Por Ángel Padrón Hernández
A Jorge Vega.
Por el privilegio de ser testigo de tu danza,
por toda la nostalgia de aquellos años tuyos en el Ballet de Camagüey,
donde comenzaste a ser para mí el Príncipe del ballet.
Mi nombre es Jorge Alberto Vega del Riego, nací en La Habana el 24 de abril de l961, pero todos me conocen por Jorge Vega. Mi papá era militar y siempre quiso que fuera Camilito[1], soñaba con verme con el uniforme y participando de una marcha en una gran ceremonia, pero mi mamá que era una bailarina frustrada, porque sus padres no consideraban la danza digna de una muchacha decente, no la dejaron conseguirlo.
Ella siempre soñó que fuera bailarín. Su mayor anhelo, contrario al de mi padre era verme en escena haciendo el papel protagónico masculino de El lago de los cisnes o Giselle… Eso desde luego trajo entre ellos dos algunas disputas. “¿Cómo bailarín, yo deseo que sea militar…?”, decía mi padre algo enojado. Pero mi mamá poseía una tenacidad férrea, la disciplina y la paciencia de una pianista –además tocaba muy bien- y se le enfrentó con tanta energía que al final entré en la escuela cursando el 4to grado a estudiar ballet clásico.
Fue curioso, después que me hicieron virar los pies hacia afuera a subir las piernas, puntear, saltar etc., no sé realmente qué vieron en mí, todavía me lo pregunto. El caso fue que me eligieron, aunque esto no cambió en nada la idea de mi papá, a veces lo escuchaba discutir con mi madre, pero cuando me acercaba los dos se callaban.
Realmente yo no pensaba mucho en que sería lo mejor para mí, si ser militar o ser bailarín. Lo tenía claro era que estaba en la escuela para aprender y me propuse hacerlo bien. Mi hermana estudiaba violín y pintura en San Alejandro, se especializó en la escultura.
A excepción de mi papá, era casi una familia de artistas. Me acuerdo cómo disfrutaba ver a mi hermana moldear aquellas figuras, muchas de las cuales yo no alcanzaba a entender qué cosa eran, pero tuvo la fatalidad de que el barro terminó haciéndole daño, le producía alergia y las manos le sangraban increíblemente y tuvo que dejarlo.
Una vez oí decir a mi papá que él había accedido a que estudiara ballet porque en la escuela recibiría una buena instrucción integral pero que yo sería militar costara lo que costara. En la escuela, las maestras me decían que tenía una figura de dancer noble y la fuerza de un bailarín, que podría enfrentar igual coreografías contemporáneas. Yo no era consciente de nada de eso. Iba y tomaba mis clases ballet como los demás. Nunca fui perezoso ni deje de tomarme gran interés por hacer correctamente los ejercicios de ballet, aun los más complicados.
A veces nos retábamos algunos muchachos y hacíamos pasos que todavía no habíamos aprendido y que veíamos ejecutar a los estudiantes de años superiores, eran como una competencia. Logré mis primeros éxitos, por así decirlo, en aquellos juegos de ejecutar grandes y espectaculares pasos como doble assamble, casiol, etc. En una ocasión calculé mal el espacio y terminé dándome un fuerte golpe en la rodilla izquierda que me obligo a ponerme hielo, sin decir nada en mi casa del porqué de aquella inflamación, mucho menos a los maestros. Esos tiempos de la escuela nunca los olvidaré. Aparte del rigor y el esfuerzo, en cada clase nos divertíamos muchísimo.
Cuando me gradúe se suponía que iba a quedarme formando parte del Ballet Nacional de Cuba. Ya bailaba con la compañía incluso obras como Muerte de Narciso, del desaparecido coreógrafo Iván Tenorio, pero sucedió que Fernando Alonso me vio en mi graduación y me pidió para formar parte del Ballet de Camagüey. Insistió y se tomó tanto interés con eso que le entregaron mi boleta de servicio social, así que tuve que irme a trabajar al Ballet de Camagüey.
