Escribir para el cuerpo presupone, en principio, saber que “somos cuerpos” culturalmente atravesados por memorias, olvidos, antojos, suposiciones y pensamiento
Por Noel Bonilla-Chongo
“Tout cela qui prend forme et solidité, est sorti,
ville et jardins, de ma tasse de thé…”
Marcel Proust
Por estos días que el compás de espera pareciera conducirnos a un callejón sin pronta salida, me entusiasma sentir las razones de quienes, desde modos distintos de entender la creación y pensamiento sobre danza, vamos tratando de fomentar un discurso, aun plural y cismático, sobre la fragilidad del cuerpo danzante. Y digo fragilidad en su sentido inmanente de extenuación, agotamiento, impotencia del im-poder corporal hoy cautivo, perplejo e inmóvil ante una pandemia que procura quebrantarlo.
Nótese que digo coreografía y no precisamente danza; obvio, con el riesgo que implica el rol de quien no es coreógrafo, pero sabe que es la coreografía un arte muy complejo. El coreógrafo es el “funcionario” principal que ha de atender que todas las partes disonantes de una pieza coreográfica estén ordenadas y fundidas (unidad, coherencia y claridad), de acuerdo con los propósitos de un baile determinado o de un espectáculo.
Bajo el arreglo de la coreógrafa o el coreógrafo, las acciones se proyectan en un espacio tridimensional habitado por bailarines. Quienes, a su vez, mediante hechos, aptitudes, movimientos, emociones fingidas o reales, etc., y en presunta reinterpretación de comportamientos y movimientos previamente aprendidos (improvisados, experimentados, ensayados, trabajados, establecidos) dan al espectáculo de danza cuerpo y forma.
Cierto es que, desde el campo de los dancers studies, el cuestionamiento sobre los procesos de creación artística, de la mirada acerca de las nociones de coreografía, creación, composición o montaje, se han convertido en socorro obsesivo de estudios muy avanzados de la práctica escénica contemporánea. Fórums, plataformas, laboratorios, debates, blogs, publicaciones de rigor, podrían certificar esta realidad. Entretanto, en este primer acercamiento al tema, al tiempo que convoco públicamente a nuestras coreógrafas y coreógrafos a expresar su pensamiento reflexivo, el de su hacer poético y particular, creo prudente referirnos a esos orígenes del arte coreográfico.
Aun cuando varios de nuestros principales coreógrafos sustentan que la coreografía no se enseña, dejando a la intuición del creador esos modos de orquestar cuerpos, espacios, sonoridades, rítmicas, visualidades, obsesiones, sobre la escena, demandante espacio de significación. A diferencia de ellos, opino que no es suficiente creerse manipulador de las engañifas del espacio físico y, mucho menos, de las peripecias técnicas de los danzantes”. Más allá de las posibles variaciones conceptuales de la palabra “coreografía”, etimológicamente, ella resulta del griego choros (coro; cuyo significado inicial era danza colectiva y posteriormente canto colectivo) y de grafía (relativo a la escritura). Entonces, desde este punto de vista significaría: escritura de la danza colectiva.
Y como “escritura de la danza”, se usó originalmente para designar la anotación del desarrollo de los bailes por medio de signos, tarea realizada por el coreógrafo. A partir del siglo XIX, el uso del término tendrá significados distintos; el coreógrafo era concebido como el creador de bailes, mientras que la coreografía como el arte de crear bailes.
Pero, no olvidemos que la idea misma de “coreografía” nace con la renacentista danza savante (culta, erudita, cultivada), es decir, aquella cuyos pasos deben conocerse para poder ser practicada. Danza que apareció a finales del siglo XV en las cortes italianas y luego fue importada a Francia bajo el encargo de Catalina de Medici, donde toma el nombre de “ballet de corte” o la locución no siempre en usanza belle danse francesa. Este predecesor de la danza clásica puede ser considerado como el origen de nuestro sistema coreográfico occidental; no presente en culturas tradicionales orientales, en donde la figura del “coreógrafo” es prácticamente inédita.
En aquel momento cortesano, la coreografía era solo una parte de esos “drames dansés” que son los ballets, que pueden considerarse como el equivalente de las comedias y espectáculos musicales de hoy, donde se conjuga narración hablada, música, canto y baile, maquinarias teatrales, escenografías y decorados suntuosos e incluso fuegos artificiales.
Los organizadores de estos momentos de baile -a quienes hoy llamaríamos coreógrafos- eran nombrados “compositeurs de ballets”. Término doblemente justificado. Por un lado, utilizan como material base de sus «coreografías», no precisamente los pasos de su invención, sino aquellos que procedían de las danzas populares del momento: la allemande, la gavotte, la pavane, la sarabande, la bourrée, etc.
Por otro lado, los fragmentos donde los bailarines (que no eran profesionales de la danza, sino nobles que han aprendido a bailar muy bien), saben en qué momento organizan un baile procesional, dibujaban determinada figura geométrica en correspondencia con el espacio, el partenaire, pero, sobre todo, coordinados con el ritmo musical, la marcha y el ambiente espectacular.
Sin embargo, a fines del siglo XVI, los teóricos del ballet, la mayoría de ellos italianos, comienzan a definir “pasos”, que gradualmente se convertirán en la materia prima para las coreografías por venir, y que se llamará, metafóricamente, “vocabulario coreográfico”.
La llegada al poder de Luis XIV, “roi danseur”, hace evolucionar muy rápidamente la idea de la danza que gradualmente se concebirá como una ingeniosa inventiva gestual hábilmente compuesta, definición esta asociada a la palabra “coreografía”, todavía considerada así por muchos especialistas de la danza. En 1661, Luis XIV crea la Real Academia de Danza, entre reglas y disposiciones invariantes de “ser-en-danza”, los primeros bailarines profesionales entran en escena.
En la perspectiva histórica, creadores, intérpretes, teóricos, historiadores, críticos e instituciones, han continuado posicionándose de diversas maneras en torno a este concepto, estrechamente vinculado a la danza como arte. Las nociones más difundidas se vinculan a paradigmas muy atados a la danza clásica y moderna de mediados del siglo XX; aun así, hoy por hoy, la coreografía, ese arte complejo y difícil, viene abrazando otros posicionamientos.
En principio, se apuesta por esa mente-cuerpo que se transfigura en la medida que se dinamita de saberes diversos y se vuelve cómplice de las correlaciones más antojadas. Escribir para el cuerpo presupone, en principio, saber que “somos cuerpos” culturalmente atravesados por memorias, olvidos, antojos, suposiciones y pensamiento. Y, el pensamiento coreográfico –como todo acto reflexivo- se entrena y amplifica en la medida que el creador estudie y se torne cuerpo cultivado. Sí, como Marcel Proust, más allá de la génesis e inspiración del acto, todo lo creado deberá cobrar forma y solidez.
Continuará…