Por Esther Suárez Durán
Si bien el proceso conspirativo que se desarrolló a partir de 1867 en pos de la creación de un estado nacional, tras el fracaso de los intentos reformistas ante la Junta de Información, tuvo como escenario fundamental la región del centro oriente del país, el espíritu de rebeldía se extendía por toda la isla y alcanzaba a la capital, de lo cual dan fe, entre múltiples hechos, diversos documentos redactados por la oficialidad española y que se referían al sentimiento independentista que anidaba, según sus propias palabras, hasta en los adoquines que cubrían la vía pública.
En este contexto, entre los días que separaban el 8 de mayo de 1868, en que Pedro (Perucho) Figueredo le solicitó al músico Manuel Muñoz Cedeño que orquestara la melodía compuesta por él como himno revolucionario (cuyo primer nombre sería La Bayamesa, a tenor con La Marsellesa francesa), y el 11 de junio en que esta se escuchó por vez primera en la Iglesia Mayor de la ciudad de Bayamo, tuvo lugar en La Habana, el 31 de mayo, el debut de la primera de nuestras compañías bufas.
En breve, las agrupaciones bufas, que muy pronto llegaron a ser ocho en la capital, acapararon el gusto del público y las utilidades y, tal y como acuñaban algunos gacetilleros, la moda bufa se implantó en La Habana. No había competencia posible por parte de las compañías españolas, italianas o francesas que se disputaban sin resultado los públicos de la urbe.
Para colmo se imponía la moda del catedraticismo, gracias a las piezas de Pancho Fernández, donde unos personajes negros hacían por imitar el modo de hablar de los amos blancos en un ambiente de gran mascarada y absurdo y tenía lugar una nada simple distorsión del lenguaje que antecede con mucho a las operaciones que luego caracterizarán al teatro contemporáneo del siglo XX. Este empleo del absurdo reaparecerá sucesivamente después, a través del tiempo, en lo mejor del teatro cubano.
Todos ríen en el patio de butacas y en la tertulia y saben de quiénes y por qué. El bufo cubano ironiza con todo y con todos y la risa escapa a la censura y se vuelve el mejor símbolo de libertad. El humor es el recurso perfecto para esta otra dimensión de combate.
Por ello, la primera estancia de los bufos en nuestros teatros terminó abruptamente en enero de 1869 con la masacre que protagonizaron las tropas de Voluntarios en el Teatro de Villanueva la tarde noche del 22 cuando, vivo aún el ejemplo de un Bayamo ardido, carbonizado y de tantas familias que solo hallaron refugio en el monte, el personaje de Matías en Perro huevero aunque le quemen el hocico…, de Juan Francisco Valerio, tuvo la osadía de exclamar: “¡Viva la tierra que produce la caña!” y, según, la leyenda –crecida y vigente ante la inmediata censura de prensa– del público brotaron los vivas a Céspedes y a Cuba libre.
Los dramáticos sucesos del Villanueva, donde tuvo lugar una masacre sin que el número de sus víctimas fuese jamás conocido, son el mejor exponente de la relación que guardan ambos hechos: la toma y quema de Bayamo con las notas resueltas del himno vibrantes en el aire y, escasamente tres meses más tarde, los caricatos cubanos haciendo el teatro propio sobre los escenarios capitalinos ante un público que no ocultaba sus preferencias y que, según se cuenta, asistió a la instalación habanera en franco espíritu de desafío a la autoridad imperial indeseada.
Por otra parte, esta modalidad teatral tiene tras de sí un extenso período de gestación histórica en el cual concomitan los elementos que en los planos filosófico, político y cultural van a dar cuenta de la conciencia de la nacionalidad, junto a aquellos que conformarán su particular forma artística; en específico, determinadas células rítmicas, formas de baile, géneros dramáticos y modos de representación escénica y no es en modo alguno un fenómeno sin conexiones culturales con otras geografías y con otras producciones artísticas en el país. Resulta obvia su inscripción en la vertiente costumbrista de nuestra cultura, aquella que se anuncia en los inicios del XVIII y que en el segundo tercio del XIX se enseñorea de nuestra literatura.
