La profunda cárcel de la homofobia

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Por Frank Padrón

Arruinado económica y socialmente, despreciado por amigos y familiares, humillado desde una corte intolerante y excluyente que no dudó en mandarlo a la cárcel, el otrora aplaudido y célebre Oscar Wilde (1854- 1900) sufrió en carne propia -también literalmente- el precio de vivir «el amor que no osa decir su nombre» y que, en su caso, proclamó y gritó.

Su relación con el joven estudiante de Oxford Lord Alfred «Bosie» Douglas, que lo condujo a ese lamentable estado, fue resumida en una extensa carta penitencial escrita en 1897 (y publicada póstumamente) que dedicada a su joven amante y partiendo del salmo 130 llamó De profundis, y en la que se inspiraron Liliana Lam y Alberto Corona, además de en otros pasajes y textos del escritor, para su obra Profundidad, que en el contexto de la Semana de la Cultura Británica en Cuba subió durante dos noches en calidad de estreno mundial al escenario de la sala Llauradó y, según se anunció allí, volverá en temporada el próximo año.

El paralelo entre los episodios que envolvieron al autor de La importancia de llamarse Ernesto y otras tantas piezas devenidas verdaderos clásicos, y un director teatral contemporáneo ( Sebastián) que pretende llevar a escena justamente esa zona triste en la vida del dramaturgo, cimienta la escritura de Lam y Corona, que acierta en plasmar sutilmente los vasos comunicantes de ambos casos, mediante imaginarios encuentros y provechosos diálogos entre Wilde y su colega, dejando claro que hoy la homofobia puede comenzar por la propia persona, incapaz de dar el salto que le permita asumirse y romper con todo lo que deba para lograr la auto realización.

Entrecruzando tiempos, desplegando una proyección metateatral que implica toda esa mezcla cronotópica, con sólidos puentes entre lo fictivo y lo «real», Profundidad se erige como una escritura sólida y notablemente armada donde al hipotexto (las frases de Wilde) se une el hipertexto (esas conversaciones con el dramaturgo admirador, las manifestaciones de este ante sus propios desafíos artísticos y personales).

Todo ello se plasma en una puesta en la que se aprecia eficaz utilización del espacio escénico, y donde elementos como el vestuario, el diseño lumínico o la minimalista, pero expresiva escenografía, complementan el discurso.

Sin olvidar por supuesto la música en vivo del cuarteto (flauta, piano, violín y chelo) que las ejecutantes Lorena Hernández, Wendy Castañer, Lía García y Laura Domínguez interpretan con gracia y dominio en lo que significa, más que una apoyatura, todo un correlato que acentúa acciones e intenciones.

Respecto a las actuaciones, Hamlet Paredes lleva a cabo una emotiva caracterización de Sebastián; sólo que, de tan apasionada defensa de su dramaturgo sensible, pero al que falta el valor que tuvo su admirado referente, aterriza en excesos donde sobran lágrimas y gritos, por lo que sugiero para próximas temporadas matizar esto desde su propio desempeño y la dirección.

Mateo Menéndez (Alfredo) por el contrario, debe interiorizar aún más sus emociones y proyecciones, sobre todo en la faceta de joven actor que asume en la obra que Sebastián prepara; tipológicamente resultó bien elegido, pero requiere perfilar mejor su personaje de actor/ amante.

Roque Moreno en cambio logra equilibrio, contención, sinceridad en las modulaciones de tonos y tesituras que su complejo Oscar Wilde debe trasmitir.

Profundidad es otro gesto necesario y digno, desde la escena, en pos de la reivindicación de derechos humanos en pasados onerosos, dentro de la azarosa historia sobre la diversidad sexual, y de reafirmación en un presente donde afortunadamente, todos los amores puedan decir, en voz alta y firme, su nombre.

Foto de portada: Cortesía del grupo