Por Enrique Río Prado
En el siglo XIX los teatros habaneros se concentraban en la zona alrededor del actual Parque Central, entonces de Isabel II. Allí se alzaban, majestuosos, los escenarios del Tacón, el Payret y el Albisu. Y un poco más alejado, hacia el parque de la India, se hallaba el Irijoa. Junto a estos grandes espacios, en la segunda mitad de la centuria comienzan a abrirse al público pequeños locales adaptados, algunos ubicados en los altos de comercios, como es el caso del teatro Cervantes, que funcionara entre 1868 —en que fue inaugurado con el nombre de Ariosa, su propietario— y 1890, en que quedó definitivamente clausurado.
El Cervantes se hallaba situado en la esquina de Consulado y San José, en los altos del restaurante El Palacio de Cristal. En la acera de enfrente les quedaba la salida de los artistas del Gran Teatro de Tacón, quienes, cuando terminaban de actuar iban a comer al restaurante, especializado en anguilas.
Durante sus primeros años el Ariosa funcionó de manera irregular y alterna, con compañías bufas cubanas, de zarzuela española e incluso alguna que otra de dramas y comedias. En algún momento cerró sus puertas por varios meses y no fue hasta 1875 en que el tenor cómico y empresario español Emilio Carratalá se estableciera en ese escenario —reabierto ahora con el nombre de Cervantes— con un régimen de programación por tandas de tres o cuatro funciones diarias, al estilo del teatro por horas madrileño. Al final de cada tanda se anunciaban números de bailes ajenos a la pieza en cuestión y así se presentaron en La Habana desde aquella lejana época números de cancán —llamado criollo, por imitación del americano que hacía furor en el Norte, sobre todo desde que Offenbach visitara el país vecino en 1876—, con bailarinas provistas de medias a rayas de vivos colores que cubrían sus piernas hasta el muslo. Y allí subió también a los escenarios habaneros la rumba, en una variante escénica coreografiada que dio en llamarse el papalote.[2]
En su Nuevo catauro de cubanismos, el sabio cubano don Fernando Ortiz, ofrece una descripción somera de aquella coreografía: «En este baile, el bailador imitaba ante la mujer los movimientos manuales del muchacho que mueve el cordel con que empina y hace volar el juguete llamado la cometa al cual en Cuba decimos el papalote, por influencia de México, donde también se dice así a la cometa, aplicándole una voz india que significa mariposa.[3] La mímica del empinar se traducía fácilmente en sentido pornográfico».
El origen popular de aquel ritmo bailado en los patios solariegos de las zonas urbanas más humildes de La Habana y Matanzas, lo marcó peyorativamente durante casi dos siglos y fue siempre considerado impropio mostrarlo fuera de su habitual entorno. El publicista Esteban Pichardo lo define en su diccionario como «Baile y canto de la gentualla».[4] En la prensa de la época se hicieron comunes comentarios condenatorios cuando, violando reglas morales, el travieso ritmo hacía su aparición furtiva en medio de una sala de espectáculos colmada de familias decentes. Así, puede leerse en una revista habanera de la época el siguiente comentario:
El pequeño teatro de la calle de Consulado, obtiene por cada estreno media docena de llenos completos. / Y a fe que lo merece porque los dichos estrenos, suelen ser de zarzuelitas muy chispeantes e ingeniosas y su música alegre y juguetona. / Así me gusta, que la empresa sepa escoger de lo mejorcito que se hace hoy en Madrid y nos lo presente. / Pero hay una cosa en Cervantes (siempre el pero, ¿qué quieren ustedes?) que disgusta a las personas cultas que concurren allí. / El escandaloso y lúbrico papalote vuelve a bailarse en aquel coliseo y esto me parece mal. Porque el teatro que cuenta artistas como los Areu, Abella y Robillot, y como la Aced y la Rusquella, no necesita acudir [si lo hace por atraer público] a la exposición de un baile como el papalote, que dicho sea de paso, no constituye baile, por lo grosero e indecoroso que es, hasta dar asco. / La empresa debe suprimirlo porque el público de abajo o sea el de «entrada general» le disgusta y este es el que llena su teatro regularmente todas las noches. / Y después, porque indigna ver a una mujer hermosa y exuberante de gracia, como la joven que lo baila, hacer un papel tan altamente soez, expuesta a las iras de un público, que no lo es menos, (el de arriba) cuando no se presta a hacer todas esas contorsiones y espasmos del inmundo papalote. […].[5]
