Por Omar Valiño
El principal éxito de la vigésima edición del Festival de Teatro de La Habana (acontecida entre los pasados 11 y 19 de noviembre), fue su realización misma. Puede parecer complaciente o anfibológico, pero cada año, periodo, época, tiene sus propias características y, por tanto, no se pueden medir con un mismo cartabón.
En medio de este tiempo crítico para Cuba y para el mundo, que se manifiesta en carencia de presupuestos y apoyos suficientes, problemas logísticos y de infraestructuras, haber logrado el encuentro entre el teatro, cubano e internacional, y nuestro público resultó una confirmación magnífica del pilar de eventos del sistema teatral insular.
Ya me referí –en la entrega anterior de esta columna, todavía en pleno curso de la cita– a esa geografía «paralela» que, en su tradición de más de cuatro décadas, se ganó el calificativo de un festival dentro de otro. Evento teórico, presentación de publicaciones, clases y talleres, exposiciones, proyección de audiovisuales dicen también de las fortalezas de nuestra escena como anfitriona.
Ese, el teatro cubano, pudo verse en un arco suficiente para aquilatar síntomas de nuevas exploraciones, trayectorias ya asentadas y, sobre todo, nombres de agrupaciones recientes que se legitiman con justicia, al presentar valiosos resultados de trabajo. Dibujan una cartografía que ya es otra con respecto a un lustro atrás. Visualizar ese mapa y servirse de él es parte de la importancia esencial de una fiesta teatral de este calibre.
No voy a particularizar ahora porque a este mapa se debe Cenital. Grupos y espectáculos cubanos participantes hallan aquí un espacio para extender su diálogo desde la crítica, muchos cuentan con reseñas a lo largo de estos casi cinco años de la sección. Aun a esos y a otros habré de volver.
La selección internacional no destacó. A pesar de las limitaciones señaladas arriba, se necesita una labor curatorial que, mediante estrategias vivas, minimice la incidencia de aquellas. Precisa de un trabajo individual, o de un colectivo mínimo, que asuma la responsabilidad sin ambages. De una u otra forma, nunca conseguirá un aplauso unánime, son gajes del oficio.
Mis últimas líneas para Stalingrado con amor, dramaturgia y actuación del argentino Manuel Santos Iñurrieta, un habitual de los últimos festivales. Como bien señala su subtítulo, este «monólogo de humor poético político» es una estrategia artística efectiva para enfocar la mirada sobre el «viejo» fascismo, en tanto sirve para enfrentar, desde las tablas, su resurgimiento. Muchas funciones, muchas batallas les quedan en su país a Los Internacionales Teatro Ensamble, cuyos miembros recibieron en esos días habaneros la noticia de la elección de Milei como presidente de Argentina. Son los distintos saldos, hasta para las biografías personales de cada quien, de este encuentro teatral en Cuba.
Foto cortesía del actor y director Manuel Santos Iñurrieta