Por Omar Valiño
El pasado 19 de enero cumplió 80 años el gran actor cubano Mario Balmaseda, leyenda viva del teatro, el cine y la televisión cubanos. A pesar de los días transcurridos, no quiero pasar por alto el onomástico cerrado de quien ha aportado tantas imágenes esenciales a nuestro arte de la segunda mitad del siglo XX hasta acá.
En 1959, todavía un muchacho, se queda solo en Cuba. Más de una vez lo escuché contar que, con la salida del país en la mano y con su familia del otro lado, un encuentro con Eugenio Hernández Espinosa en la Biblioteca Nacional, diría yo que nada fortuito, lo convence de permanecer aquí. A lo largo del tiempo, su nombre aparecerá asociado al de Eugenio como protagonista de varias piezas importantes del dramaturgo cubano, con quien comparte además una misma vocación hacia el teatro político y popular.
Balmaseda enrumba sus inquietudes en el turbión de los primeros proyectos de la Revolución para el teatro. En 1960, está ya inmerso en la génesis de lo que luego serían las Brigadas Covarrubias, formaciones para llevar el arte escénico hacia lugares apartados de la Isla. Se inscribe en el Taller de Dramaturgia del Teatro Nacional. A fines de los 60 se encuentra entre los fundadores de Ocuje; con Roberto Blanco, actúa y escribe. En esa época, va a estudiar al Berliner Ensemble.
Para entonces, su fundador, Bertolt Brecht, había muerto, pero su legado andaba vivo allí, en el edificio situado en el centro mismo de la ciudad de Berlín, entonces dividida, al mismo tiempo que se había expandido por medio mundo como un vehículo de pensamiento y lenguaje teatrales para leer y expresar la realidad de un mundo en plena efervescencia y cambio.
La marca de agua de Brecht lo acompañará en lo adelante. En la fundación del Teatro Político con el nombre del autor de Galileo Galilei, a principios de los 70; en su célebre caracterización de Lenin, en El carillón del Kremlin; en la dirección de Andoba y La panadería, donde él mismo exhibía, entre el difícil extrañamiento y el clown, una clase de actuación brechtiana.
Por eso, cuando en el último Festival de Teatro de La Habana, en 2019, presenté, ante el público del Teatro Martí, El círculo de tiza caucasiano, de la mítica agrupación alemana, por primera vez en Cuba, no dudé en dedicar la función a Balmaseda, aunque él no pudiera asistir por razones de salud.
También el cine cubano lo tiene como una de sus figuras principales. Entre otros muchos filmes, su presencia en Los días del agua, El hombre de Maisinicú, De cierta manera, Baraguá, En tres y dos, Se permuta y en La inútil muerte de mi socio Manolo, es inolvidable. Como en la televisión, En silencio ha tenido que ser.
El día de su celebración, entre otras tantas personas e instituciones, saludé en las redes estas ocho décadas con un viejo texto de La Jiribilla, publicado en enero de 2006, a propósito de recibir el Premio Nacional de Teatro, hace ya tres lustros exactos. En 2019, se le otorgó el de Televisión, y me habría gustado también verle el de Cine. Durante esa jornada de cumpleaños, me emocionaron los sentidos mensajes para él de cientos de personas. Nuestro pueblo, nada olvidadizo de lo trascendente, sabe que es el tributo justo a los ochenta rostros que nos ha regalado Mario Balmaseda.
Foto tomada del sitio Cubasí