Por Yamina Gibert
Underground, por estos días anda de moda la serie norteamericana Juego de tronos, una fantasía folklórica de reyes, princesas y caballeros andantes medievales, que “reversiona” mitos precristianos de la cultura celta y anglosajona, para mostrar violentas luchas dinásticas por el trono de hierro de un continente ficticio. Game of Thrones, de factura muy a tono con estos tiempos postmodernos (sangre, horror, perversión, violencia de género) despliega la metáfora del poder y la desintegración familiar y social, en fin, del caos barroco y la distorsión en un producto artístico muy representativo del desorden global.
Hacer arte escénico en este ámbito de creación de objetos culturales digitales que rivalizan con el teatro, que se corresponden con los recursos y mecanismos propios del sistema industrial, como la repetición y la cultura del exceso, surgida junto a la moda piercing y del tatuaje; crea y planifica con astucia modos sutiles manipuladores en este nuevo contexto de tribus urbanas. En medio de ello y en sentido contrario, el teatro busca subsistir con sus medios, por ejemplo, creando una estética que se contrapone al régimen escópico, barroco y comercial. Pero en la actualidad post-postmoderna, en que la vuelta al pasado es recurrente, hay un nuevo post teatral que incorpora otros diálogos, los cuales profundizan mucho más en las relaciones humanas y sociales.
La vuelta al mito clásico en el teatro del siglo XX y ahora en el siglo XXI, tiene que ver con una necesidad antropológica de recurrencia al pasado, a la historia para explicar el presente. La escenificación en el teatro de cuentos anteriores, garantiza otra espectacularidad teatral, el rescate de los signos que siempre funcionaron en la recepción del espectador y que resultan eficaces para activar la memoria genética universal que vuelve por el ritual secularizado.
Entre las formas performáticas contemporáneas, el teatro de pequeño formato en América Latina, también gana espacio por las circunstancias económicas complejas de nuestro continente. En Cuba no solo ha constituido una alternativa de supervivencia, esa forma de representación focaliza; queramos o no; los elementos prioritarios del teatro. Una fórmula, donde la presencia actoral en relación con el público, se vuelve decisiva en la puesta en escena por encima del adorno. La intimidad de muchas de esas propuestas deja al desnudo la inevitable teatralidad frente a su observador.
Salir de casa, volver al teatro en estos tiempos a veces es difícil, aunque todavía es la opción de muchos. A pesar de las series, del video juego enajenante o del reguetón, del medio ambiente; siempre queremos volver al teatro, por esa suerte de enlace humano que es privilegio del ser ditirámbico que aún yace en nosotros.
Aprovechando la invitación de Julio Cesar Ramírez, regresé al teatro por Pasión King Lear, curioso texto de Yerandi Fleites sobre las relaciones del poder y del teatro. Una reinvención de la tragedia del Rey Lear de William Shakespeare, que es un juego de tronos pero otro juego. La obra de 1606 motivada por fuentes históricas de la Britania, que cuenta de un rey viejo, muy viejo, que dio en vida su herencia de bienes terrenos a sus hijas, recibiendo por respuesta su ruina y la total ingratitud.
La familia se desvanece. Todos luchan por el poder y en consecuencia sobreviene el efecto trágico: la ceguera, la locura y la muerte de los personajes que equivocaron sus actos por ideas inconsecuentes para atraer el destino fatal. De esta manera Shakespeare propuso una parábola política y social, un clásico que siempre podría volver para cualquier universo.
La tragedia shakesperiana es un excelente pie forzado, un buen pretexto para que Yerandi dramaturgo y Julio Cesar director, hablen del presente, pues la dramatización de acontecimientos modélicos recrea la unión entre la actividad creativa teatral y el deseo mítico humano en un espacio de socialización colectiva. En ello está el deseo de conservar claves ocultas, que mueven el pensamiento y el debate filosófico que nos acompaña en todos los tiempos.
Este juego escénico que fabula Yerandi con su escritura y que sincretiza Julio César sobre la escena, bien puede estar inspirado por el sentido del teatro de la época del cisne de Avon. Recordar que en The Globe, la representación de los amplios y complejos libretos shakesperianos, además de mezclar realidad y fantasía, proponían una representación eminentemente sintética, con total economía de recursos expresivos escénicos, siendo singulares a propósitos del propio sistema político. Un verdadero juego teatral, vernáculo y crítico de su tiempo.
En la sala Raquel Revuelta, sede de Teatro D Dos, el equipo realizador, donde han intervenido Omar Valiño, con su hábil rol de asesor, y los actores Irina Davidenko, Fabián Mora y Edgar Medina, discretos, ganando precisión cada día de la temporada, junto al apoyo técnico; comienza el juego del teatro con la inversión de los espacios para crear otro tipo de relación con el espectador.