En su esencia, los antecedentes de este teatro se remontan a aquellas manifestaciones espectaculares que con motivo del Día de Reyes tuvieron lugar en las calles y plazas públicas a partir del siglo XVI hasta 1884 en que fueron prohibidas, en las cuales intervenían esclavos y negros libres y donde estos últimos remedaban el vestuario de sus amos y sus símbolos de poder, su gestualidad y modos de comportamiento mientras improvisaban décimas y escenas dramáticas que uno de los principales estudiosos de nuestro teatro identifica como la primera presencia de las relaciones entre nosotros[1], una forma teatral que luego se desarrollará de modo preponderante en la ciudad de Santiago de Cuba, a partir del estrecho maridaje entre la gangarilla española y las manifestaciones literarias orales de la cultura bantú, predominante entre la población negra esclava de la zona[2].
Estas relaciones, que tienen como espacio de privilegio las fiestas de carnaval, incluían críticas a las costumbres y a la administración colonial en un repertorio conformado por fragmentos o versiones en un acto de obras de los clásicos españoles (Lope, Tirso, Calderón, entre otros) y piezas originales en cuya estructura se entretejían refranes, dicharachos, frases de moda, teniendo la diversión como principal objetivo.
Más próximo en el tiempo, entre 1812 y 1850, otro fenómeno que prefigura la modalidad bufa en la escena es el quehacer costumbrista del cómico cubano Francisco Covarrubias, creador de personajes luego devenidos clásicos como el negrito y el montero, autor de un extenso número de sainetes[3] donde ya emergen los tipos del país, el habla, los cantos y los bailes propios y que inspira la aparición de una serie de espectáculos en la línea de lo que se denominó “sainetes de costumbres del país”, a lo cual se añaden las posibles influencias de los sainetes de don Ramón de la Cruz, el oficio de los cómicos españoles, las compañías norteamericanas de minstrels y de la ópera bufa francesa, con sus obras de Offenbach y su parodia de la gran ópera, y el surgimiento de los Bufos Madrileños, de Francisco Alderíus, en España, nombrados así por imitación de los Bouffes Parisiens.[4]
Pero el bufo cubano también encuentra su heredad en la comedia que nutren cuerdas tan distintas como las de Agustín Millán, Francisco Javier Balmaseda, José María de Cárdenas, Rafael Otero, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Joaquín Lorenzo Luaces y José Jacinto Milanés, entre otros, algunos de los cuales también produjeron sainetes. Los estudiosos de esta producción confiesan imposible establecer una rígida separación entre la comedia de la época y los textos teatrales que aporta el bufo.
No obstante, la necesidad de definir sus rasgos propios permite establecer algunos distingos. Su producción se caracteriza por piezas breves que no exceden los dos actos, cuyos argumentos refieren temas inmediatos que desarrollan tipos del país en ambientes populares y que acompañan ritmos y bailes de esta misma índole. Se trata de obras ajenas a cualquier afán de trascendencia y que asumen múltiples formas genéricas –con evidente desenfado– a partir de las modalidades del sainete, la parodia, el apropósito, entre otras.[5]
Sin lugar a dudas constituyó una expresión subversiva en tanto colocó en escena a los personajes y ambientes marginados en su contexto histórico social, verificando así un ejercicio crítico que se potenciaba con sus burlas de la administración colonial, modas foráneas, costumbres y personajes sociales; contribuyó a la construcción de la imagen propia en cuanto reafirmó, mediante el espacio tribunicio y público de la escena, toda una peculiar manera de sentir y manifestarse.
La férrea censura impuesta por el poder colonial –escasamente valorada en nuestros estudios y que trascendía los dispositivos específicos y hallaba absoluto respaldo en el código penal en uso y en la forma en que se organizaba el ejercicio de la (in)justicia– llevó a los autores cultos a valerse de determinados recursos (alegorías y parábolas, entre otros) que entorpecían su proyección social[6]. La expansión de lo nacional se valió entonces de diferentes estrategias en la búsqueda de un modo que resultara viable en semejante entorno político. Tal y como lo evidencia la suerte de algunos ejemplos de la creación literaria y dramática de la época, una demostración francamente independista y abolicionista no hubiera encontrado acceso a la escena, por lo que hubo de desplazarse hacia una forma que escondiera, tras la risa y el divertimento, un subtexto que, evidentemente, consiguió revelar determinados sentimientos y anhelos sociales.
