“A la hora de mantener ese tejido grupal, fue muy significativa desde el dueto de líderes, Corrieri y Gilda, esa guía un poquito en la sombra, en lo artístico, en lo humano, en las relaciones interpersonales que jugó Gilda”
Por Omar Valiño*
El primer recuerdo que yo tengo de Gilda, seguramente está asociado al curso de las primeras visitas que como estudiante, todavía de Secundaria Básica, hicimos a Teatro Escambray un grupo de alumnos dentro de los cuales me encontraba. La primera fue en el año 1983, porque me acuerdo bien de que el grupo cumplía 15 años y precisamente el aniversario motivó la visita. Cumplían la misma edad que nosotros, nacidos en 1968.
Los encuentros, pues, se produjeron con ese propósito, el primero en Manicaragua, pero inmediatamente se suma el interés, sobre todo por parte de Sergio Corrieri, director general del grupo e hijo de Gilda, de que diéramos nuestras opiniones sobre una obra que finalizaba ya su proceso de montaje y aún no se había estrenado: Molinos de viento, de Rafael González, con puesta en escena de Elio Martín.
Corrieri ve que muchos de los estudiantes pertenecíamos a un grupo de teatro de aficionados en la Escuela Vocacional Che Guevara de Santa Clara y nos invitó a La Macagua, el campamento del grupo, a ver Molinos… siguiendo aquel método, caro al Escambray, de confrontar previamente los espectáculos con distintos sectores de espectadores y usar esas opiniones en función de perfilar la confrontación definitiva de la puesta con el público.
Para mí, ni qué decirlo, esos encuentros entre octubre y diciembre de 1983, fueron decisivos para la definición de mi vocación y de mi vida. Así de sencillo. Todavía cierro los ojos y veo a Carlos Pérez Peña en el personaje del director de Molinos… robotizándose en la medida que avanzaba la obra, y la espléndida partitura, entre el jazz y el rock, de Pucho López.
De esa primera vez en La Macagua surge la imagen de Gilda. No recuerdo que hubiésemos conversado con ella, aunque nosotros ya éramos bastante frescos, en el sentido de acercarnos sin miramientos a la gente del mundo del teatro que nos interesaba. Sin embargo, guardábamos con ella una compostura, digamos más seria, porque Gilda era una mujer mayor y de apariencia respetable con su pelo encanecido. Sabíamos, de alguna manera, así fuera incompleta, el papel que había tenido en el Escambray y no nos atrevíamos a acercarnos a ella.
Luego viene un periodo fundamental, un grupito de aquel colectivo más grande de estudiantes, los más interesados en el teatro, que éramos tres o cuatro, comenzamos a ir asiduamente a La Macagua. Aquello me marcó mucho sin duda. De regreso de un viaje casual, que hicimos al Hanabanilla, nos topamos con Rafael González en la Terminal de Ómnibus de Manicaragua. Lo recuerdo muy bien. Nos abordamos, o lo abordamos seguramente nosotros a él, y le dijimos que habíamos estado en la sede. A partir de ahí se inició la relación y empezamos a viajar de ida y vuelta en el día desde Santa Clara algunos sábados de pase largo de la escuela.
En una de aquellas estancias nos invitaron, o nos colamos, en el salón de ensayo, a ver cómo Gilda ensayaba para una función especial de El paraíso recobrado. En realidad, cómo recuperaba para otros actores más nuevos esa obra de Albio Paz que ella había protagonizado de manera memorable. Es el primer recuerdo profesional para mí con Gilda. Nosotros no abrimos la boca. Éramos frescos pero no para tanto. Apreciamos muy bien como ella actuaba y dirigía en función de aquella especial reposición, actuaba por tramos del montaje en función de que los actores vieran como era el tono, como era el tipo de trabajo que se usaba, los desplazamientos en el espacio, la comicidad, muy particular de El paraíso… De verdad, fue una clase que mis compañeros y yo pasamos.
