La Postcrítica En La Era De La Postlegitimación (I)

Por Edgar Ariel
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Por Edgar Ariel

En la era de la postlegitimación solo podemos avanzar sin autoridad.

Zigmunt Bauman

Escribir es un deber, sugiere Lyotard.  El deber de expresar lo que de lo contrario quedaría callado.  Bien puede quedarse callado.  Ese deber, no obstante, debe cumplirse sin autor(idad) [aurática].  Tecnonarcisismo.  Es mentira que escribo en soledad.  Como soy varios en total escriben muchos.  Esa hora del desierto en la que el dromedario deviene mil dromedarios. Esa hora de la escritura en la que mil agujeros se abren en la superficie del pensamiento.  Escribir es un agenciamiento, por tanto, inatribuible.

Escribir: hacer rizoma.  Soy un escritor rizomorfo.  Voy en manada.

Escribir es un servicio, un esfuerzo necesariamente imperfecto.  Problemática que acompaña la escritura, la huella, el resto.  No es, como tal, una proposición pragmáticamente feliz.  Escribir es un débil intento de responder a una demanda.  ¿Cuál es la demanda?  Uno no lo sabe con certeza.

La palabra certeza la asocio a la palabra mistificación (en el sentido etimológico de hacer niebla, cubrir de niebla [mist]).  Esa certeza, sugiere Lyotard, reside secretamente dentro del que escribe, y reside allí de un modo no prescriptivo, neblinoso.

Escribir significa moverse a ciegas, arriesgarse.

La estrategia de este ensayo es aleatoria (browniana), y confieso no saber adónde va.  No es una operación de guerra ni un discurso de la beligerancia.  Un deseo desarmado sí, que goza estando indefenso.

Todo ensayo teórico es “anexacto”, parcial, provisional, de naturaleza volitiva.  No cesa de constituirse y de desaparecer.  Es un proceso que no deja de extenderse, interrumpirse y comenzar de nuevo:

Problema de la escritura: siempre se necesitan expresiones anexactas para designar algo exactamente.[1]

La crítica de arte, entendido hic et nuc como un código literario metafórico, obedece a imperativos humanos que continuamente lo redefinen.  Así, en una perspectiva foucaultiana, la crítica de arte parece un discurso tanto del deseo como del poder, un discurso, en todo caso, conativo y afectivo a la vez.

Dije deseo como un aspecto del principio del placer.  Pero el placer es perverso, polimorfo.  El placer es ruptura, desgarradura, sutura, escisión, lo que produce el desplazamiento erótico.  El placer deviene un principio crítico constitutivo.  Somos criaturas de voluntad, deseo, esperanza, creencia.  De este modo, el ejercicio de la postcrítica trata de adherirse eróticamente, estilísticamente, incluso epistemológicamente.

La mirada deseante de la postcrítica inflama el deseo.  La experiencia de sentido que nace de la postcrítica interpreta un texto no desde un sentido (más o menos fundado, más o menos libre) sino que intenta, por el contrario, apreciar de qué pluralidades está hecho.

Indica Emmanuel Lévinas que el-ser-en-el-mundo es, ineluctablemente, una existencia con conceptos.  Por eso, conviene hacer discernimientos dentro del cosmos conceptual.  La escritura crítica contemporánea resulta más fácil de comprender cuando se sitúa en el contexto del modernismo y el postmodernismo.

En un afán por reconocer las aporías teóricas a que conduce la segmentaridad modernista/postmodernista me enfrento a una serie de problemas conceptuales suscitados por términos inestables y cambiantes, carentes de fronteras claras.

Conviene que haga una aclaración: la Real Academia Española recomienda el prefijo pos–, porque el post– es un anglicismo.  Es decir, la te indica la raíz de la voz inglesa.  En este ensayo siempre escribiré post–.  La decisión tiene que ver con lo original –en el sentido de originario– de lo post–moderno (etiqueta epónima), y de la post–crítica, que a su vez comenzó a construirse, a modelarse como episteme, escucha, condición, y como sensibilidad en Europa, sobre todo Inglaterra, y en América, en Estados Unidos, en una época post–industrial, post–estructural, en la fase del denominado por Fredric Jamesosn como “capitalismo tardío”, o “Era Atómica”, con palabras de Ihab Hassan.  Tiene que ver con respetar de dónde vienen las cosas, en este caso las palabras.

