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Fuenteovejuna: a sesenta años de su interpretación por Teatro Estudio  

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Por Esther Suárez Durán

El año teatral de 1963 dio inicio por todo lo alto. Teatro Estudio presentó en el imponente Teatro Mella su visión del reconocido clásico del Siglo de Oro español Fuenteovejuna (1619), de Lope de Vega (1562-1635), siguiendo así una de las tres líneas que se había planteado desde su fundación en 1958: el teatro español clásico en tanto una de las fuentes originales de nuestra escena.

Así, entre Brecht, Chejov, Williams, Cervantes quienes habían poblado los escenarios de la institución en sus primeros años se levanta ahora esta obra magna de Lope para abrir el quinto año del arte teatral en la Revolución.

Como siempre antes el grupo trabaja organizado como equipo de creación. En la dirección general y artística, Vicente Revuelta; a cargo de la música del espectáculo Antonio Balboa, La coreografía estará en manos del maestro mexicano (en su estancia en Cuba) Rodolfo Reyes. El diseño de escenografía se debió al arquitecto Rafael Mirabal, el de utilería a Rogelio Díaz Cuesta (Yeyo). El vestuario de una obra que implica un elenco no breve en el cual destacan las principales figuras de la nobleza del reino, realizado en una época marcada ya por las carencias materiales será encargado al actor y ya naciente director Roberto Blanco quien también se desempeñaba como actor en esta ocasión.

La escenografía de Mirabal resultó todo un suceso y los recursos utilizados por Roberto para lograr la apariencia necesaria de los tejidos fue uno de esos actos de creación que se vuelven leyenda en el arte. Con tela de toallas, de yute y similares tejidos bastos unidos a fragmentos de lata y vidrio consiguió Roberto la imagen adecuada para los vestidos de la corte. El correcto uso de la perspectiva en el teatro hicieron lo suyo. De armiño y terciopelo parecían ir vestidos los reyes.

Todavía se narran con tono admirado los movimientos que logró Vicente en el espacio del Mella, sus significados a partir de quién ocupaba los planos de proscenio y escenario alto (pueblo y reyes) y sus desplazamientos e intercambios de espacio. Brecht alentaba en la base de aquel arreglo básico.

La escenografía de Mirabal lo consagró para siempre. El diseño era rico en sugerencias y planos, además de novedoso. La concepción del espacio volvía ahora insustituible el arte del escenógrafo.

Terminaba el trabajo artístico la entrega de los intérpretes: Berta, majestuosa y sugerente en la Reina Isabel; Elio Martín como el Rey Fernando; Sergio Corrieri y Roberto Blanco en el Frondoso y en el Maestre de la Orden de Calatrava; Pedro Rentería delicioso en su Mengo; Omar Valdés en el Esteban, Alcalde de Fuenteovejuna y padre de Laurencia; Joaquín Domínguez e Iván Tenorio en el cruel Fernán Gómez de Guzmán, Comendador Mayor de la Orden de Calatrava; Raúl Eguren en el Regidor; Flora Lauten y Perla Vázquez llenas de verdad en sus Jacinta y Pascuala, respectivamente; Raquel magnífica, estremecedora, inolvidable en su Laurencia.

El resto del elenco le daba vida y presencia al personaje magno del Pueblo, esencial en esta obra cuya puesta en escena de aquel momento no descuidó como sujeto colectivo.

La creación lopesca cobraba particular valor en el contexto de la revolución social triunfante por dos de sus contenidos. De una parte, el enfrentamiento popular al poder injusto, la forma poética en que se manifiesta la unidad insondable del pueblo para enfrentar las consecuencias tras el ajusticiamiento del tirano; de la otra, el tema –más que novedoso para la época— de la presencia social de la mujer, trasmutada en su particular función dramática al animar los sucesos trascendentales de la obra. Emocionante resulta, pese al paso del tiempo, escuchar el reclamo de Laurencia, en la interpretación y la voz espléndida de Raquel, cuando recrimina a los hombres del lugar y les convoca a la acción.