Recuerdo en el salón de ensayo a Carlos Pérez Peña y a Francisco Candelaria. Fue mi gran oportunidad de ver a Gilda trabajando, enseñando algo que en aquel momento seguramente yo no comprendía del todo: la transmisión de la memoria y la herencia del grupo en términos concretos. Porque se trataba de elementos artesanales, prácticos, y por qué no decirlo, también en términos ideológicos y de la propia trayectoria del grupo. Eso tiene que haber sido en 1984 u 85, y nosotros felices de vernos envueltos en esa experiencia.
Íbamos al Escambray a conversar con Rafael, con Elio Martín y Concha, un poco más tarde en el tiempo con Carlos Pérez Peña… Todavía siento pena por el tiempo que les quitamos entonces. Pero nos involucramos en ensayos, en ver cómo era el trabajo. Luego algunos de mis compañeros tomaron otros rumbos, otras carreras, aunque todos siguieron implicados en una perspectiva cultural. Y para mí fue decisivo en mi formación, siempre he dicho que el Escambray me marcó en el sentido en que me enseñó a ver el Teatro de una manera y con determinados compromisos en varios sentidos.
Lógicamente, empecé a comprender la importancia que tenía Gilda Hernández para todos, pero sin lograr todavía, romper el celofán de poder dialogar directamente con ella. También en una parte de ese período ella estuvo enferma, incluso no estaba en el Escambray, sino en su casa de La Habana, donde la estaban atendiendo.
Comienzo en el Instituto Superior de Arte (ISA) en el año 1986, y renuevo mis visitas al Escambray un poco desde otra perspectiva. Había mencionado esas visitas y esa experiencia como demostración de mi acercamiento real al teatro, en una de las pruebas de ingreso del ISA entregué, incluso, unos trabajos elementales de cómo yo veía el Escambray de aquellos años, y para suerte mía las personas que estaban en el tribunal conocían y hasta amaban el Escambray, y no eran parte de quienes integraban una zona de prejuicios contra el fenómeno que el Escambray representaba, y que se mantiene hasta hoy.
Durante mis estudios en la Facultad de Artes Escénicas llego a conocer a Gilda personalmente de la mano de Graziella Pogolotti. Fue en una visita que nosotros, como estudiantes de Graziella, y ella misma como maestra, propiciamos al Escambray en torno a su aniversario 20, en 1988. Me senté a hablar con ella en el portal de su casa después de la presentación que hizo Graziella. Atiné a repasarle un par de detalles de los que arriba conté.
Al cabo del tiempo, en 1990-91, trabajo en La Macagua para hacer mi tesis, mi Trabajo de Diploma sobre Teatro Escambray, que es la base y una parte importante de mi libro La aventura del Escambray. Notas sobre teatro y sociedad. Pasé largos meses allí revisando todos los papeles, desde la fundación del grupo, haciendo entrevistas, confrontando opiniones y recuerdos, viendo fotos… Entonces comprendí de otra manera la extraordinaria importancia de Gilda Hernández en el grupo, una relevancia que después, con el tiempo, he asociado a otros grandes grupos de teatro en el sentido de que constantemente existen personas como Gilda. En general son mujeres, decisivas en la vida de los grupos de teatro. Debe tener algo que ver con cierto sentimiento maternal en un sentido amplio y por eso se trata casi siempre de una mujer, quien se ocupa de un entramado del cual los líderes, casi siempre hombres, no se ocupan.
Cada uno tiene su lugar. Pero tampoco sin ese otro nivel, llamémosle de voz segunda, no se puede construir, ni se hubiera podido construir una aventura como la del Escambray. Por supuesto, para hacer y definir la agrupación, tuvieron una importancia decisiva muchísimas personas, pues se trata de una obra colectiva, pero a la hora de mantener ese tejido grupal es muy significativa, desde el dueto de líderes, Corrieri y Gilda, esa guía un poquito en la sombra, en lo artístico, en lo humano, en las relaciones interpersonales que jugó Gilda. Ella encarnó esa figura femenina con una gran capacidad de trabajo, con una fortaleza, pero al mismo tiempo con una capacidad de diálogo, de resolver concretamente problemas pequeños que, de no atenderse a tiempo, generan problemas muy grandes. Una sensibilidad natural para atender a las personas que hacen las cosas y no solo a los procesos de manera abstracta.
