Por Esther Suárez Durán
Un regalo teatral nos ha traído el mes de mayo. Verónica Lynn está de nuevo en escena. Con Jorge Luis de Cabo, nos reinventan Frijoles colorados, la excelente pieza de Cristina Rebull que conocimos al inicio del milenio. Y todo esto tiene lugar en ese espacio encantado que es la sala El Sótano, sobreviviente junto a Hubert de Blanck, de las famosas salitas habaneras de la segunda mitad del siglo XX, aquellas donde Verónica realizó la primera etapa de su carrera cuando se lanzó apasionadamente en pos de un sueño, la que sentaría las bases de su ética, de su respeto por la profesión, y la proveería de los conocimientos técnicos imprescindibles, aprendidos de los mejores, puesto que se trataba de una época de grandes, como ella misma los ha calificado.
La actriz supo desde entonces el valor de la disciplina y el estudio, de la preparación y el entrenamiento, la necesidad de la cultura. Además del talento y las disposiciones naturales estos otros figuraban como aliados que podían decidir una carrera.
Muy pronto los directores entendieron que iba en serio y era estudiosa. Las referencias disímiles y dispersas sobre todo ese período apuntan a desempeños siempre logrados en obras y agrupaciones muy diferentes hasta que, en 1962, cuando alcanzaba los treinta y un años, fue protagonista de dos hitos de la dramaturgia y el teatro cubanos con apenas meses de diferencia. Interpretó la Camila de Santa Camila de La Habana Vieja, de José Ramón Brene, y la Luz Marina Romaguera de Aire frío, de Virgilio Piñera en un momento en que el teatro no era asunto de unos pocos, puesto que las conquistas de sus huestes, en las décadas previas, posibilitaron su mayor presencia social ahora que por primera vez contaba con la atención institucional y los recursos financieros necesarios.
El resto del trayecto hasta hoy nunca ha sido fácil, aunque quien lo recorría era una artista de probada inteligencia, sensibilidad y disposición. Las mismas cualidades que le han permitido festejar sobre la escena su cumpleaños noventa y dos con una nueva producción que no solo protagoniza, sino que dirige con todas las de la ley en un período donde la producción de cualquier tipo de bien cultural se torna empresa harto difícil.
Verónica escoge Frijoles colorados, de Cristina Rebull Pradas (Matanzas, 1960), obra y creadora que les resultan cercanas, con la última ha compartido proyectos y escena.
El texto resultó finalista junto a otros tres, todos de excelencia y sumo interés, en la primera edición del Premio de Dramaturgia Virgilio Piñera convocado por la casa editorial Tablas – Alarcos, celebrada en el 2002, y dialogó con el público por esos años con las puestas de Teatro D’ Dos, en La Habana, y Teatro del Sur, en Unión de Reyes pues se trata de una propuesta sumamente atractiva, con una alta carga de teatralidad que subyuga por igual a intérpretes, directores , diseñadores y cualquiera otra de las especialidades que concurren en el hecho escénico.
Es fácil localizar sus referentes en obras como Esperando a Godot, de Samuel Beckett, y Dos viejos pánicos, de Virgilio Piñera, entre otros posibles. Inscrita en el absurdo es recorrida, además, por un delicioso sentido del humor que acompañan el desenfado y un intenso ritmo, junto al disfrutable ejercicio – coherente con el género seleccionado — de la libertad de opciones creadoras.
La acción tiene lugar en un sitio paupérrimo y olvidado: “una mansión abandonada”, dice la autora en su acotación general, “escasos y viejos muebles rotos”. Ello posibilitó reducir al mínimo los elementos escenográficos y trabajar en el escenario desnudo, sin aforo alguno. De esta manera es el trabajo del actor el principal recurso expresivo, apoyado por el diseño de iluminación de Marvin Yaquis y Manuel García –que sigue la pauta de la sobriedad y la discreción— y por una banda sonora (Sheyla Pool) que se reduce al sonido característico de la olla de presión y el ruido necesario para hacer presente la presunta fuerza en conflicto, el “alguien más” que está en la casa.
Los personajes a cargo de la trama son dos ancianos: Matilde y Federico, que ya han olvidado la relación que los une y que, a cada tanto, descubren y ensayan un posible vínculo entre ellos (hermanos, matrimonio, pacientes de un Psiquiátrico, madre e hijo son los roles que esta puesta reconoce). Los une sustancialmente el hambre y el condumio que se intenta ablandar en la olla. Finalmente, su defensa, se vuelve “la defensa en sí” del lugar, del espacio cuando hasta los frijoles, duros, hallan un mejor uso.
Verónica y de Cabo, con el concurso de Migneli Hung como asistente de dirección, crean dos criaturas estupendas y, sobre todo, producen una brillante relación entre ellas. Se valen, por supuesto, de todo ese arsenal maravilloso de procedimientos y medios con que cuenta el actor (a veces también ponen alguno en solfa) y, sobre todo, se apoyan el uno en el otro –resuenan, crecen– en un intercambio donde prima ese algo tan preciado como es la simple verdad escénica. Puedo decir que de los desempeños que he admirado de Cabo (incluyo su meritoria labor en Muerte en el bosque) este es mi preferido.
Ha encontrado la deliciosa y bien escrita obra de Cristina una excelente puesta que recorren el humor y el buen gusto; en suma, el buen hacer teatral. Ese oficio eterno que da voz a las circunstancias en que se produce el hecho artístico. Esta vez el texto ha tenido un breve corte, una cisura en pos de la coherencia del punto de vista de la puesta que, desde el inicio, avanza indetenible, aunque por momentos pareciera que se suspende y se hace espuma; el que, sin que tengamos plena conciencia de ello prepara la elaborada e impactante imagen final, esa que produce la última vuelta de tuerca, la que realiza la definitiva operación carnavalizadora aunque, entre nosotros, mal que nos pese, el recurso se quintaesencia con el bufo.
Ahora sí: la mesa está servida.
Fotos Renadl Cruz