Si aceptamos esa interpretación, entonces podemos entender más fácilmente las características constitutiva de la postcrítica, o sea, su idea de la descomposición, la conciencia del agotamiento, el énfasis en el pastiche y la parodia, el collage de citas, los travestis, la ausencia intencional de actitudes de confrontación y rebeldía, la mezcla perversa de valores, marcado por un amplio anti–elitismo.

La postcrítica se niega a imponerle al lector alguna visión del mundo.  A su vez, borra las líneas de demarcación entre lo auténtico y lo no auténtico, lo natural y lo artificial, y declara nula la originalidad.  Además, entregada a lo fragmentario y lo fluido, se enfrenta a la personalidad autoritaria de las estructuras fascistas, figuras que obligan al discurso singular y prohíben la significación promiscua, un reto que se hizo programático en el Anti–Edipo, de Deleuze y Guattari.

Con la entrada del postmodernismo las cartas de la sensibilidad –como evento ontológico– se vuelven a barajar.  Examínese en este contexto la propuesta de Roland Barthes para un nuevo tipo de concepción crítica:

Mientras la crítica tuvo por función tradicional el juzgar, sólo podía ser conformista, es decir conforme a los intereses de los jueces.  Sin embargo, la verdadera “crítica” de las instituciones y de los lenguajes no consiste en “juzgarlos”, sino en distinguirlos, en separarlos, en desdoblarlos.  Para ser subversiva, la crítica no necesita juzgar.[2]

En Crítica y Verdad, Barthes rechaza las acusaciones dirigidas contra la nueva crítica de arte, la cual, separándose de los presupuestos tradicionales, había realizado dos operaciones innovadoras.  Por un lado, la crítica ya no se trataba de una evaluación de las obras en términos de buenas o malas, componentes que parten de un juicio[3] sobre las obras que determina su valor y adecuación.  Un juicio donde se asumen posturas rígidamente valorativas que tienden a subestimar el impulso creador del sujeto receptor.  Por otro lado, la crítica como texto de segundo orden opera sobre el discurso de primer orden produciendo un sentido.

Esto a su vez tiene dos consecuencias recíprocas.  Primero, los niveles de lenguaje poético y lenguaje crítico se encuentran ahora mezclados. El escritor deviene crítico, en tanto que, trabajando sobre el lenguaje, produce a su vez las condiciones del nacimiento de la propia obra.  Y, como reverso necesario, también el crítico deviene un escritor, transformando y operando productivamente sobre los sentidos de la obra.

La crítica de arte tradicional no fue ajena a las crisis de definición y legitimación que sacudieron el mundo del arte en el siglo XX.  Una época que disolvió las barreras entre arte y no arte, borró las diferencias sensibles entre objetos artísticos y objetos banales, volvió autorreferentes a las propias obras –obras que a menudo consisten en su proceso de producción.

Pareciera que estas crisis de legitimación dejaron a la crítica de arte sin un objeto de análisis preciso.  Todas estas condiciones dan cuenta de una aparente crisis de la crítica, que comienza a diagnosticarse a partir de los años ‘60. Erika Fitscher-Lichte[4] consigna que en estos mismos años está sucediendo un giro performativo en las artes.  Este giro también contamina, inevitablemente, la crítica de arte; bajo pretexto de romper la “representación” tradicional.

Propio de un siglo [XX] que había diagnosticado la caída de varios metarrelatos, muchos autores anunciaron entonces la muerte de la crítica de arte tal como ésta había sido entendida, y la consecuente entrada en la época de la postcrítica, que refleja los cambios en torno a la idea de la crítica misma “de una aprehensión ontológica a una histórica, de un discurso sincrónico o genérico a una actividad diacrónica o conativa”.[5]

En su Postfacio, de 1982, a la segunda edición de El desmembramiento de Orfeo, Ihab Hassan produjo un paradigma basado por entero en dicotomías, y compuso dos largas columnas para indicar las oposiciones pertinentes.  En la columna del “modernismo” hallamos (entre muchos otros) los términos: Dominio/Logos, Género/Límite, Paradigma, Metáfora, Selección, Significado, Lisible[6], Narrativa, Código Maestro, y Genial/Fálico.

En la columna del “postmodernismo” hallamos sus contratérminos: Agotamiento/Silencio, Texto/Intertexto, Sintagma, Metonimia, Combinación, Significante, Scriptible, Anti–narrativa, Ideolecto y Polimorfo/Andrógino.[7]

La más clara manifestación del postmodernismo, y por consiguiente de la postcrítica, es su negativa a reconocer el significado.  Derrida proclama en Writing and Diference[8] el fin de todo significado original y trascendental.  En la postcrítica la incertidumbre se vuelve “endémica”.  El postmodernismo “pulveriza la clausura”: es dispersivo, destructivo.