En el caso particular del Escambray, Gilda es la Madre del director fundador. Creo que guarda una relación sin dudas. En mis entrevistas a los integrantes del grupo en cualquier oficio, siempre me hablaron de ella en muchos sentidos, pero en lugar destacadísimo, como cuidadora de esa herencia artística, ideológica, política y humana del grupo. Todo el mundo me dijo que, ante cualquier problema personal, a quien se iba a ver era a Gilda y ella, pues, lograba negociar si había que negociar algo, decidir si había que decidir algo, aconsejar si había que aconsejar algo y en general todo eso a la vez como suele ser con los problemas de esta índole.
Años después, impartiendo clases de Historia del Teatro Cubano, revisando desde un punto vista investigativo los años que antecedieron a la fundación de Teatro Escambray, observé de manera más coherente el papel de Gilda como directora, como fundadora y animadora de otros proyectos teatrales, con el beneplácito con que el público y la crítica acogió la mayoría de sus montajes de la década del 60. Resplandece más el ejemplo, la trayectoria particularísima de esta mujer que llega tarde y tironeada por su hijo al teatro y que, sin embargo, esa trayectoria explica quizás porqué el hijo, tan destacado también, llega al teatro en su momento y anima esas experiencias teatrales donde Sergio Corrieri fue decisivo, léase Teatro Estudio y Teatro Escambray. Y porqué se juntaron en el arriesgado proyecto del Escambray.
Vale muchísimo la pena no olvidarla porque, efectivamente, Gilda no tiene la visibilidad que su figura y su relevancia merecen. Lustros atrás publicamos en Tablas una página preciosa de Graziella Pogolotti sobre ella. Graziella, que también la quiso tanto y tuvo con ella una profunda relación humana y profesional, y quiso resaltarla a la luz de quienes hacen teatro en el presente de Cuba, la tituló “Gilda”, así simplemente. Ella no necesita otro título como persona, como mujer, como un ser humano extraordinario.
En resumen, ese es mi espectro de recuerdos y valoraciones de Gilda Hernández, una persona que en el Escambray fue muy querida. Todo el que se relacionó con ella la quiso, poniendo su relación personal, humana primero que todo y eso a mí me parece que tiene un valor extraordinario. Porque creo que, sobre todo en un proceso eminentemente colectivo como el del Escambray, con las particularidades del mismo, e inserto en un paisaje como el de la Revolución cubana, no se pueden nunca abandonar los procesos humanos. Si tú logras determinados méritos artísticos, técnicos, de lenguajes, pero el paisaje humano es negativo, amén de incompleto, a la larga fracasará. Lo veo así como utopía de un tipo de acoplamiento, de ensamblaje que defiendo para el teatro. Esa es la gran importancia de Gilda a mis ojos.
*Estas cinco apretadas páginas se deben al recuerdo que me facilitó, grabadora en mano y preguntas en ristre, la actriz Gina Caro en 2008, con el objetivo de conformar un libro de testimonios sobre Gilda Hernández, aún inédito. De ahí las trazas conversacionales del texto, a pesar de la reescritura al que sometí la transcripción realizada por la propia Gina con la voluntad expresa, de mi parte, de no traicionar el espíritu y la letra de dicha conversación.
En homenaje a los 50 años de Teatro Escambray fue publicado, respectivamente, por la Revista Umbral, No. 68, abril-junio, 2018, pp.58-60 y Revista Tablas, No. 1/2019, pp.19-22.
Tomado de columna Intersecciones de La Jiribilla