No es que tuviera algo contra de esta compañía, todo lo contrario, sabía que era excelente, pero aquello me estresó de tal forma que enfermé de hepatitis. Fernando no entendía por qué había sucedido eso, y ansiaba mi recuperación para que me incorporara al Ballet de Camagüey.
Llegué a la ciudad el 20 de enero de 1980, no en septiembre del año anterior, como debía ser. Recuerdo que me monté en un tren de esos que demoran un siglo en llegar, a mí me pareció eterno aquel viaje y me preguntaba: ¿dónde es que está Camagüey, ¿cuándo llegamos?
Justo después de aquel viaje larguísimo, de no recuerdo cuantas horas, llegué a la Ciudad de los Tinajones, a las ocho de la mañana. Para mi sorpresa, me estaba esperando en el andén, nada más y nada menos, que el maestro Fernando Alonso. Me quedé paralizado, cuando lo divisé sonriéndome muy feliz.
¿Cómo supo que haría aquel viaje si yo no le había avisado a nadie? ¿Cuántas horas estuvo ahí esperando por aquel tren, quien le dijo que iba en él? Nunca lo supe, porque me emocionó tanto verlo allí que no se lo pregunté. Definitivamente, el maestro era el maestro.
Recuerdo que me llevó en su carro hasta la misma sede de la compañía, me impresionó mucho aquella Casona “Villa Feliz”, tan majestuosa, rodeada de árboles, con aquella inmensa escalera, el vitral, los muebles de estilo, el jardín y luego los salones tan grandes. Parecían más bien hangares, eso era increíble. Lo más sorprendente para mí fue que cuando entramos al salón, delante de todos los bailarines, Fernando dijo: “aquí les presente a Jorge Vega, ya llegó nuestro primer bailarín”.
Me estaba muriendo de pena, tenía apenas 16 años, se me subieron los colores a la cara. Creo que al principio algunos me vieron como un posible rival. Viví en Julio Sanguily, donde está el albergue de los varones, en un cuarto que siempre estaba lleno de hojas de una mata de mangos cercana. Si llovía tenía que pararme y pegarme al único lugar por donde no entraba el agua. Pero nada de esto me importó, yo estaba feliz, tenía un objetivo y era cumplir mis dos años de servicio social y sobre todo aprovechar mucho los conocimientos del maestro.
A los 15 días de estar en Camagüey bailé el segundo acto de El lago de los cisnes con Aidita Villoch. Imagínate, una de las figuras más importante, yo ensayando con ella, no podía creerlo. Recuerdo que me sentía raro “parneándola”, pero ella me dio mucha confianza, aunque temblaba por dentro pensando que todavía no estaba preparado para eso.
La presentación fue un viernes. Yo no era nadie allí todavía, no podía bailar un sábado o un domingo. Fue una función linda de hecho mi primer Lago…, aunque era el segundo acto solamente. Fue grato trabajar con Aidita tan talentosa. Qué lástima que en ese entonces no existía manera de grabar en video en las funciones, sería muy alegre ver esos recuerdos. Además, debo destacar que Fernando, me tomó todos los ensayos, con toda la maestría que lo caracterizaba, me enseño que el adagio más difícil del repertorio clásico era el pas de deux, del segundo acto de El lago de los cisnes.
Fernando siempre me decía: “Jorge, si aprendes a dominar este adagio, no tendrás problemas nunca, en ningún otro. Este es el adagio más completo y complejo del repertorio clásico”. Y me enseñó todo: cómo poner las manos, las posiciones cabeza, dónde y cómo caminar o pararme, todo, algo que conservo hasta hoy.
Recuerdo que aplaudieron mucho y que a la salida del teatro un balletómano me dijo: Niño, pero ¿de dónde tu saliste con ese porte? ¿De un sueño?
