador; alimentar una sana relación que me permita asimilar ese criterio que ha quedado fuera de los apremios a los que ha sido sometido el proceso de ensayos, y que testimonia, desde su experiencia, la violencia de la representación. Aliarme a esa mirada tardía, que también sostuvo el pacto de fe entre la escena y la platea, es reconocer el carácter político del teatro y aceptar las consecuencias de generar un pensamiento. Es lógico que no me parezca productivo aislarme de esa cadena de efectos.
Si conviniera en que tengo una crisis de fe en la utilidad que le otorgo al ejercicio profesional del criterio, debería enfrentarme a la soledad de mi mirada o aferrarme a la subjetividad de la reacción del público, que si bien es una respuesta mayoritaria y contundente, no ejecuta un análisis técnico aprovechable. Lo peor sería que en la santa trinidad de la legitimación: público, crítica e institución, faltaría un mediador histórico y esto supondría un cambio en la correlación de fuerzas. Dios no quiera (hablando de fe) que tengamos que navegar en semejantes condiciones.
Afortunadamente no son pocos los teatrólogos y dramaturgos que se introducen en los equipos creativos aplicando sus mecanismos de lectura en el tiempo real de la construcción escénica; aporte valiosísimo al proceso, esta mirada que conscientemente mantiene una distancia buscando fungir como contraparte, crear zonas de tensión que impulsen una nueva ecuación para ser despejada o una nueva pregunta a la que ofrecer una parcial respuesta. Sin embargo, no gozará del placer de la sorpresa, ni se sentirá parte de la masa de espectadores que arriban por primera vez con expectativas que demandan ser cumplidas ahí y ahora. Será un cómplice responsable juzgado de cohecho, su devolución no llega al director por la traumática vía de “lo público”. Confirmo así, que nada se compara con formar parte del milagro de la creación.
II
Las definiciones terminan limitando la posibilidad de desarrollo del oficio crítico. La visión conservadora de “zapatero a sus zapatos,” debilita la talabartería ante la Revolución Industrial, por ello no encuentro incompatibilidad entre un ejercicio de la crítica y una práctica creativa si esta bifurcación redunda en una explosión de posibilidades. Creo en la necesidad de expresión y el derecho a su canalización por los medios que se consideren pertinentes. Considero que el esquema tradicional que en ocasiones se le intenta imponer al crítico como guía espiritual de un desorientado espectador, víctima de modelos colonizadores y necesitado de una explicación intelectual que le permita discernir sus prioridades de consumo artístico, obedece al intento de suplir carencias que tienen otros orígenes, como la educación, la distorsión de modelos de éxito o el desarrollo dentro de un contexto económico que ha generado una deficiente escala de valores y paradigmas de todo tipo. Por supuesto que no eximo de responsabilidades al profesional ejercicio del criterio en la construcción de un adecuado sistema de percepción artística en una sociedad, pero me resulta macabro que se simplifique a la labor de corrección, una profesión que encuentra en la diversidad de sus perfiles la mayor de sus ventajas. No me resulta extraño que ante este imaginario de la profesión del crítico, sumado a la escasez de publicaciones y las limitadas opciones de intervención audiovisual, sea una tendencia la desatención de jóvenes teatrólogos a los nichos que propone el mercado laboral como comentaristas o especialistas dedicados a encauzar las deformaciones del gusto popular.
Aplaudo la búsqueda de complementar el conocimiento adquirido asumiendo el riesgo de la creación. Es cierto que para generar un producto artístico se necesita cierta especialización, experiencia y potencialidades que materialicen correctamente una intención, pero en el contexto cubano sobran los ejemplos de directores teatrales que se han iniciado en el oficio construyendo un puente desde disímiles saberes y prácticas hacia la organización de un proceso creativo. La diversidad de esos puntos de partidas pudiera ser garantía de una pluralidad poética. Existe cierta sobredimensión del rol del director, culturalmente se ha cristalizado que esta práctica implica capacidades múltiples, tal vez por la complejidad de las tareas que nos toca enfrentar, sin embargo, esto no deja de ser reflejo de ciertos contextos de producción. La coincidencia la encontramos en la visión de Grotowski, quien plantea el concepto de “espectador profesional”, como base del oficio. Si damos esta idea por cierta, se mezclan las parcelas y emerge una práctica compartida: la observación. De ahí en adelante cada cual procederá con su mezcla personal de intuición y técnica. Me alineo con el maestro Peter Brook cuando expresaba que “uno se hace director creyéndose director y después convenciendo a los demás de que eso es verdad”.
III
Si estamos hablando de un hipotético fracaso de la crítica o una evidente falta de atención, no creo obedezca a la transgresión del rol que se le quiere endosar al crítico como juez, y no parte de un movimiento. No quiero pensar al crítico solamente como un supervisor de “la máquina”. Me seduce que la agudeza de su pensamiento logre incidir sobre un procedimiento, modificar un contexto o enrumbar un proceso creativo. Una visión reduccionista de la crítica establece que la imparcialidad y pasividad es garante de una mirada integral y descontaminada del fenómeno. Desde esa zona poco comprometida no me resulta raro que la atención disminuya y constituya un fracaso el intento de que su voz sea escuchada y tomada por útil.