El término y concepto de la postcrítica apareció por primera vez –hasta donde conozco– en un volumen que se titula La postmodernidad, compilado y prologado por Hal Foster.  En este texto programático, donde se incluían, además, las reflexiones de Lyotard, Habermas, Foster y otros donde se analizaba el fenómeno de la postmodernidad, Gregory Ulmer describe en El objeto de la postcrítica los giros que son necesarios hacer en la crítica de arte.

Uno de los autores que Ulmer utiliza para proponer este cambio de paradigma crítico es Jacques Derrida.  No podía ser otro que el mago de las deconstrucciones.  La estrategia discursiva que Gregory Ulmer llama “mimo”, es la formulación derrideana de la nueva mimesis de sobreimposición, lo cual puede traducirse como una forma de concebir el texto crítico a partir de un complejo de relaciones entre este y su objeto de estudio. El texto imita a su objeto de estudio.  El texto postcrítico deforma una relación acreditada, autorizada, entre el texto crítico y su objeto de estudio.

De esta manera, como señala Leyla Perrone–Moisés en su ensayo La intertextualidad crítica:

(…) el nuevo texto tendrá él mismo las características de densidad y pluralidad sémica que distinguen al texto poético.[9]

El texto imita a su objeto de estudio en un constante juego y rejuego de intertextualidades, que a la larga se ha convertido en el rasgo esencial de la postcrítica.  En este sentido es ineludible Mil mesetas, de Gilles Deleuze y Félix Guattari, donde rechazan la organización jerárquica arborescente en favor de un crecimiento rizomático menos estructurado.

A partir de este fenómeno de rizomaticidad ya no es posible ninguna lectura total.

El paradigma de la obra alegórica es el palimpsesto: un texto que está oculto debajo de otro.  El ejercicio de la postcrítica es un palimpsesto de formas residuales y emergentes.  El escritor postcrítico está convencido de que cada nuevo texto está escrito encima de uno anterior.  Todo esto tiene que ver con la gramatología de Derrida: con la idea de que el signo está “siempre ya” articulado por otro signo.

Aquí retomo a Roland Barthes cunado asevera que “un texto no es una serie de palabras que entrega un solo significado “teológico” (el mensaje del Autor–Dios) sino un espacio multidimensional en el que una variedad de escritos, ninguno de los cuales es original, se mezclan y chocan”.[10]

La postcrítica, bajo estos auspicios, deviene más bien un reciclaje material de desechos; se convierte en una “tecnología de saber simbólico gastado” y un “reciclaje de los desechos semánticos”, para citar metáforas de Botho Srauss tomadas, en su caso, de la tecnología nuclear, y en mi caso, del ensayo ¿Cuán postmoderna es la intertextualidad?, de Manfred Pfister.[11]

Este concepto ha estado acompañado por una teoría particular que la legitima y que define su status.  Esa teoría es la teoría de la intertextualidad –contraria a la textocentricidad modernista– que surgió en Francia en el contexto de la revolución cultural del ’68 y se haya tras las formulaciones programáticas de Julia Kristeva y John Barth.

Julia Kristeva acuñó en 1967, o más bien puso en circulación, la palabra intertextualité.  Según la teoría de la Kristeva, todos los textos son intertextuales; su concepto aspira a caracterizar el estatus, en un sentido rigurosamente ontológico, de los textos en general.  Para ella, la intertextualidad es esa inter–acción textual que se produce dentro de un único texto:

(…) todo texto se construye como un mosaico de citas, todo texto es absorción y transformación de otro texto.  En lugar de la noción de intersubjetividad se establece la de intertextualidad, y el lenguaje poético se lee como un lenguaje por lo menos doble.[12]

Por su parte, en el contexto estadounidense, hubo un desplazamiento del énfasis de lo descriptivo a lo programático y de lo ontológico a lo histórico.  La intertextualidad denotó una norma ideal a la que aspiraba el texto postmodernista.

El novelista y profesor estadounidense de literatura John Barth anunció en 1968 que habíamos entrado en una nueva fase dominada por la “literatura del agotamiento”, una fase terminal en la que todo el ímpetu creativo estaba agotado y en la que la originalidad solo sobreviviría en la forma de juegos sofisticados con los textos existentes y las estructuras tradicionales, es decir, en la función de alusión, cita, parodia, collage.

De esta manera, la postcrítica es un caso de pla(y)giarism[13] continuado, es decir, una combinación de lo lúdrico con lo intertextual, como un plagio juguetón y consciente de sí.

