Por Norge Espinosa Mendoza
Hasta el día de hoy, entre mis lecturas recurrentes sigue estando En primera persona, el volumen que Rine Leal preparó con sus mejores críticas teatrales durante los años 50 y principios de los 60. Publicado en 1967, es un repaso ejemplar a toda una época y sus protagonistas, desde la perspectiva de un espectador que junto a ellos se fue forjando una idea de la escena cubana, y que saludaba con alegría los triunfos, al tiempo que señalaba con firmeza los fracasos de eso que ahora conocemos como teatro cubano moderno y contemporáneo. Rine Leal, publicando en Carteles, Lunes de Revolución, Nuestro Tiempo y otras páginas de la prensa, no solo estaba dejando un reflejo vívido de lo que ocupaba a esos creadores (los hermanos Revuelta, Morín, Andrés Castro, Adolfo de Luis, Piñera, Carlos Felipe, Adela Escartín, Pepe Triana…), sino también un modelo de cómo hacer ese tipo de registro para que supiéramos ahora ciertas verdades esenciales de nuestra historia cultural. Y todo ello, matizado por su saber, su sentido del humor, sus arranques de ánimo, su impaciencia y su capacidad de análisis, desde una voz singular y un carácter irrepetible.
Vuelvo a ese libro, una y otra vez, para recordarme de cuándo en cuándo qué significa escribir una verdadera reseña, ejercitarme en la crítica, apostar por el talento de otras personas a los que elijo desde una profecía o un cumplimiento de sus propios anhelos. Y también, cómo no, para reforzar, con particular encono, la responsabilidad que implica firmar un texto así, ante quienes lo provocaron. Y sobre todo ante sus posibles lectores.
Entre las cosas que más echo de menos en nuestra prensa, está la posibilidad de localizar columnas fijas redactadas por especialistas a los que el lector pueda acudir en pos de una opinión especializada. Nuestras páginas culturales, en la mayoría de los casos, son reservorios de comentarios y reportajes, y no aparece en ellas con la debida frecuencia la palabra de un crítico realmente entrenado en desbrozar los elementos que podrían servir de guía en esa suerte de reclamo. ¿Por qué un espectáculo teatral es o no eficaz, por qué la nueva exposición de una figura de la plástica cumple o no determinadas expectativas, por qué una orquesta o un conjunto coral consiguió o no que el concierto más reciente pueda calificarse verdaderamente cómo éxito?
La crítica no es solamente el texto que puede promocionar, invitar, a que nos acerquemos a uno de esos acontecimientos. La verdadera crítica propone el rejuego de claves y conocimientos que validen o denuncien las ganancias o vacíos de lo que se alza ante nosotros, y así como expone a los creadores a los que se le dedica, también muestra el lado vulnerable de quien la redacta, en tanto su profundidad, certeza o superficialidad, hagan creíble ante nuestros ojos la figura de ese crítico. Es un ejercicio no solo de cultura, sino también de ética, que no debe ceder ante las muchas tentaciones del falso protocolo, la diplomacia que mal disimula cierta cobardía, o la pedantería y el afán de rematar en una frase un asunto, con pretensiones de cierto ingenio. Y también mucho de eso extraño no solo en nuestra prensa cultural, sino en toda nuestra cotidianidad.
Un ejemplo reciente puede servir como señal de alerta. Al concluir la transmisión de una telenovela que en sus episodios finales consiguió atrapar al público de un modo que hace mucho no se lograba con un empeño de ese tipo en nuestra producción de dramatizados, una periodista de la redacción de noticias culturales del Noticiero de la Televisión dedicó varios minutos a señalar las virtudes y también los defectos de El rostro de los días, que así se llamaba la telenovela en cuestión. El público, que había manifestado mediante las redes, grupos de amigos, memes y comentarios de toda clase su interés por la trama, reaccionó del modo más violento, a pesar del tono respetuoso y hasta comedido con el cual la periodista desplegó sus argumentos. No faltó quien pidiera lincharla, ni tampoco las amenazas menos sutiles en su contra. Y visto el asunto a distancia, es comprensible: en la sección de esa emisión del noticiario hace mucho que no emitía un comentario que hiciera tanto hincapié en los elementos críticos alrededor de una propuesta como esa. Se trata, sí, de fanatismo (que se diluyó en cuanto la dichosa telenovela pasó a ser sustituida por otras), pero también de falta de entrenamiento en nuestros receptores, entre los miembros de la audiencia, que poco a poco se han ido desacostumbrando a confrontar así algo que contiene, en efecto, elementos a elogiar pero otros que pudieron haber sido mejor trabajados, como en este caso, desde el guion, las actuaciones, el trabajo de la cámara, la banda sonora y la dirección. Uso el ejemplo solo para señalar ese peligro: el de una audiencia pasiva que pierde fuerzas a la hora de exponer por qué gusta o no de ciertas producciones culturales, y el de entender la crítica como una suerte de mal, de pedantería innecesaria, a la que se debe rechazar con fuerza en pro de una concepción populista, que no realmente popular, del entretenimiento más allá de logros estéticos rotundos.
