Por Frank Padrón
Los problemas de la violencia a varios niveles etarios y sociales dentro de un mundo enajenado y disfuncional, constituyen el magma que soporta la pieza Un dios salvaje (1994), de Yasmina Reza (Gran Premio de la Academia francesa en el año 2000 por su escritura específicamente dramática, aunque ella es también novelista y actriz), que el grupo Mefisto Teatro ha estado presentando en larga temporada.
El magma deviene lava que explota cuando dos parejas se encuentran intentado resolver un asunto de agresión entre sus respectivos hijos adolescentes, lo cual permitió a la autora reflexionar no solo en torno a quiebra de valores de la familia en las sociedades contemporáneas sino en las angustias y vacíos existenciales de la época: lo aparencial que se rasga mostrando grietas morales, la falsa respetabilidad burguesa, el matrimonio como institución decadente y cimentada en parámetros donde el amor no es precisamente la base, y la corrupción de las industrias farmacéuticas -emblema de otras tantas esferas- en tanto mal endémico dentro del más salvaje capitalismo.
El texto de Reza es visceral, desarrolla el crescendo en las relaciones interpersonales de esos dos hombres y dos mujeres (admirablemente caracterizados en sus flaquezas, secretos y ambiciones), quienes rasgan los velos de la civilidad y las buenas costumbres para destrozarse verbalmente y hacer brotar sus vulnerabilidades en tanto personas y parejas.
Con evidente influencia de Albee (Quién le teme a Virginia Woolf) y el Harold Pinter de Regreso al hogar, Un dios… conoció en 2011 una excelente versión cinematográfica, a cargo nada menos que de Roman Polanski y ha generado no pocas puestas en escena internacionalmente.
En la que propone Mefisto Teatro, dirigida por Ariel Albóniga, debe celebrarse la notable estructuración escénica, para lo cual el espacio de la sala Tito Junco resulta muy dúctil, de modo que el desplazamiento e interacción de los actores corresponde a la rica dinámica del dramatis personae. También las luces (Marvin Yaquis) acentúan la tensa y desgarradora atmósfera que va conformando el relato teatral.
Sin embargo, el trabajo actoral no logra trasmitir la complejidad e intensidad de los conflictos, al punto de que esa gama de (re)sentimientos y (bajas) pasiones que agitan la diégesis, queda en la epidermis del espectador.
Sobre todo, las escenas en que el nivel etílico asciende estimulando la agresividad y el afán (auto)destructivo de esos seres tan heridos como hirientes, rozan la caricatura, y en casi todos los desempeños se percibe falsedad e incapacidad para comunicar el complejo mundo interior de los personajes y la riqueza dramática de las situaciones.
Quizá un mejor casting o un más intenso trabajo en la dirección de actores redunde en mejores resultados para futuras puestas. Por lo pronto, de cualquier manera saludamos la ojalá indetenible práctica de traer a nuestros escenarios lo más valioso de las tablas en todo el mundo.
Fotos Buby Bode