Por Omar Valiño
A mis hijos José Julián y Nicolás
Mi generación no estuvo sentada aquí. Ni siquiera todos los que la integramos, habíamos nacido entonces, pero tuvimos el privilegio de disfrutar, desde niños y adolescentes, la rectificación y enriquecimiento profundos de una política cultural, no nacida, pero sí trazada en este salón hace 50 años.
Reducida a una célebre frase, Palabras a los Intelectuales —el discurso conclusivo de Fidel Castro a sus tres encuentros de junio de 1961 cuyo aniversario cerrado conmemoramos hoy—, es leído media centuria después como un instrumento aleccionador de la política cultural de la Revolución; documento cuya riqueza rebasa con mucho los discutidos límites enunciados por la frase. Y de cuyo caudal pueden extraerse enseñanzas hasta el presente.
Fidel demostró las reales coordenadas para un diálogo: sensibilidad, amplitud, justicia, crítica, verdad, sentido político, principios firmes y transparencia. Hoy, en cada lugar donde surja un diferendo de cualquier índole, debe primar ese diálogo del convencimiento, la preparación, el desprejuicio y no la fuerza. Desalienar todas las relaciones es su mejor continuidad, con base en la libertad, la democracia, la horizontalidad, la participación.
Fidel propone la Revolución como un proceso, en última instancia, de construcción cultural que permitiría, por un lado, mejorar las condiciones de vida y de trabajo de escritores y artistas, y por otro, ensanchar los escuálidos segmentos poblacionales que disfrutaban del arte y la literatura. Hoy podemos reconocer con facilidad que tanto la producción cuantitativa y cualitativa de la cultura cubana actual es el resultado de una acumulación histórica potenciada por la Revolución, al tiempo que se desarrolla su creciente demanda por la sociedad como un derecho conquistado.
El prestigio de la creación artística en el seno de la nación alcanza cotas altísimas. El movimiento cultural es centro de la vida social y política.
Y esto es así porque el destino del socialismo depende de la cultura. De un humano diferente al de la nueva alienación capitalista —cuyo sello, precisamente, se produce no solo, ni tanto, a través de las relaciones de producción, sino de la hegemonía de una avasalladora superestructura pseudocultural—; un ser pensante cuyo discernimiento integre, incluso, la condición estética para la más honda y compleja explicación del mundo. Debemos hacer indivisibles ética y estética. Solo podremos ganar en ese terreno como parte de una calidad de vida que sea “calidad de emociones”.
Para conseguirlo el arte juega un papel fundamental. No podemos ver economía y cultura sino como complementarios en función de una economía más productiva y organizada, pero hecha, a su vez, por mujeres y hombres de decoro y de conocimiento. En definitiva, somos más hijos de una fuerte hegemonía social y de una educación familiar que de una economía sólida que, sin embargo, sí tuvo el valor —inmenso para mí— de existir en función de políticas al servicio de esa hegemonía social y de ser creadora de valores.
El arte puede no producir “nada” porque despliega algo —como el arte mismo—, inmensurable, y que no se produce en finca, tienda o fábrica alguna de este podrido planeta: produce y realiza felicidad. Lo hace aun cuando no vislumbre la alegría o la ternura.
Constatar a lo largo de la Isla la necesidad que el ser humano tiene del arte, es un lujo, un privilegio nuestro, no una desgracia de la que haya que ocuparse como un mal, sino una gran conquista cubana a la que no podemos renunciar. Porque esto dice mucho de nuestro desarrollo humano. Es parte de una complejidad y de una plenitud a la que hemos arribado, justamente, por ese ininterrumpido proceso cultural revolucionario y cuyo más delgado filamento puede solo tocarse en el alma con el arte.
Nada debe enfrentarnos a falsas dicotomías. Ninguna veleidad tecnocrática o economicista que nos haga perder la brújula. Porque la brújula tiene que ser siempre esa plenitud del ser humano, el culto sagrado a la dignidad plena del hombre.
Sobre la cultura debe regir, como de hecho se manifiesta en varias direcciones, una excepción desde el punto de vista económico. Sin dejar de renunciar a los dividendos probables en el plano práctico (con muchos nichos por explorar todavía), la cultura es, y debe ser, una esfera protegida por el Estado. Solo ello garantiza el nivel cualitativo de la tradición y de su renovación hacia nuevas identidades.
Construir un país mejor sobre columnas más racionales es impostergable, pero sin renunciar nunca a sueños e “imposibles” que están en los cimientos de nuestra nación, de nuestro socialismo y del pensamiento martiano y fidelista. Por asaltar “imposibles” llegamos hasta aquí y somos lo que hoy somos.
En su certero afán de unidad, Fidel prefigura la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en el tramo final de Palabras a los Intelectuales. En nombre de la UNEAC, muy próxima a cumplir también 50 años, queremos agradecerte, Fidel, por hacernos saber lo que vale la matria y la patria, por desafiar al mundo siendo pequeños, por hacer primar el espíritu colectivo sobre el individual sin renunciar a ser nosotros mismos, por ser orgullosos aunque jamás aldeanos vanidosos, por colocar esta pequeña gran Isla en el globo terráqueo.
Tu obra la medirá el tiempo, la historia —como una temprana vez quisiste—, porque en todo lo que se haga bien, en todo sueño cumplido estará la dimensión de la utopía que nos fijaste en el cuerpo.
Ante el mural de tu vida, ya próxima a los 85 años, y sobre la plataforma escrita en este mismo espacio hace medio siglo, los escritores y artistas revolucionarios, te decimos, como una vez tú le dijiste a Santiago, Gracias, Fidel.
*Texto leído en el acto de celebración por los 50 años de Palabras a los Intelectuales, el 30 de junio de 2011, en la Biblioteca Nacional José Martí.
Se publicó entonces en varios sitios digitales. En fecha reciente, ha sido recogido en Un texto absolutamente vigente. A 55 años de Palabras a los intelectuales, compilación de Elier Ramírez Cañedo, Ediciones Unión, 2016.
Foto tomada de Cubadebate