Siempre retorno a una frase Octavio Paz que me permite refrescar un concepto útil de lo que debe ser la crítica. Dijo el poeta y ensayista mexicano: “La misión del crítico no consiste tanto en explicar una obra como en acercarla al espectador: limpiar nuestra vista y espíritu de telarañas, colocar el cuadro bajo una luz más favorable.” Bajo la certeza de esa frase, yo mismo he ido perfilando mi trabajo como crítico. Ya no me interesa tanto liquidar una visión de un espectáculo con una línea sardónica como sí proyectar, desde una serie válida de razones, lo que creo recomendable y no en esa puesta. Ya no llego al teatro solo con el deseo de ser sorprendido, sino también con las ganas de comprender cómo conectar esta nueva propuesta a otras de este director o directora, o de una compañía que siga en nuestras carteleras como una invitación que se sostenga por la calidad de su repertorio. El crítico, lo han afirmado ya otros más sabios, es un testigo especializado e interesado, no un dios. Y ello implica una preparación progresiva, un compromiso real con el arte tan efímero de la escena, y con quienes lo hacen posible. Eso no nos limita a ser simplemente autores de comentarios condescendientes (que es lo que abunda), ni a pactar de antemano una opinión positiva o negativa de lo que analizamos. Implica, si el crítico es verdaderamente una persona cabal, un desafío que debe renovarse ante cada reseña, como muestra de lo que hemos sido capaces de aprehender (o no), de aquello que vamos a comentar. El crítico, a su modo, también debe interpretar su papel, con seriedad y rigor, porque el público también va a juzgarlo por sus ideas, por las referencias que pone en juego, a manera de otra performance, ante el lector que puede quedar o no convencido de lo que aparece luego publicado como reseña.
En nuestro entorno, a diferencia de lo que ocurre en otros países, la crítica no resulta exactamente decisiva a la hora de que se mantenga o no un espectáculo, un libro, una exposición o un filme a la vista del público. Una reseña negativa en The New York Times, The Guardian, Le Figaro, etcétera, puede prolongar la vida de esos fenómenos o acabarla de un plumazo, calificando con estrellas o pulgares hacia arriba o abajo la calidad de todo eso. Yo prefiero no reducir a esa escala de puntuación algo tan discutible como puede ser un hecho artístico, pero es de ese modo que se la proporciona a la audiencia, de manera más o menos inmediata, una sugerencia acerca de adónde ir a gastar el dinero de una entrada.
