Por Roberto Pérez León
No hay duda que existen modelos académicos hegemónicos para el teatro. Pero sobrevolando esos modelos coexisten el teatro de calle, el teatro comunitario, el teatro popular que por supuesto no dejan de ser también objeto de estudio por parte de la Academia.
¿Qué tienen en común estos “teatros”?
La práctica transformadora que los sustentan proviene y va hacia la gente común y corriente, muchas veces gente sin haber siquiera pisado nunca una sala de teatro profesional. Tanto el teatro popular como el teatro callejero se nutren de la gente, tienen como escenario el espacio de todos, el espacio público, la plaza, el parque, la calle; ahora bien, se trata de teatros que van hacia la gente aunque no proviene directamente de la gente pues los colectivos están integrados por profesionales. En cambio, el teatro comunitario, si nos permitimos acudir a Gramsci, es una imagen especular de un momento cultural determinado y “presupone el logro de una unidad “cultural-social” por la cual una multiplicidad de deseos disgregados con finalidades heterogéneas, se sueldan en torno a una misma finalidad, sobre la base de una igual y común concepción del mundo.”
El teatro comunitario tiene sus preguntas ontológicas preferidas regidas por el convivio, la poiesis y la expectación (Dubatti) que no precisamente marcan otra teatralidad o una no-teatralidad. Lo que pasa es que el teatro comunitario es un teatro de y para el barrio, con la gente de la barriada, entre todos, sin fórmulas, dando trastazos por lograr ser más precisos en la expresión de las necesidades éticas, estéticas, ideológicas, políticas, sociales del grupo.
En el teatro comunitario todos podemos ser creativos sin restricciones formales porque se trata de un teatro definitivamente de y para la comunidad: la gente.
Como iniciativa de la comunidad este teatro es parte de la armazón que debe sostener el diálogo entre nosotros y nuestras necesidades latentes, nuestros deseos: de tú a tú, pararse delante de la realidad y rematerializarla en una obra que cargue con la subjetividad de todos en el barrio, sin abandonar lo inobjetable de esa realidad que nos estropea la piel, nos apaga el brillo de los ojos y nos puede cansar.
El teatro comunitario al suceder desde la comunidad y estar enfocado en la potencialidad del entorno, consigue la chispa mágica del reconocimiento, de la observación acuciosa que puede dinamizar la realidad notoria, real, tangible. Nada de utopías ni de realidades cuánticas ni estratosféricas. Al pan, pan y al vino, vino.
El teatro comunitario es un constituyente vertebral de la organización y puesta en marcha de un modelo de gestión cultural; además, es un agente del desarrollo social al convertirse en un medio de acción socio-comunitario.
El abordaje académico de la cultura comunitaria debe tenerse muy en cuenta a la hora de alentar prácticas de intervención social.
La relación conceptual entre teatro y comunidad, dada las dinámicas que pueden existir en los colectivos teatrales comunitarios, merece una mirada académica no despreocupada, ni ocupada solo en menesteres epistémicos como pueden ser las relaciones entre arte y comunidad, ese llamado “arte comunitario” denominado así por los centros hegemónicos de producción de saberes en Norteamérica y Europa.
Desde la Epistemología del Sur, desde la fundación y desarrollo de los saberes del Sur existen investigaciones y proyectos académicos esclarecedores en toda la región, sin embargo nuestra experiencia nacional en cuanto al teatro comunitario no tiene ni impacto social ni el académico que debería tener.
El producto escénico terminado en el teatro comunitario no es lo más relevante en el análisis del fenómeno.
Epistémicamente lo notable del teatro comunitario es el ambiente de encuentro y participación ciudadana entre la gente del barrio sin compromiso con técnica alguna ni modelo estético. Pero sí juramentados con la libertad creativa, con la sensibilidad y expresividad de la comunidad y sus experiencias humanas.
Estamos en una ola de entusiasmo con relación al arte comunitario. Ante esa animación se precisan sólidas bases epistémicas para asumir las esencias del teatro comunitario que también son lo ficcional, lo lúdico, la representación de la realidad, el desarrollo de acciones y ejecuciones performativas; ahora bien, el accionar desde y para la comunidad tiene una ejecutoria propia, poco parecida a la del teatro profesional.
Ya sabemos que “el teatro teatra” y que “el teatro sabe”. En el teatro comunitario el pensamiento teatral es formado por ser público, ciudadano cultural, gente de barrio. Y entonces artista.
La práctica teatral comunitaria está sustentada en saberes específicos de una pragmaticidad y una problematicidad que no se manifiestan en el teatro profesional pues desarrollan semiosis diferentes y a veces muy distantes. Los ejecutantes y los espectadores como unidad participativa describen e investigan y dan sentido a la dimensión representacional y humana del acontecimiento en y del barrio: vivencias, experiencias, praxis, toda una cadena de significantes que simbolizan y son signos en un discurso cuya práctica, en sus “haceres”, construye un paisaje de subjetividades que reformula la mirada hacia la cotidianidad de forma local.
La comunidad acciona en el teatro organizando realidades, esperanzas, ilusiones, deseos, futuro. En ese accionar se modelan personajes y públicos, y está garantizada una contundente dinámica socio-cultural desde la cédula fundamental que es la familia y el vecino.
El teatro comunitario no anula individualidades, las crea desde el otro: la alteridad pues desde el “yo” se alterna, se tiene en cuenta el punto de vista del amigo-vecino-actor.
En el teatro comunitario no hay edades. La conjunción de experiencias y efectivas vivencias que quedan pegadas a la piel como tatuaje de la existencia más rutinaria de la familia, del barrio son los nutrientes del accionar escénico.
Un grupo de teatro puede concebir un montaje entre todos sus integrantes: es una elaboración colectiva. Pero no tiene el alcance integrador y conformante que en una comunidad hace el teatro donde la familia es célula fundamental que esclarece y cohesiona al proyecto artístico como constructo social.
La dialéctica del teatro comunitario tiene un caudal que arrasa cualquier estabilidad; y, en la inestabilidad, en el entra y sale, en el regreso y el volver y luego irse de nuevo hay una paradójica consolidación de la cultura popular potenciándola sin solipsismos trastornados.
Una comunidad es un espacio físico, pero sobre todo un espacio simbólico que interpela y da sentido; como espacio de significación, los imaginarios colectivos se fundan en la lógica de las experiencias compartidas; así, la interacción sémica genera prácticas culturales populares fecundantes para la cultura académica.
La necesidad de comunicarse mediante el teatro no es algo que surge por generación espontánea. Las distintas instancias de gobierno popular deben ser capaces de sensibilizar a la gente para que cuenten en una representación teatral, de manera colectiva, sus historias, sin la intervención de las prácticas entre profesionales del teatro.
Hubo un tiempo en que tuvimos un gran desarrollo del teatro de aficionados, subían al escenario los que les gustaba el teatro porque sí, por las mismas razones que gustan un atardecer o una rosa. Esos tiempos se han esfumado. Aquellos grupos de aficionados pudieron haber tenido vasos comunicantes fecundantes con la fundación de una red de teatro comunitario.
El teatro comunitario es un constituyente para la organización y puesta en marcha de un modelo de gestión cultural comunitario.
El teatro es un agente del desarrollo social al convertirse en un medio de acción socio-comunitario. Ocupémonos más en desarrollarlo.
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