Sin embargo, a pesar de esta crítica y tantas otras del mismo corte que publicaban las gacetillas de los diarios, el papalote siguió excitando en algunos escenarios a varias generaciones de hombres con aquella coreografía que hoy pudiera parecernos al propio tiempo ingeniosa e ingenua, y el Cervantes consolidó así su fama de «teatro para hombres solos», donde muchas veces se producían escandalosos altercados en el público, como el referido por el Diario de la Marina en sus secciones de gacetillas y crónica policial:
Lo de Cervantes. Anoche hubo en ese coliseo un escándalo mayúsculo, palos, planazos, magullamientos y contusiones, sucediendo después una calma admirable para probar una vez más que tranquilidad es derivado de tranca. […] Terminaba el primer acto […], y debía seguir un baile cuyo nombre no se había anunciado para dar fin a la primera tanda. Unos cuantos espectadores exclamaron: “¡El papalote!” Y otro grupo de concurrentes dijo a grito herido: “¡El papalote, no!”, se armó allí fuerte molote, pero estaba preparado el papalote citado y se soltó el papalote. Lo que en aquellos momentos sucedió [fue] indescriptible. El escándalo pasó de castaño oscuro. La música no se oía y La Pollita en el escenario se zarandeaba, ejecutando las evoluciones del malhadado papalote. Acabóse el baile en medio de la más colosal de las rechiflas, y el público siguió vociferando. Se alzó de nuevo la cortina y hubo nuevo papalotazo y nuevo alboroto, mayor aún que el primero… Terminada la primera tanda, el público debía abandonar el local; más el público no se retiraba y seguía pidiendo un cancán con destempladas voces. La cosa se puso más fea que el cariz del tiempo. La policía intervino, intentando persuadir a los alborotadores para que dejasen el campo libre; pero las vociferaciones continuaban en escala mayor… A las palabras siguieron los hechos. Y hubo mientes como puños, hubo puños como mientes, diluvio de cintarazos, granizada de cachetes. Algunos de los alborotadores no saben aún de qué modo salieron del coliseo. La segunda tanda comenzó a las diez. Mucho reposo. Nadie chistaba. Ni siquiera se intentaba aplaudir. Lo dicho: tranquilidad es derivado de tranca.[6]
Según refiere Federico Villoch[7] en una de sus sabrosas «Viejas postales descoloridas», el papalote fue «creado por Luisa Herrera, llamada La Polla, y su compañero, El Mulato Leopoldo, ambos pertenecientes al cuadro coreográfico del teatro Cervantes […] Después del papalote, que no tuvo más vida que la que le propiciaron sus creadores Luisa y Leopoldo, vino el Yambú, baile monótono,
sencillo, especie de marcha en avance a todo lo largo del salón, cogidos de la mano ambos compañeros, hombre y mujer; y que por lo general se acostumbraba a bailar como último número del programa en los salones públicos del Louvre, Tacón, Irijoa, Capellanes y otros. Pero el Yambú duró poco y fue [… asimismo ] sustituido por la rumba, que llegó a adquirir mayor auge y preponderancia cuando Pepe Serna y su compañera Lina Frutos[8] la estilizaron y revistieron de movimientos y detalles coreográficos de verdadera importancia artística: la [rumba] clásica es un baile que participa de la indolencia criolla y de las fogosidades y enardecimientos de los naturales del interior de África, de donde arranca su más puro origen; con toques del bolero andaluz y contoneos en espiral del sugestivo baile flamenco, todo ello envuelto en una atmósfera de intensa voluptuosidad, y revestido de la ruda elegancia que le comunica el rítmico estremecimiento de los hombros; la ondulación lenta y suave de la cintura y las caderas; y el manejo de los brazos, flexibles tentáculos que sostienen y agitan el pañuelo de seda de colores, complemento inseparable de la bailadora: la música repite siempre la misma frase, como el leit motiv de una oración sagrada».[9]
Así, poco a poco, como queda dicho, desde principios del siglo XX, el papalote fue perdiendo la preferencia de los públicos. Sin embargo, los teatros habaneros para hombres solos continuaban ofreciendo la rumba en sus espectáculos, ahora como una apoteosis final o fin de fiesta, bailada por todos los actores.