Hay una idea de mercadotecnia cultural ahí operando, que en Cuba no existe (salvo en recientes publicaciones de corte cultural ligero que han propuesto sus “Top Ten”), y ello posee, como casi todo, su lado positivo y su lado negativo. La protección a la cultura, así como las realidades concretas en que ella se desarrolla entre nosotros, han creado otra red de compromisos con y desde la crítica, que funcionan a veces como canales de diálogo entre especialistas, público y creadores; y otras como verdaderos muros de contención. Mucho ha costado al medio escénico cubano, y a quienes lo integran como un sistema diverso de voces, tendencias y perspectivas, conseguir que los coloquios entre teatristas y críticos no se conviertan, de antemano, en campos de batalla. Fue así durante mucho tiempo, por razones que el espacio no me permite abordar aquí, y aunque el panorama ha mejorado, perviven aún recelos y sospechas que el más mínimo acontecimiento (desde una reseña que recalque un detalle negativo o lo francamente mediocre de un estreno, hasta la concesión de un premio de cierta importancia, ya sea el Villanueva o el Premio Nacional de Teatro), vuelve a poner en el candelero. Acaso lo peor de ello sea confirmar que, con sus contraluces, la crítica escénica parece ser la más activa de todas esas zonas de intercambio. Hace mucho que la crítica literaria nuestra agoniza en su propio coro de auto-halagos, que la de música depende de los bandazos de esta o aquella disquera, y que se notan signos de dispersión en la crítica de artes plásticas y la cinematográfica. Con respecto a esa última, la multiplicidad de espacios en la televisión que presentan a “comentaristas” antes de algunos filmes, ha erosionado el rigor con el cual ese mismo medio logró educar a toda una generación o más acerca de los máximos valores del séptimo arte. Bueno es decir que aún perduran excepciones valiosas que nos mantienen con aliento, aunque en realidad lo que abunda aquí es la sensación de ahogo.
Cuba es uno de los pocos países que forma, en el nivel de los estudios superiores, críticos teatrales y musicólogos. La especialidad de crítica danzaria también existe, con un programa de estudios mucho más reciente. No todos entienden aún el porqué de esa especialización, que en el caso de la teatrología posee fuertes antecedentes en Alemania y Francia, ampliados por los planes académicos de otras latitudes que se dedican a la naturaleza cada vez más amplia y porosa de los Performance Studies. El teatro se mezcla con otras artes, las retroalimenta, las rediseña en sus convenciones e indisciplinas, apela a la multimedia, a lo que entendemos como multidisciplinario. De ahí que el crítico teatral también tenga que estar en constante dinámica de superación, y que, de hecho, no pocas veces se acerque como espectador privilegiado o parte de los procesos creativos desde los propios ensayos. Por eso me resulta inadmisible la figura de un crítico que “aterrice” ante un espectáculo, haga una reseña negativa de lo que vio o creyó entender, y cierre sus líneas confesando que hace mucho tiempo no se acercaba al repertorio de los creadores de esa propuesta, tratando de justificar lo poco que logró asimilar de algo que le resultó desconcertante. O el extremo: el crítico que con ínfulas catedráticas nos regale una letanía de conceptos que está más interesada en informarnos sobre sus lecturas teóricas recientes, que en lograr lo que Octavio Paz indicaba en su cita. Tampoco es lo mismo escribir para la columna de un periódico que para las páginas de una revista cultural especializada, ciertamente; pero las esencias del oficio, lo que nos recomendaba el poeta mexicano, sí son inamovibles.
En la calle Línea, donde coinciden en una temporada activa la mayoría de las propuestas del teatro capitalino, coexisten espectáculos de calidad variable. El número abundante de agrupaciones obliga a los programadores del Consejo Nacional de las Artes Escénicas a distribuir los fines de semana entre esos grupos, si es que poseen estrenos o reposiciones listas para irse al encuentro con el espectador. Establecer dicho ciclo tiene sus riesgos: un montaje elogiado y con buena recepción de público podrá estar a la vista por un tiempo reducido, y no durante todas las semanas hasta que el reclamo de la audiencia culmine. También puede ocurrir lo contrario: una obra de mediana o mala calidad que se mantenga en cartelera por dos o tres semanas ante una sala semivacía. La obligación, si se quiere de corte administrativo, de poner a trabajar a una cantidad tan desmesurada de agrupaciones, acaba haciendo mella en la mejor idea que deberíamos tener de esa misma producción. La crítica puede saludar los hallazgos de un espectáculo, pero no siempre consigue saltar sobre esos otros rigores de programación para permitirle una mayor permanencia en cartelera. Una de las desgracias de nuestra escena es la corta vida de sus espectáculos, o la demora con la cual en ciertas revistas aparecen sus reseñas, no pocas veces saliendo de la imprenta cuando ya el elenco de esa puesta se deshizo, o se considere imposible retomarlo. Espectáculos de gran formato, premiados por el gremio de la crítica teatral, como Carmina Burana o La clemencia de Tito, perduran en la memoria de los pocos espectadores que pudieron disfrutar sus espaciadas representaciones. También para eso debería servir la crítica cultural entre nosotros: para hacer entender a la institución que la representa que esos empeños, por su calidad y hasta por su costo, deberían perdurar en los escenarios, girar por el país, contar con el apoyo promocional que no pocas veces se dilapida a favor de espectáculos mucho menos interesantes y retadores.