A mí me asusto aquel elogio. Los balletómanos en Cuba son muy expresivos, ocurrentes, además, algo es cierto, adoran el ballet y lo conocen todo, saben de técnica de pasos. Otro en la calle me dijo suspirando: “Ay, al fin un Príncipe en el Ballet de Camagüey”.
No soy una persona endiosada ni vanidosa. A mí aquellos elogios lejos de gustarme me desconcertaban mucho. No creí nunca merecerlos. Luego bailé La Cucarachita Martina, de Norma García, un ballet increíble que tenía la voz de Teresita Fernández. Recuerdo que la letra decía en algún momento: “yo te haré una sopa de cebolla, revuelve por favor la olla, no asomes, ratoncito, revuelve la olla despacito”.
A mí no se me olvida jamás, disfrutaba mucho aquel ballet, una joya perdida en el olvido, qué pena. Yo hacía el gato y terminando vomité casi sin parar media hora, luego me desmayé y cuando me desperté estaba en casa de Fernando. Aidita me estaba cuidando junto con una señora que los atendía en su casa. Ella y Fernando se portaron conmigo como si fueran mis padres.
Luego todos empezaron a tomarme cariño, fuimos hermanos, se acabó aquello de que podía ser rival de alguien que, además, no era mi interés, hice grandes amigos que me cuidaban como Fidelito Herruet, Lázaro Martínez, Osvaldo Beiro, Charon y muchos más. Y también me llevé muy bien siempre con todas las muchachas. Buenísimas todas sin distinción. Desde que tuve aquel desajuste del estómago nunca más comí nada de la calle, tenía pánico de todo lo que no estuviera sellado. No sé, me dio por eso, locuras de la edad me imagino; me encantaba el sorbeto.
El Ballet de Camagüey fue una gran fortuna en mi vida. Tuve la posibilidad de bailar mucho, estrené con Vania Sanz Pequeña Serenata, de Lázaro Martínez, mi gran amigo, y Sentimental Sarabande, también de este coreógrafo. Hice de todo. No puedo quejarme. Fue una linda temporada, una etapa feliz en mi vida y le debo mucho a esa compañía. Solo sé que estaba allí, para estudiar, aprender y que de todo tendría una enseñanza para mi futuro, mi objetivo era trabajar.
Todo lo que montó Lázaro conmigo fue en horas extras, después de las siete hasta las doce de la noche en el salón. Vania debe recordar que así nació Pequeña Serenata. Después tenía que esperar una guagua, la Uno, lo recuerdo bien, y hasta el albergue en Julio Sanguily. Caía exhausto en la cama, pero lleno de regocijo. Además, ese trabajo me fortaleció mucho como bailarín, me preparó como profesional, sin dejar de decir que recibí muchas correcciones en clases de maestro Fernando Alonso. Eso sí era un pedagogo, un maestro, de solo mirarte sabía qué cosa era lo que no estaba saliéndote bien y por qué. Una vez me dijo ¿sabes por qué no te sale bien ese paso? Pues porque estas respirando mal. Si dejas tus pulmones sin aire, ¿cómo crees que vas a conseguirlo?
Asombroso, ¿verdad? Ah, Fernando maestro querido, donde quiera que estés llegue a ti mi sentimiento de gratitud eterno por todo, querido maestro. Tengo muchas vivencias con todas las bailarinas del Ballet de Camagüey.