A los nombres de tan formidables rumberos escénicos citados más arriba habría que agregar también los de Pilar Jiménez y Regino López, Angelita y Arquímedes Pous, Cuca de la Portilla, la Bella Carmela y Mariano Fernández, Elvirita Vázquez y Camarón, la Bella Zaida y Baby, Margot Nelson y El Habanero, la Bella Camelia, camagüeyana de quien comenta una revista que «bailando la rumba hay que darle medio para caramelo»[10] y la Bella Monterito, realmente llamada Celia Fernández, quien conoció su época de esplendor en el Molino Rojo y en Alhambra donde estrenó la obra a ella dedicada La Monterito en el baño en 1923. A mediados de la década siguiente actuaba aún en el pornográfico teatro Shanghai, junto a la compañía de Arredondo, quien recuerda en sus memorias que «ya le quedaba muy poco de bella, pero bailaba la rumba con mucha onda».[11] Terminó su vida albergada en el asilo Casa de los Artistas, en 1957. Algo menos alejados en el tiempo, brillaron en el teatro Martí las parejas de Carmita Ortiz y Julio Richards, y Candita Quintana y Alberto Garrido.
La rumba, además, sirvió de tema recurrente a numerosas obras y muchos de los títulos de los repertorios del Alhambra (Al) y del Molino Rojo (MR) aluden directamente a ella: La rumba de los dioses (Al, 1903), Adiós a la rumba (MR, 1909), El triunfo de la rumba (Al-1906), Una rumba en Marianao (MR, 1911), ¡Arriba la rumba! (Al, 1918), La rumba de Doroteo (Al, 1920), La rumba en España (Al, 1923), La tierra de la rumba (Al, 1923),
Con los nuevos tiempos ciertos críticos comenzaron a mostrarse inclinados a reconocer la inocua excelencia de aquel ritmo. Federico Villoch en su artículo citado dice que «Jamás fue la rumba un baile antimoral ni pecaminoso; todo su pecado consistió en su humilde y popular origen».
Por su parte El Conde Kostia[12] en su columna de La Lucha, al reseñar el estreno de la revista La Habana trasnochadora en el teatro Alhambra, elogia el desempeño de la actriz Blanquita Vázquez, «en el papalote, verdaderamente deslumbradora» y ofrece una interesante descripción de la coreografía:
Es un baile muy lindo, cuando se baila como se bailó anoche, imprimiendo al cuerpo la gracia serpentina del papalote, rimada por la habilidad del compañero al tirar y dejar irse sucesivamente el curricán.[13] Nada más casto ni más gracioso que la serie de movimientos de Blanquita, alzando gradualmente su cuerpo encogido, conforme Feliú[14] empinaba el papalote, la serenidad con que ondulaba aquí y allá a las sacudidas del hilo invisible y visible por la magistral manera de agitarlo Feliú, la aproximación y el alejamiento del papalote femenino, conforme lo soltaba y lo atraía el bailarín, y por último, las vueltas rápidas sobre ella misma, que la danseuse daba como un trompo de encajes, cuando tirando, tirando la atrajo hacia sí, su compañero. / La música seguía como un comentario sonoro los altos y bajos del papel cruzado de güines que simulaba la bella y gallarda criatura. / Ese número musical, aplaudido ruidosamente, es el clou[15] de la obrita, en donde abundan los números musicales, muy bellos —valses, rumbas, boleros, guarachas…[16]
Sin embargo, cierta parte de la crítica se manifiesta siempre reacia a reconocer y aceptar este ritmo, como parte de nuestra idiosincrasia, así como cualquier otra manifestación de la cultura africana transmutada en la nuestra. En los primeros años de república se produce una creciente y violenta manifestación racista en amplios sectores de la sociedad. Se intenta desconocer el papel que los exesclavos y sus descendientes desempeñaron en nuestras gestas libertadoras. En 1912 se reprime en forma sangrienta la sublevación del Partido independiente de color. En las fiestas del carnaval se prohíben las comparsas y sobre todo la conga. El compositor Eduardo Sánchez de Fuentes se empecina en negar la raíz africana de la contradanza-habanera cubana y la declara descendiente de la música aborigen, sin poder demostrarlo científicamente. En el teatro la rumba se mantiene a pesar de una fuerte censura que manda cerrar los escenarios donde actúan compañías vernáculas y multa a los artistas Amalia Sorg y Francisco Soto por bailar un danzón «más unidos de la cuenta»[17] en el teatro Molino Rojo. Y, sobre todo, la rumba final es suprimida del espectáculo durante las temporadas del Alhambra en los teatros Payret y Nacional.
