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Gracias Guiñol de Camagüey por conmoverme

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Comentario sobre El Príncipe y el Mar, el más reciente estreno de esta compañía agramontina, que se mantiene en cartelera durante todo el mes de agosto, viernes y sábados, a las 10:00 am, y el domingo, a las 5:00 pm

Por Kenny Ortigas Guerrero

Yo voy a teatro para conmoverme, por lo tanto, cualquier espectáculo que logre tocar mis fibras emocionales, espirituales e intelectuales tendrá mi afecto y empatía absoluta.

Para que se consuma esa relación amorosa entre obra y espectador, tampoco es preciso caer en el melodrama o el sentimentalismo desbordado –cosa que constituye en cierta medida es un lugar común-, también desde el uso de recursos como el distanciamiento o una dramaturgia fragmentada se pueden establecer conexiones que seducen y estimulan la sensibilidad. Ambos extremos: identificación o distanciamiento, no les son ajenos al teatro para niños.

La contemporaneidad exige del empleo de recursos novedosos, que puedan sostener y dirigir la atención de niños y niñas que parecen haber nacido ya, bajo el influjo y el gen exorbitante de las nuevas tecnologías. Sin contar, además, que el estado de fascinación ante alguna obra, cada vez tiende a disiparse ante una realidad que se devela por sí misma en sus trucos y efectos dado el cúmulo de información al que tienen acceso los más pequeños de la familia.

He asistido a diversos espectáculos cuyo público meta es el infantil y resulta muy gracioso ser partícipe de esa representación simultánea a la del escenario donde ellos se disputan en susurros la revelación de algún truco de magia desgastado por el tiempo u otro artificio que no despierta la curiosidad, y es que por ahí viene la cosa, en el caso del teatro para niños, cada puesta debe convertirse en apuesta por despertar la curiosidad, que significa estimular las ganas de conocer y escalar las empinadas laderas que le invitan a descubrir nuevos universos.

Si para los niños en la actualidad, la parada debe ser bien alta, para los adultos también. Pero al sentarme en la sala del Teatro Guiñol de Camagüey, para disfrutar de la puesta en escena El Príncipe y el Mar, el más reciente estreno de esta compañía, bajo la dirección artística y general de Jesús Vidal Rueda Infante, el niño que habita en mí salió a soñar y retozar con los demás.

Digo que el espectáculo superó con creces mis expectativas, pues en algún momento anterior a su estreno, recibió numerosos señalamientos en post de perfeccionar su dramaturgia para la escena y otros elementos. Aun en ciernes, como proceso de trabajo, me resultaba difícil avizorar un despegue exitoso, pero en bien del público asiduo al Guiñol, el despegue ha sido por todo lo alto.

El texto es una reapropiación de Jesús Rueda, sobre el original de Eddy Díaz Souza, que tiene como argumento las peripecias de unos padres que a toda costa intentan mantener alejado del mundo exterior a su hijo, el cual padece de una grave enfermedad y debe cuidarse de cualquier tipo de desatino.

Eutimio y Petra –así se llaman los padres- adoran su querido Mariano, pero en el afán de protegerlo dibujan un inmenso castillo para él, donde a pesar de sus esfuerzos por distraerlo del mal que lo aqueja, y disuadirlo en su anhelo de conocer el mar, crean una cárcel que lo aprisiona con un manto de sobre protección que lo hace infeliz.

Solo la voluntad indomable de Mariano, junto al espíritu amoroso de su abuela Ángela –como son todas esas abuelas que nos alegran el alma- persuadirán a sus padres de tomar la decisión correcta, antes de que el “remedio, sea peor que la enfermedad” como versa el popular refrán.

La puesta en escena, reposa en un fino diseño de la utilería, escenografía y el vestuario, todos articulados desde la mano perspicaz de Mauricio Álvarez Romo. Su colorido refrescante abanica la mirada para que no exista agotamiento en la variedad de matices. El tiempo y el ritmo son bien apuntalados a través del juego y las excelentes actuaciones de todo el elenco, los que defienden cabalmente sus personajes y patentizan precisamente uno de los grandes aciertos de esta obra, la interpretación.

Una de las preocupaciones durante los ensayos, lo constituía el exceso de parlamentos que cercenaban el dinamismo en función de componer imágenes y relaciones lúdicas, pero también en este sentido se ganó una batalla, logrando un ajuste y equilibrio desde el buen uso de la síntesis. Con una caracterización depurada y sin excesos, con economía y precisión en su gestualidad, con acciones plagadas de sorpresas en cada acontecimiento, los personajes cautivan a los espectadores, los que a su vez se sienten partícipes de la historia. El empleo de sombras chinescas, luz negra y proyecciones audiovisuales redondean el universo de los sucesos de la historia, la que también se apoya en gags relacionados al uso del celular o el momento en el que la abuela saca un video beam por sorpresa y le muestra a su nieto la casa que le tiene preparada en la playa a donde los dos pretenden escapar ante la obstinación de Eutimio y Petra.

Puedo sugerir a los responsables de la puesta en escena que se revisase el inicio de la obra donde los padres de Mariano –disfrazados de rey y reina respectivamente despiertan en la mañana asumiendo el rol de los monarcas, aún en ausencia de su hijo, y así se dirigen al público, lo que crea alguna confusión acerca de si son reyes de verdad o si son dos padres comunes que juegan a interpretar ese papel por la situación de enfermedad que tiene el niño.

También me apropio de una sugerencia que una niña del público le comentaba a su abuelo, estando a mi lado: ¿Por qué si el niño se llama Mariano lo está haciendo una niña de verdad? ¿Por qué no se llama Mariana? Cuestión que me parece lógica pues en este caso no importa si es niño o niña, lo cierto es que una situación como esa puede ocurrirle a cualquiera sin discriminación de género, por lo que no se precisa de una sujeción a la imagen de niño varón que propone el texto original, cuando quien interpreta el papel es una actriz.

El Príncipe y el Mar nos recuerda que los adultos no siempre tenemos la razón y que debemos aprender a escuchar a los niños, su sentir más profundo, ellos son portadores de una verdad desprejuiciada y sincera. Es un regalo del Guiñol marcado por el optimismo, el amor a la familia y a la vida.