Y el día que llegué al Ballet Nacional de Cuba, terminado mi servicio social fui y le dije a Alicia (Alonso): “ya terminé en Camagüey, ¿qué hago ahora? Ella no dudó y me dio una plaza en el Ballet Nacional enseguida. Al otro día estaba ensayando con dos solistas del ballet, para bailar el trío del Príncipe del primer acto de El lago…
Alicia siempre creyó en mí y gracias a eso llegué a tener el gran honor de bailar con ella. En el Ballet Nacional de Cuba bailé con todas las primeras bailarinas. Con las Cuatro Joyas (Loipa Araújo, Aurora Bosch, Josefina Méndez y Mirta Plá), con Marta García y María Elena Llorente, con Las Tres Gracias, Amparo Brito, Ofelia González, Rosario Suárez (Charín). De esta última fui 10 años compañero en escena y llegamos a estar muy unidos que no teníamos ni que ensayar, nos conocíamos a la perfección. Con Charín, en Uruguay, una función con el Ballet Nacional de Cuba, estábamos bailando Dionaea, y resultó que el sonidista se confundió, y puso la grabación original del disco, no la que se usaba para bailar, en la que el pas de deux estaba editado, así que estábamos en escena bailamos y justo se terminó el pas de deux y en la música original se repetía así que, cuando fuimos hacer la pose final, la música comenzó otra vez, y sin decirnos nada, otra vez lo hicimos, como si hubiéramos ensayado la obra de esta manera.
Igual en Giselle, ella me miraba y yo sabía qué quería decirme, en el pas de deux del segundo acto, en el gran adagio, siempre un bailarín sabe cuándo deja a su compañera en eje, pero con Charín eso era tan natural que yo la soltaba sin miedo, ella ya estaba en “balance”, era como una misteriosa comunión, algo que no se explicar. Charín es una de las bailarinas más fuerte que he conocido. Repetía y repetía a veces los pasos más agotadores antes de abrirse el telón y yo le decía “vas a cansarte”, pero ella salía “como si nada” y los ejecutaba mejor que cuando los estaba ensayando.
Hay algo muy especial que deseo destacar y mucho y es esa grande, esa gloria del ballet cubano: Alicia Alonso. Ella me descubrió en la escuela y luchó mucho conmigo, ella sufrió mucho, cuando me fui a Camagüey, lo puedo asegurar, por varias razones de mucho peso. Con Alicia aprendí los estilos en el ballet, cómo el personaje de Duque de Giselle tiene otros matices que no tiene el Príncipe Desiree de Bella Durmiente, ni el Sigfrido. Me enseñó a caminar como ella decía, “sin perder la clase, la nobleza, y hasta la soberbia de saberme un príncipe. Le debo tantas cosas a esa grande la danza cubana que estaré en deuda con ella para toda la vida.
Trabajé igual en el Teatro de la Ópera de Roma, el ballet de Euskadis de Barcelona, la Compañía Nacional de Danza de México donde trabajé ocho años. Allí bailé con las primeras bailarinas Irma Morales, Laura Morelos, Sandra Bárcenas. Recuerdo que al principio me costó trabajo, por la altura de Ciudad de México, controlar mi respiración, me faltaba el aire en los ensayos, un simple “relevé lent a la seconde”, me ahogaba. Llegó a sangrarme la nariz, hasta que mi cuerpo se adaptó, además nunca tuve miedo sabía que era un proceso normal de adaptación y así fue. Entonces dirigía la compañía Cuatemoc Nájera, también he sido afortunado porque he bailado con bailarinas internacionales como, Tamara Rojo Aranxha Argüelles, Viengsay Valdés y muchas otras.
Tengo un recuerdo que para mí es como un trofeo, un talismán: Hace unos cinco años, Alicia decidió salir otra vez a escena a bailar El vals de la mariposa, de Ernesto Lecuona, y me mandó a busca a México. No vacilé un segundo. Fui y lo bailamos. Fue la última vez que subió al escenario a bailar.
Allí estábamos, como nos anunciaron por micrófono antes de abrir el telón, los eternos primeros bailarines del Ballet Nacional de Cuba, Orlando Salgado, Lázaro Carreño… En fin, todos, más las primeras grandes bailarinas y Alicia decidió que fuera yo el que la sacara. Y que bailara con ella. Ese fue uno de los mejores regalos que he recibido en mi vida. Alicia era alguien por quien siempre sentiré una gran admiración, ella era como una diosa para mí, un ejemplo de vida y de fuerza de voluntad. Su amor por la danza rebasó los parámetros de cualquier ser humano, y eso me lo inculcó, lo llevo dentro de mí. Tenía una sabiduría excepcional. Alicia seguirá bailando en la memoria de todos los que la adoramos y tuvimos el privilegio mágico de compartir un escenario con ella. Recuerdo en aquella función, cuando se cerró el telón, Alicia tenía 40 años menos, se “recargaba” con el aplauso del público, era como si una fuerza galvánica la dominara, ella adora su público, los ama, y saberse todavía capaz de provocar aquella insólita descarga de aplausos y “bravos”, le da una fuerza que no puedes comprender si no lo vives a su lado.