A medida que avanza el siglo esta mentalidad arcaica comienza a cambiar. Precisamente en la década de 1920, el pequeño escenario de Consulado y Virtudes, se consideraba una de las principales atracciones turísticas de la vida habanera. Visita obligada de cuanto intelectual extranjero pasara por la isla, quienes, al concluir el espectáculo eran agasajados por los empresarios a cuerpo de rey, a rondas de ron y brevas de habanos, en un saloncito del teatro preparado ad hoc. Allí concurrieron alguna vez, obnubilados por la magia de la rumba, el genial novelista español Vicente Blasco Ibáñez, que en uno de sus pasos por esta ciudad la observó una noche atentamente desde uno de los grillés [… y] la calificó, después de admirarla y estudiarla con el mayor detenimiento, de «majestuosa»; Valle Inclán, en igual circunstancia, declaró que sentía emanar de ella «un cierto efluvio hierático»; [… y] Benavente, rascándose la barbilla y con su sorna habitual, preguntaba:
— ¿Y llegaría uno a aprenderla?[18]
En 1921, la rumba se hace presente por vez primera en una obra clásica. La compañía de ópera italiana de Adolfo Bracale estrena en el teatro Nacional, la ópera La esclava, de José Mauri (1855-1937), premiada con mención en un concurso convocado por aquel empresario.
A raíz del estreno, el maestro chileno Alfredo Padovani, director musical y concertador de la temporada publicó en el diario La Lucha un artículo[19] donde comenta favorablemente la obra en cuestión y ofrece interesantes observaciones sobre los valores de una partitura que no se cohíbe en exhibir nuestros ritmos nacionales:
Las voces están tratadas con gran cordura por el autor, a pesar de ello algunos inteligentes estaban escandalizados. ¡Una habanera y un danzón! ¡Qué sacrilegio! Y pretende llamarle ópera. ¿Qué queréis, respondo yo, que para relatar Matilde su sueño se pusiera a cantar la Cabalgata de «Las valquirias» [sic] y el coro de esclavos cantara una fuga? […] Arturo se hace oír internamente con un canto cubano parecido a una guajira […] El acto segundo empieza. […] A los pocos compases, después de levantado el telón la orquesta prorrumpe fragorosamente el tema de la raza africana (primero los bronces, rompiendo la cuerda con una fuerza titánica). ¡Admirable! […] Pasemos a la rumba… De esto entiendo poco, pero, a mi juicio, esto se llama dignificar un ritmo popular y protesto del público (con el mayor respeto) por la acogida que le dispensó. Tal vez si hubiera sido una rumba bailada, otro gallo cantaría, y si pretendía que la bailasen le hubiera quitado lo ‘digno’ […] después de la rumba sigue la escena de la subasta, muy bien comentada por la orquesta, conservando siempre el sabor criollo. El tema africano lo canta la orquesta como marcha fúnebre […]
Después de aquel primer ejemplo vinieron las obras de Amadeo Roldán (1900-1939) y Alejandro García Caturla (1906-1940) a consolidar el aporte africano en nuestra música de concierto. Entre las obras del último, destaca en ese sentido La rumba, movimiento sinfónico con voz solista y texto del poeta José Zacarías Tallet. Por la misma época florecen los espléndidos poemas negros de Nicolás Guillén o Emilio Ballagas en la voz de Eusebia Cosme. Y desde el punto de vista académico, las investigaciones de don Fernando Ortiz constituyen un aporte esencial a este cambio de mentalidad.