La Fuenteovejuna de Teatro Estudio en 1963 fue un hecho artístico de honda repercusión tanto en el plano estético –lo comentan aún los espectadores especializados que lo vivieron, como en los planos ideopolítico y social (si es que algunos de estos pudieran verse por separado).

Resultó un digno espectáculo coral producido por ese colectivo creador que aún era el Teatro Estudio de inicios de los sesenta. En efecto, no existía memoria teatral de una realización semejante de dicha obra en el país y tan honda parece haber sido su repercusión y su alcance –ese misterio de las artes— en la sensibilidad contemporánea que, hasta el presente, solo en dos oportunidades regresó la obra a la escena (Teatro Irrumpe, dirección Roberto Blanco, y Compañía Teatral Hubert de Blanck, dirección Orietta Medina, 2004) y ninguna otra institución artística se ha planteado la faena.

Conjunto de glorias compartiendo, entonces, el escenario: Raquel, Berta, Sergio, Roberto,  los menos curtidos Elio Martín y Pedro Rentería, la bisoña Flora Lauten,  y el mejor teatro clásico español desgranando la melodía inspirada, y a veces fiera, de sus versos y desarrollando una historia con todos los matices para ser gustada por los diversos sectores de población que, en ese tiempo, por vez primera eran llamados a tomar parte en todos los espacios de la vida y ante los cuales se desplegaba la maravillosa posibilidad de convertirse en públicos para el teatro.

El esplendente Teatro Mella (cine Rodi hasta un poco antes) abría sus puertas para presentar ofertas aparentemente tan diversas como Santa Camila de La Habana Vieja (1962, José Ramón Brene/ dirección Adolfo de Luis), que desbordó su numeroso lunetario, y Fuenteovejuna (enero 1963), incluyendo las puestas colosales de Madre Coraje, El círculo de tiza caucasiano en una Habana teatral, capital de un país donde apenas el año anterior (1962) se había fundado una importante serie de conjuntos dramáticos a lo largo del mismo encargados de promover el arte teatral para todos los segmentos etarios de públicos, junto con la socialización del resto de las artes, en un esfuerzo colosal por la cultura que había encabezado espectacularmente la histórica Campaña de Alfabetización de 1961, la primera revolución de la Revolución en el plano esencial humano de la cultura; una obra común de pueblo para el pueblo.

Todo confluía. La saga del Quijote de Cervantes había inaugurado la naciente imprenta nacional. No tendría la Fuenteovejuna de Lope mejor contexto ni momento que la Cuba de la época en el entramado fecundo del Caribe hispano con estas culturas nuevas retoñadas en el tronco común de la hispanidad, ese que Teatro Estudio visitaba con la conciencia de laborar sobre una zona medular de la raigambre de nuestra escena, nuestra cultura y nuestro ser nacional.

Evocados obra y puesta desde el presente, se levanta de nuevo ante nosotros la paradoja de esa inquietante vigencia de los productos de la creación artística instaurados como clásicos. Imaginar los versos y las imágenes de Fuenteovejuna hoy sobre nuestros escenarios, en el aquí y el ahora, implica volver a interrogarnos sobre la noción de progreso humano, el desarrollo de la moralidad y el espíritu, la elevación y expansión de la ética humanista toda vez que los grandes temas del poder, la soberbia, la venganza, el amor, la rivalidad y la competencia, el perdón y la compasión mantienen sus resonancias en sociedades donde el adelanto tecnológico hace la diferencia.

Qué elementos componen la esencia humana, cuán perdurables resultan, cómo lograr sociedades equitativas y felices, cómo agradecer el milagro y defender y dotar de sentido ese instante que es la vida son preguntas recurrentes que parecen viajar a través de los siglos.

Porque sí: ¡Fuenteovejuna lo hizo!

En portada: Raquel Revuelta y Sergio Corrieri.

Fotos cortesía del Archivo del Centro de Investigación de las Artes Escénicas.