Puedo comprobar la existencia de un sujeto críticamente activo, cuando lo he visto revisar la calidad de su interacción con el movimiento teatral y no le basta una mirada esteticista sobre la escena, conociendo las condiciones de producción del espectáculo y su contexto de creación. Un crítico me convence cuando suma a su análisis, la potencialidad del teatro nacional y reconoce la vergonzosa brecha que existe entre el oriente y el occidente cubanos en cuanto al acceso a la información, o al considerar materias tan aparentemente pedestres como la implementación de la legislación que beneficia la práctica artística. El crítico debe identificar a través de la escena, las posiciones y prácticas de la institución productora, las fortalezas y debilidades de la formación artística o la disponibilidad de recursos humanos con que los directores hacen malabares para sortear el azote de la migración.
Si se desea acortar la distancia, que en lamentables ocasiones apreciamos entre la realidad donde se forja el hecho artístico y la burbuja desde donde se juzga, habrá que trascender las convenciones impuestas, sobre todo cuando el impulso de ese juicio obedece a rutinas y encargos. No disminuye el rigor y responsabilidad de la mirada el sopesar las causas, obsesiones y circunstancias sobre las que se edifica el material juzgado. Tal vez las estrategias que articulan el pensamiento crítico deban ampliar sus zonas de operación para acercarse al vórtice de la dinámica teatral y desde ahí cumplir su función a cabalidad. Tal vez se deba invadir la institucionalidad y conquistar cuotas de poder que permitan crear, definir o encauzar políticas que estimulen el pensamiento teatral. Tal vez el dominio de ese arsenal teórico deba ponerse en función de cuestionar e impulsar el difuso programa de desarrollo que tienen las artes escénicas cubanas. Mi asesor, teatrólogo por definición, me dirá que llego tarde a estas proposiciones y que estoy esbozando una agenda que al crítico le sobrecargaría sus posibilidades de acción en las actuales circunstancias. Tal vez tenga razón, como casi siempre. Sin embargo, aún hablamos de crisis y desatención, y volver a machacar sobre demandas ampliamente postergadas, no constituye una ofensiva que saque la carreta del bache. Todas las partes tienen responsabilidad con la crítica: la creación que se alimenta de ella a conveniencia, la institución que la utiliza- también a conveniencia- y las cómodas zonas donde se emplaza el pensamiento crítico cuando lo conveniente es ajustarse a las guaridas diseñadas.
Si me aventuro a sugerir posibles caminos para aumentar la percepción de utilidad de la crítica, es porque he sido seguidor y beneficiario de sus potencialidades. Más allá de la oportuna visualización de nuestro trabajo, doy fe y vivo eternamente agradecido al empuje de su gestión. Me consta que no han sido pocos los tirantes debates sobre la pertinencia de asentar un filtro ideológico a la programación teatral cubana, donde la exclusión de los creadores ha sido atenuada por la presencia de profesionales de la crítica que han defendido una posición gremial. Fuerte evidencia de su compromiso con la preservación de un teatro que responda a la tradición nacional, mas allá de intereses estéticos y presiones políticas. Hemos agradecido la oportuna intervención de la crítica en el diseño de festivales y eventos que han encontrado más su coherencia en el pensamiento teatral que los atraviesa, que en los objetivos que deberían sostenerlos. Aún hallamos en las publicaciones especializadas una amplia visión de lo que pudiera ser el teatro cubano y sus disímiles conexiones con otras disciplinas artísticas y sociales, dotándonos de un sentido de ubicación en el complejo entramado cultural de la Cuba contemporánea.
Todo esto obedece más a una vocación de resistencia, que a un compromiso profundo con el empoderamiento de la crítica, por parte de creadores y funcionarios. Quizás se tema a que su misión termine asumiendo encargos que históricamente han sido descuidados por las partes. Tampoco veo un problema en esto. Defiendo la interdisciplinariedad, siempre que se sostenga en la responsabilidad y la competencia profesionales. Acorde con la velocidad de los tiempos que vivimos, e imaginando un escenario futuro donde los oficios se revalorizarán en función de su eficacia, para responder a disímiles necesidades; no me parece descabellado incitar a la crítica a un desbordamiento, a una expansión de sus territorios, a la exigencia de una autonomía en la gestión de sus mecanismos comunicacionales, en sus líneas de investigación, en la resolución de sus limitaciones ya perpetuadas y que de vez en vez suscitan polémicas, pírricas victorias o lamentables renuncias; pero no acaban de proporcionarles un flexible escenario para su libre albedrío.
No hablo del fin de la especialización, ni incito al intrusismo que desenfocaría su misión. Hablo de liberar a la crítica de su pesado arquetipo orientador como principal funcionalidad aprobada. La convoco desde la docencia, la asesoría, la curaduría, la escritura, la política y/o el performance, y amparada en el respeto que ha ganado como recolectora, moderadora y modeladora del teatro cubano, a que transforme su pensamiento y su acción.
Matanzas 11 de junio de 2020
*Este artículo es parte del dossier La crítica teatral hoy, publicado por la Revista Tablas en su Anuario 2020. Para solicitar la revista en versión digital puede contactarnos en revistatablas@cubarte.cult.cu, o a través de nuestra página oficial de Facebook: Casa Editorial Tablas-Alarcos.