Paralelamente a estos altos ejemplos de cultura, la presencia de la rumba subsiste en la década de 1950, en algunos ámbitos de moralidad dudosa o degradante, tales como el popular cine mexicano de rumberas, protagonizado por las fulgurantes vedetes cubanas María Antonieta Pons, Amalia Aguilar, Ninón Sevilla, et al., que recrea una vida de farándula cercana a la prostitución y en los shows en vivo del pornográfico teatro Shanghai de la calle Zanja —el último espacio escénico habanero vetado al público femenino— clausurado a inicios de la siguiente década.
Como conclusión cabe destacar que muy recientemente (2016), la UNESCO dignificó el ritmo ancestral al reconocerlo «patrimonio inmaterial de la humanidad»,[20] librándolo así definitivamente del absurdo e incongruente fardo aplicado por la censura que pesara sobre él durante varios siglos.
En portada: La rumba cubana, óleo de Mariano Miguel. Diario de la Marina, número Centenario, 1932.
Imágenes: Archivo digital Río Prado.
Notas:
[1] Este artículo forma parte del libro en preparación La Habana sicalíptica.
[2] Aunque estos eran los números «predilectos de los dilettanti», también se bailaban «el tango, el cocoyé, el maestro de baile y otros no menos obscenos y que se bailan aun en presencia del gobernador, que les sonríe y tolera» (Francisco Moreno: Cuba y su gente, citado por Rine Leal, La selva oscura, tomo II, p. 205).
[3] Justamente, la bailarina imita en sus movimientos a una mariposa al alejarse y acercarse alternativamente al bailador.
[4] Esteba Pichardo: Diccionario provincial casi razonado de vozes [sic] y frases cubanas. 4ª edición, 1875.
[5] Rafael Bárzaga, en El Fígaro, 10 de diciembre de 1885, p.
[6] Diario de la Marina, 11 de noviembre de 1891, p. 3, col 2.
[7] Federico Villoch (1868-1954). Famoso coautor junto al compositor Jorge Anckermann de los grandes éxitos del teatro Alhambra La casita criolla, La danza de los millones, La isla de las cotorras, entre tantos otros títulos.
[8] Lina Frutos, famosa rumbera del teatro Alhambra donde actuó durante más de 10 años. También trabajó en el teatro Martí, con las compañías de Alberto Garrido padre y con Agustín Rodríguez. Se le llamó «la Reina de la rumba». Pepe Serna, actor y rumbero del teatro Alhambra en las décadas de 1920 y 1930.
[9] Federico Villoch. «Viejas postales descoloridas. La rumba de Lina Frutos», en Carteles, 4 de septiembre de 1938, p. 11-12.
[10] El Teatro Alegre, 19 de marzo de 1911, p. 11. La expresión —actualmente en desuso— «darle a alguien medio para caramelo», significa premiar a alguien, como se hacía con los niños al darles una moneda de cinco centavos —un medio— para que se comprasen caramelos.
[11] E. Arredondo. La vida de un comediante. Ed. Letras Cubanas, 1980, p. 104.
[12] Seudónimo de Aniceto Valdivia (1857-1927), periodista y diplomático. Representó a Cuba en Noruega y Brasil.
[13] Curricán: cordel largo (Pichardo).
[14] Arturo Feliú, intérprete del negrito en el teatro Alhambra.
[15] Clou: en francés, «La atracción principal, lo más sobresaliente». Uno de los tantos galicismos empleados por el Conde Kostia en sus crónicas.
[16] El Conde Kostia: «Alhambra. La Habana trasnochadora», en La Lucha, 6 de octubre de 1916, ed. de la mañana, p. 5.
[17] El Teatro Alegre, 9 de abril de 1911, p. 11.
[18] Federico Villoch. Ídem.
[19] Reproducido por Jorge Antonio González en La composición operIstica en Cuba, p. 494-501. Cursivas mías.
[20] http://www.lemonde.fr/culture/article/2016/11/30/la-biere-belge-et-larumba-cubaine-inscrites-au-patrimoine-immateriel-de-lunesco_5040978_3246.html