Toda lectura es una inter–lectura. Todo texto es un inter–texto que se refiere a otros textos, y esos textos se refieren a otros textos más, meros fragmentos del único “texto general”, con Derrida, y así sucesivamente en el superpoblado ejercicio de la postcrítica.

La postcrítica se sustenta, como asevera la escritora cubana Margarita Mateo Palmer –quien introdujo de manera más enfática esta noción en Cuba–, sobre una “esencial ambigüedad, propia de su carácter antifrástico (…) que excluye absolutamente la univocidad semántica para remitir a significaciones opuestas a partir de un mismo significante”.[14]

En esta medida, la postcrítica no solo disuelve al sujeto–autor, sino también al sujeto–lector (receptar).  Ambos, autor y lector, devienen, con Roland Barthes, una mera “cámara de ecos” donde no hay textos, sino solo resonancias entre ellos.  Tanto la lectura como la escritura son, por lo tanto, “actos de intertextualización” que impugnan los presupuestos sobre la clausura, la originalidad y unicidad/autonomía artísticas, y las nociones “capitalistas” de posesión, propiedad y verdad:

(…) en la era de la postlegitimación, hagamos lo que hagamos, no podemos contar con el confort de una verdad suprahumana que nos liberaría de la responsabilidad por hacer lo que hacemos y nos convencería a nosotros y a todos los demás de que tenemos el derecho de hacerlo y de que lo que hacemos es correcto.[15]

La postcrítica, en la era de la postlegitimación, es una estrategia de disturbio, perversa, polimorfa, promiscua, travesti; aunque más que de travestismo convendría hablar de prácticas de transición como técnicas de contra–aprendizaje para articular una constitución crítica alterada que existe no en la delimitación, sino en la capacidad de vincular y someterse a la transición.

La postcrítica es un autosostenerse.  Un autosostenerse en el borde.  En el borde de los lobos.

¡Está creciendo el desierto!

 

 

[1] Guilles Deleuze y Félix Guattari, Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Valencia:Pre-textos, 2002, p.25.

[2] Roland Barthes, Crítica y verdad, Buenos Aires: Siglo XXI, 1972, p.14.

[3] Considero genéricamente “juicio” como “facultad de entendimiento”.  En El juicio de la sensibilidad, David Summers (1993) considera el juicio, en general, como acción de “discernir o distinguir ateniéndose a un medio o una norma”.

Asimismo, hago referencia al entendimiento a partir de la noción kantiana. En general, entendimiento como pensamiento discursivo, como aclara Eduardo Morales Nieves (2015) en Pólemos Críticos.

[4] Erika Fischer-Lichte, La estética de lo performativo, Madrid: Abada, 2011.

[5] Ihab Hassan, El pluralismo en una perspectiva postmoderna. En El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica en Criterios (D. Navarro, Trad., págs. 19-42), La Habana: Centro Teórico-Cultural Criterios, 2007, p.35.

[6] Lisible, en el sentido literal de la palabra de Barthes, es decir, legible. Scriptible es el contratérmino de Lisible.

[7] Ihab Hassan, The Dismemberment of Orfeus: Toward a Postmodern Literature, Madison: Universidad de Wisconsin, 1982, p. 268.

[8] Jackes Derrida, Writing and Diference, Chicago: Universidad de Chicago, 1978, p. 280.

[9] En Reinier Pérez-Hernández, Indisciplinas críticas, Santiago de Cuba: Oriente, 2011, p.34.

[10] En Hal Foster, Re: Post. En El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica en Criterios (E. Pérez, Trad., págs. 169-184). La Habana: Centro Teórico-Cultural Criterios, 2007, p.17.

[11] Manfred Pfister, ¿Cuán postmoderna es la intertextualidad?. En El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica en Criterios (D. Navarro, Trad., págs. 248-269), La Habana: Centro Teórico-Cultural Criterios, 2007, p.250.

[12] Ibíd., 254.

[13] “Palabra–maleta” que combina los vocablos ingleses plagiarism (plagio) y play (juego).

[14] Margarita Mateo Palmer, Ella escribía poscrítica, La Habana: Letras Cubanas, 2005, p.128.

[15] Zigmunt Bauman, Los intelectuales en el mundo postmoderno. En El Postmoderno, el postmodernismo y su crítica en Criterios (D. Navarro, Trad., págs. 317-341). La Habana: Centro Teórico-Cultural Criterios, 2007, p. 339.

 

Foto de portada / Paolo Gioli, Vessazioni, 2010

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Lorenza Böttner