Me consta que el Consejo de las Artes Escénicas está consciente de estos y muchos otros asuntos en los que la crítica resulta una voz necesaria. Me consta, también, que la solución a estos dilemas no ocurrirá de un día para otro, ni se solucionará con la presencia más habitual de especialistas en la televisión o en la prensa escrita y las plataformas digitales. No lo solucionará, repito, pero sí ayudará a ir matizando la sensibilidad de sus receptores. De lectores, espectadores, oyentes, que encuentren en esos intercambios, poco a poco, un referente que pueda ayudarlos a elegir. No a decidir de manera salomónica acerca de uno u otro modelo, sino, cuando menos, a darles elementos que les faciliten la apreciación más plena de lo mejor de nuestra cultura. El reclamo hacia una mayor visibilidad de la crítica en nuestro país es un viejo eco que se arrastra en congresos, eventos, coloquios. Parece haber un consenso tácito ante esa necesidad. En lo que sigue fallando todo es en cómo hacerlo operativo, en cómo articular una red de criterios y visiones que, efectivamente, permitan al público encontrar, “con la mirada limpia”, una propuesta que entretenga y les aporte valores estéticos firmes. Ya sea una comedia o un drama sombrío, un espectáculo folklórico o uno de ballet, una película de corte ligera o un filme de Bergman. Lo que habría que reactivar entre nosotros es una conciencia crítica que no se limite solo a la cultura, que nos sirva como instrumento en pos de un debate limpio y certero sobre cómo exigir a nuestra sociedad ser mejor y más diversa verdaderamente; como un paso que nos permita respetar la voz de los otros para encontrar un consenso sobre la calidad, las jerarquías, lo mejor de nosotros mismos, en la imagen múltiple del País.
Hoy, en el ir y venir de voces y pareceres que inundan las redes, todos tratan de hacer valer su opinión. Una opinión, una impresión, no es lo mismo que un criterio. Un gusto no se explica porque sí, al menos, si pretendemos ponerlo en el territorio de un debate. Esas mismas redes nos alertan sobre detalles que para nada son males menores: la población joven (y no tan joven), escribe mal el idioma, se atropella y comete faltas garrafales de ortografía, en un país donde la educación es gratuita y la cultura sigue siendo accesible a buena parte de su población. Todo eso es síntoma de una determinada pereza, de un relajamiento en el modo en el que, hasta no hace tanto, se tenía como orgullo el evitar tales fallas de aprendizaje y apreciación. En la era de los influencers, los youtubers, Twitter e Instagram, esa “biografía del yo” hace a muchos creerse que entre tantos dueños de un rostro, de una voz, ya pueden ser líderes de opinión. Ante un campo tan minado, la crítica cultural sólida, asentada, basada en estudios ganados con horas de esfuerzo y no recorriendo un filme cursor en mano, o pasando la vista por un artículo de dudosas fuentes; también redobla su misión. La de hablar claro, con elementos certeros, a un público al que podemos ayudar a hacer su mapa de elecciones. La de poner la cultura misma en las manos de quien pueda apreciarla, y alimentar en ella sus propios anhelos y proyectos. La de desafiar a ese lector, espectador, a esa audiencia, a saber más y a expresarse mejor, a nombre de un país que posee una rica tradición de la que deberíamos saber más y estar aún más orgullosos, porque no todo empezó ayer, sin caer en excesos ni falsos arranques de nacionalismo. Sigo aspirando a encontrar todo eso con mayor frecuencia en la columna de un periódico, en la sección de crítica de un programa televisivo o radial, en muchos lugares donde habrá que legitimar la misión del crítico no como enemigo, sino como acompañante. Mantengo mi fe en esa utopía. Así lo hizo Rine Leal en ese libro al que regreso; como quien va de visita una y otra vez, a la casa de su maestro. A esa fuente de verdades, discusiones, incomodidades y hallazgos que debe ser la cultura: un espejo que nos refleja, siempre, en primera persona.
Tomado de www.cubaperiodistas.cu