Les voyeurs entramos por el fondo. Nos da la bienvenida el director de los actores, que pacientes esperan sentados a la mesa. Parece que degustaremos una buena oferta.
Poco a poco ocupamos el teatro arena que ha sido dispuesto sobre el escenario, pero el dispositivo escénico no solo abarca el tabloncillo. Durante la continuidad de la fábula, el telón de boca de pronto nos sorprende con la desnudes de la platea azul. Pensamos en una montaña, en un acantilado, en una frontera, estamos casi al borde del abismo. Y el mar, donde se mueven por momentos los actantes, será el espejo que nos devuelva las palabras y los problemas del conflicto.
El imaginario visual es tratado con sobriedad para la práctica significante. Aquí el peligro de la cultura visual que pudiera adquirirse por las formas del mal escénico digital o la exuberancia de gangarrias no envician, sí se condiciona un tipo de recepción que nos extraña pero sin dudas funciona. En el caso de este pequeño formato, se propone la aprehensión de los conceptos desde la muestra más sencilla o aparentemente más simple. Se trata de utilizar lo indispensable para decir o hacer reflexionar, para generar el encuentro más directo con la opinión o punto de vista de los artistas.
Siguiendo este sentido se da continuidad al desarrollo de la poética del arte del actor en Teatro D’ Dos. Este es su principal recurso expositivo, que se une a la renovación espacial por una nueva socialización del conocimiento, del mito y su actualización contemporánea en la plaza pública que constituye el teatro.
Son solo los tres actores hacedores de este complejo entramado teatral quienes parten del micro mundo mesa al macro mundo platea-teatro-mar.
Concentrar personajes y textos en síntesis por cada actor, con esos arquetipos creados para el decir de máscaras que son rostros reales, no escondidos siquiera por el maquillaje que es simple; es para Julio César Ramírez el punto de partida, junto a lo que le propone la propia edificación teatral del complejo Raquel Revuelta.
Al principio esos actores discuten el destino, el cómo hacer la obra, como armar la escena, como armar el país. Sobre la mesa colocan a los personajes, al teatro y al destino de una nación. Parten y reparten, la isla que está en juego y es denso su peso maldito. Así se determinan a los hombres como objetos, como imágenes de las esencias ilustradas en el original o por el punto de vista del autor frente a la obra de Shakespeare. Frente a todo permanece el diálogo filoso del director que ha podado el texto para la escena de la manera más coherente posible.
Ese juego de apariencias que comienza desde el primer momento, construyendo al teatro dentro del teatro, hace que el actor y el personaje entren y salgan de sus múltiples rostros. Son protagonistas, igual antagonistas, toda suerte de personajes de distintas nomenclaturas, devenidos por la reinvención del mito Shakespeare. Cada uno en su momento y espacio, como trozos de islas que convergen en el círculo vicioso.
Travestidos los actores por vestuario y por actuación; discretos, sutiles, vencen en el juego de las oposiciones al poder, vencen en el paso de los poderes transitorios del actor al personaje, a los personajes mismos distanciados del actor, porque el complejo texto ha sido asumido sin complejidad, con modos actuantes inteligentes. El esfuerzo es notable, pero los actores no muestran el esfuerzo de su pasión, no denotan cansancio en los distanciamientos. La actuación está bien dosificada desde la dirección.
Esos actores, medidos e intensos, son criaturas que logran ofrecer en equipo la garantía de una representación lejana del barroco y de los extremos de la violencia escénica. No solo trasgreden espacios, el juego con la proxemia, invertida-advertida, nos acerca desde dentro a todos los que cumplimos un rol social en este espacio. Todos nos convertimos en cómplices al quedar encerrados en el círculo de Bretaña. En estas fronteras no tenemos la posibilidad de perder la atención. Al final, la cerca metálica, que cae como telón de boca, tampoco nos permite pasar al mar.
Dice Omar Valiño en sus notas al programa: ‘‘La pasión King Lear recorre por completo los caminos del peso de esta enorme isla y nos habla sobre el traspaso del poder y las máscaras de la traición‘‘. Evidentemente han circulado esas máscaras una y otra vez ante nosotros con el debate de la Isla. Por ellas ocurre el encuentro del público que queda satisfecho con los contenidos. La conciencia crítica, real, mueve el avistamiento de las grietas de la envoltura del poder supremo, del caos del orden cósmico, de los avatares de la modernidad y sus peligros, de las intrigas y la incomunicación que pudren a los seres humanos. Por todo esto se logra la gran emoción que garantiza la empatía con la escena.
Al final, igual que pensábamos antes ese debate coexistiendo con la obra, volvemos a casa con la Isla a cuesta. Convenimos en que hoy hicimos bien en salir del hogar.