Por Ángel Padrón Hernández
Unos días antes del estreno me había encontrado con Pedro Martín en la Clínica Dental de Pino Tres. Me comentó que estaban preparando un estreno de un ballet con grandes momentos de virtuosismo que haría las delicias del vasto conglomerado de balletómanos camagüeyanos. Me comentó que era un montaje de una soviética, que estaba muy cansado de los ensayos, incluso me explicó cuán exigente era Elena Vinogradova y cómo entre tantas había elegido a Zoraida Rodríguez para aquel Grand Pas.
Luego supe, por “vagos rumores” en las calles, que la rusa incluso “zarandeaba” literalmente a Zoraida y, en su ruso que alguien traducía, la apostrofaba con ironía cómo conseguir el estilo del famoso y archiconocido en Rusia grand pas. Estas especies de “correcciones acaloradas” les hacía igual a otras ejecutantes cuando no le gustaba cómo asumían su variación. Esto bien podría ser una de esas tantas leyendas que los balletómanos suelen tejer –y necesitan– para sustentar los murmullos, que alimentan su adoración por el ballet, lo que en Cuba a veces llamamos “cuchicheo”, chisme o bueno simples comentarios.
Todo el público agramontino de aquellos años esperamos con inusual vehemencia el estreno de este Grand Pas que al decir de un amigo mío «ni el Ballet Nacional de Cuba lo tiene en su repertorio imagínate tú que suceso».
Esos fueron definitivamente tiempos gloriosos en que el público conocedor que colmaba la escuálida y enjuta sala del Teatro Principal vivía un verdadero frenesí por el ballet, se discutía en la sala de música de la Biblioteca provincial, se armaban grandes alharacas muchas de ellas furibundas y acaloradas cuando cada quien quería defender a su bailarina predilecta, por la cuál a ultranza se enfrentaban amigos en un duelo de pasos técnicos, proezas artísticas, dominio del estilo etc. Eso que tristemente no existe al menos con aquella vehemencia y conocimiento real del ballet.
La noche del estreno superó cualquier expectativa. Fue una función memorable, todos estuvieron brillantes, recuerdo que vi con asombro aquel pas de trois que al decir del propio Fokin en sus memorias es uno de los más difíciles que existen.
El ballet estuvo magistralmente ejecutado, especialmente por Víctor Carnesoltas que estuvo espléndido, virtuoso en saltos y giros tengo un amigo que decía “él gira tanto que uno puede virar la cara, fumarse un cigarro, volver a mirar al escenario y todavía está dando vueltas”.
Las distintas variaciones fueron brillantes y muy aplaudidas, especialmente la ejecutada por Lídice del Río que era endiablada técnicamente y que ella siempre ejecutó de forma perfecta. Todas las muchachas del cuerpo de baile que brillaron en difíciles combinaciones de pasos y estuvieron por encima de lo que esperábamos.
Luego de su desafiante y escalofriantes vueltas en arabesque y attitide que cierra con aquella diagonal de saltos y giros en su variación, extraordinaria sucesión de 32 fouttés de esa grande que fue Zoraida Rodríguez, quién tuvo igual muchos adoradores uno de ellos le decía “la girosa”, otro que era un trompo, o “esa mujer es un giro, ni Martha García le hace nada”, decían exaltados.
Zoraida esa noche giró como nunca, bailó con un estilo muy europeo que nos dejó paralizados, Pedro Martín igual acentuó su coda con destreza y bravura, pero lo que heló literalmente al público fue la diagonal de piques de Zoraida. “Los hace tan rápido que no puedo ni seguirla con la vista, me marea”; me decía un amigo en medio de los atronadores aplausos, recuerdo que cuando los terminó, la ovación duró hasta que el ballet acabó y puesto todo el teatro de pie gritábamos: ¡Bravo, bravo! En esos estados de exaltación desenfrenada, casi de deliro que producen estos grandes sucesos escénicos.
Pero esto no es todo. Cuando Fernando Alonso salió para entregar el ramo de flores a la Vinogradova, un rugido salido del alma de todos los que fuimos partícipes y testigos de esa memorable noche sacudió el teatro. Pero hay más…, la Vinogradova se emocionó tanto que empezó a saludar como una bailarina haciendo tiernas reverencias con preciosos movimientos de brazos y cabeza, se arrodillaba, se levantaba volvía a arrodillarse. En el paroxismo de la emoción entregó sus flores a Zoraida: fue demasiado aquel gesto que provocó una absoluta y rotunda catarsis en la platea, mientras incluso hasta los propios bailarines del elenco en escena, comenzaron a aplaudirla.
Hubo lágrimas esa noche. Fue algo inolvidable ese estreno del Grand Pas de Paquita, que esa foto nos adentra en la nostalgia, apelmazándonos el alma por los recuerdos de aquella función que quedará para siempre en corazón de todos los que podemos decir con supremo orgullo “yo estaba ahí esa noche inolvidable”.
En portada: Elena Vinogradova hace una reverencia ante el maestro Fernando Alonso. Función de estreno del Grand Pas de Paquita por el Ballet de Camagüey. Fotos: Archivo Ángel Padrón.