A propósito de Aire Frío
Por Yamina Gibert / Fotos Buby
Todo comienza cuando Luz Marina quiere comprarse un ventilador, pero el dinero no le alcanza. Oscar, quiere publicar unos versos, y no tiene dinero. Llega Enrique, con dinero, pero no quiere perderlo (y lo pierde). Después sabemos de Luis, el hermano que emigró a New York, y que enferma quedando sin medios por un accidente doméstico. En fin, todos parecen ir al fondo de un abismo sin puertas.
Parece sencillo, pero Virgilio Piñera desde el silencio siempre habla. Habla demasiado. Es de esos autores que mejor cuenta el drama y lo cubano, valiéndose del juego de la vida y sus absurdos. O simplemente del retrato particular que hace de su “ciudad-isla”. Sabe entrar en la realidad, en los entornos. Del complejo político y social extrae hábilmente esas historias mínimas, para comprender lo cierto y lo imaginario. Hallar grandes verdades: unas dentro de otras. Virgilio inquisidor las mira simplemente, o las moldea como un artesano, después sonríe desde el Olimpo.
Aire frio es un clásico impecable, sin embargo, Carlos Celdrán logra versionarlo de forma tenaz y exacta. Alcanza construir una deliciosa puesta, que bien puede calificar entre las mejores del teatro cubano de los últimos diez años.
La innovación la consigue por la defensa que obtiene del clásico, y de la tradición revisitada en la modernidad. Por la defensa de la tradición de la palabra cubana, y por el manejo de la historia colectiva y de la psicología individual y popular.
Carlos reta, reacciona, desafía. Relaciona el contexto abarcando archiconocidos temas de familias cubanas y sus crisis, pero los renueva. Rehace con inteligencia y construye su versión con mesura. Sugiere, expone, revela daguerrotipos, y abarca todo el país y sus conflictos. Así nos encontramos con el teatro y el teatro nos encuentra a nosotros, porque también se trabaja la historia análoga que relaciona el mundo en contexto de siglo XXI, y vuelve atrás al siglo XX. Está la cotidianidad, la costumbre, y un tiempo histórico que no parece avanzar.
La vida sigue igual para los peces de este pequeño “Pueblo-Isla”, y para él insiste en trabajar lo estático en la evolución de la historia, la que media entre nosotros y Virgilio, un círculo vicioso subrayado con humor negro. Porque Celdrán sabe cómo mover los resortes emocionales del espectador. Juega con el melodrama amargo, irónico, trágico, cómico, con el absurdo en la conciencia colectiva que aúna al público con la escena. Podríamos llorar o reír con nuestros problemas, o de pronto no saber qué hacer con ellos y tirarlos. ¿Un mecanismo de defensa? El choteo cubano. Pero aquí no es tan simple. Es importante saber cómo huir del cuerpo/isla que es como un imán poderoso. ¿Cómo podríamos ayudar a los Romaguera? ¿Qué se puede hacer con “Peces de Ciudad” que se mueven entre migraciones constantes? ¿Cómo podríamos ayudarnos a nosotros mismos? Todo es demasiado nuestro, muy vernáculo, muy catártico. Es real.
El vernáculo se maneja en la forma, en el cómo se representan las relaciones humanas “a lo cubano”. Relaciones amor/odio, ocurrencias dicharacheras, solidaridad de vecindario, versos, problemas, en fin, poesía teatral y complicidad humana. Celdrán con estos elementos y hábil dramaturgia espectacular, teje sabiamente la curva de atención del espectador, hace sutil y constante el referente real. Su fragmentación es discreta, no percibimos las costuras en el hilván de los sucesos.
En esta puesta, sobre la escena, está representado todo lo que yo deseo del texto original. Un montaje sencillo, sin polvo y sin telarañas del tiempo. Ese es su mérito mayor. El diseño del espectáculo es armonioso, exacto. Tiene cuidado de las sutilezas para localizar esos subtextos que lo traen al hoy contemporáneo. Crea un dispositivo coherente, capaz de dar vida al concepto del hecho estético. Es puntual la integración de los medios técnicos, porque los códigos de la escena están bien estructurados.
La atmósfera es enriquecida por hálitos de luz. Es densa, sin aire frio. Trabaja hasta el cansancio el detalle de las acciones, el sonido sugerente, lo ríspido, lo árido. El “estar” dramático, también está permitido por la sobriedad de la escenografía y la selección exacta de objetos y ropas de vestuario.
En las relaciones actúan los vacíos de la escena, y la falta de riqueza material que dibuja la pobreza de todos (de nosotros y de ellos) o de la isla que lleva el peso de no saber qué hacer. Ese diseño de arte exquisito me dice que en todo hay cierta influencia cinematográfica. Hasta nos sentimos dentro de un set de televisión, recorriendo el espacio con la mirada, como si fuéramos una cámara, pero si cerramos los ojos, sentimos también el efecto de cuando escuchamos la radio y respiramos con la ingenuidad del optimismo, porque esto ojalá pudiera ser solo teatro.
Pero la verdad es demasiado brumadora porque los personajes que se materializan son nuestro centro de atención. Los actores y sus personajes nos comprometen con su situación extrema, mientras nos miramos por dentro y encontramos en nuestra vida algún suceso similar. Ellos están juntos, pero enajenados en sus islas, tratando siempre de anclar al otro en medio de difíciles relaciones filiales. Sin embargo, a nosotros nos ganan como público a su favor.
Yuliet Cruz sortea muy bien la tragedia de su personaje. Con sus gestos, postura corporal, inflexiones, y transiciones precisas, lo dice todo. Su tarea escénica de llevar el hilo conductor está cumplimentada. La cubanidad de Luz Marina la construye hasta los tuétanos, un personaje difícil y envidiado por cualquier actriz.
La presencia de Pancho García es magistral. En él es significativa la manera sabichosa con la que edifica la evolución de su personaje sobre la escena. Verónica Díaz, su “partenaire” sumisa, apocada, con discreción ilumina los momentos contradictorios de su amado Ángel. Deliciosas son las apariciones de Michaelis Cué y Waldo Franco en sus útiles personajes de reparto, que son imprescindibles para los momentos climáticos de la última parte de la historia. Completa el elenco Alberto Corona y José Luis Hidalgo, quien ilustra bien el pensamiento de la miseria que no se debe notar, y Rachel Pastor, la vecina que viene del aire exterior ahogada de calor.
Con todo el público disfruta, se asombra, se conmueve. Queremos regresar a la casa de Ayestarán (muy cerca de la Plaza) por otra función.