La vida se parece a las películas muchas veces, resultó que un buen día mi papá que siempre soñó con que fuera militar, luego se le olvidó, cuando me vio bailar la última vez que bailé en Cuba. Hice El ángel contemporáneo, un solo con música de Rafmaninov, de la coreógrafa mexicana, Gloria Contreras. Era un ballet inspirado en Ernesto Guevara. Son como las reflexiones del Che, momentos antes de morir cuando lo mataron en Bolivia. Gloria refleja en su hermosa coreografía que el Che trascendió por encima de lo terrenal y que su muerte lo convirtió en un ángel, en un ser catapultado hacia la eternidad.
Mi papá lloró en el teatro y lloró cuando me vio. Me abrazó después al terminar la función. Y lo comprendí, supongo que vio mil imágenes a través de aquella danza ejecutada por su propio hijo, quizá esto le sirvió para reconciliarse consigo mismo y comprender que, aunque no fui el militar que él soñó, había triunfado como bailarín. Luego, verme interpretando uno de sus grandes iconos de la historia de la Revolución cubana fue muy emotivo para él. Esto fue en el Festival Internacional de Ballet de La Habana.
Después me fui a México donde he trabajado muchísimo también. Estoy casado hace 20 años con Aurora Vázquez, creo que ella y yo hemos conseguido eso que raramente pasa en las parejas, que es la absoluta aceptación y el respeto del uno hacia el otro, la admiración y el respeto mutuo. Nosotros no necesitamos decirnos las cosas, basta que tengamos un intercambio de miradas o gestos y ya sabemos que está esperando el uno del otro. Tenemos una hija, Claudia que es pianista como mi mamá. Tiene un oído espectacular. Memoriza la armonía de cualquier música que escucha con una asombrosa facilidad.
Pero por problemas de seguridad, nunca ves a mi familia es ningún lugar a mi lado porque la Ciudad de México es peligrosa; es una ciudad intensa, un verdadero delirio, pero como toda gran ciudad superpoblada es riesgosa. He logrado muchas cosas aquí y uno debe ser agradecido. Como decía José Martí también el sol tiene manchas, nada es perfecto y si lo fuera dejaría de ser atrayente.
Soy feliz, veo el lado positivo de todo. Hay momentos de dificultades, cuando veo que las cosas no caminan como quisiera, pero siempre miro hacia el futuro y pienso que de la adversidad también se aprende. Tengo una profesión que me ayuda, pues si mi vida personal no está creciendo, entonces, Sigfrido o Colín, Albrecht o Basilio, me ayudan a vivir otra vida. Siempre puedo escoger entre todos mis personajes, aunque a decir verdad no sabría con cual definitivamente me quedaría.
Creo que me falta mucho por aprender y por enseñar. Quiero ofrecer mis conocimientos, trasmitirlos a quien tenga talento y necesidad de aprenderlos. El ballet es una carrera que nunca termina, y es lo mejor, pues como en el cuento de Onelio Jorge Cardoso, en su irrepetible “Francisca y la muerte”: Siempre me queda algo por hacer.
[1] Escuela Militar Camilo Cienfuegos. Fundada en 1966 es una escuela preuniversitaria militar oficial. Brindan entrenamiento pre-militar a estudiantes de 12 a 17 años.
En portada: Jorge Vega en Prometeo, El poema del fuego de Alberto Méndez. Foto Alicia Sanguinetti (Argentina)