Como declaró José Juan Arrom, la dramaturgia bufa fue la única que gozó de consumo efectivo en Cuba, no ocurrió así con la de Heredia, Milanés, Luaces o Avellaneda. Su particular estructuración espectacular contribuyó a que alcanzara los escenarios, puesto que, aunque figura como un teatro de autor, se trata de una determinada forma de hacer escénico que ya emerge con la base objetiva necesaria a tales fines: una agrupación de personas con ciertas capacidades artísticas y organizativas y con los medios requeridos para obtener un particular objetivo artístico. Las compañías bufas presentaban a los empresarios un programa completo que abarcaba toda la noche e incluía breves parodias de conocidas obras musicales y dramáticas, números musicales y la pieza teatral principal.
Hicieron desaparecer la distancia que, hasta ahora, mediaba entre los dramaturgos y la escena. De un lado, parte de sus autores eran sus propios intérpretes, del otro, el texto se completaba en el propio escenario. Sus actores alcanzaron una extrema popularidad dado el grado de libertad que tenían para improvisar sobre la escena y el esmerado histrionismo en la construcción de cada uno de los tipos escénicos.[7]
La concurrencia de la música, del humor en la particular forma del choteo cubano, la preponderancia del intérprete y su especial relación, tanto manifiesta como subtextual, con el público, fueron los elementos que contribuyeron a dotar de un estilo a esta expresión teatral.
Tras los hechos sangrientos del Villanueva se produce una pausa que dura toda la guerra grande, pues los bufos cubanos, considerados sin más como infidentes, tuvieron ante sí dos caminos: salir para el exilio o, de lo contrario, permanecer en suelo patrio con muy bajo perfil para pasar inadvertidos —bastaba con que algo exhibiera “la marca del país” para resultar altamente sospechoso a la celosa y harto represiva autoridad colonial—. El bufo había desplazado del centro de la atención escénica a las producciones europeas siendo nombrado por los gacetilleros “teatro de género cubano”, esta es la probable razón de que, más tarde, reconozcamos con la voz “teatro vernáculo” a las fórmulas teatrales que le heredan en los albores del siglo XX.
Al término de la contienda, sobre 1879, regresa nuestro bufo a los escenarios. Las capacidades histriónicas continuaron caracterizando las sucesivas etapas (1879- 1900 y 1900- 1960) donde este elemento llega al delirio con la ampliación de la gama de personajes; se mantuvo el costumbrismo y el humor, mediante la parodia y la sátira, con espectáculos de mayor despliegue de recursos en la escenografía y el vestuario, y una presencia musical de superior elaboración en la que intervinieron grandes figuras de la composición y la dirección orquestal quienes popularizaron nuevos ritmos. Tomó un papel preponderante la revista como género –siguiendo los cánones de la escena occidental en la época– y se acentuó el componente erótico, a la vez que permanecía la pupila crítica y el tratamiento privilegiado de la actualidad política y social teñido por diversas ideologías políticas.
Al igual que el bufo en su momento, el llamado teatro vernáculo capitalizó la mayor parte del público y la actividad teatral con un nutrido grupo de compañías y su estancia en varias instalaciones teatrales[8] simultáneamente a partir de una estructura organizacional de sorprendente movilidad.
Si bien queda por reconocer que, en determinados instantes, el teatro bufo contribuyó a actualizar la escena del país sintonizándola con lo que sucedía en otras geografías teatrales, y que, mediante la parodización de aquello ya estereotipado y vuelto rutina dentro de determinados géneros contribuyó a la evolución formal del arte teatral[9] , es cierto que su apego al tratamiento de la actualidad, como recurso seguro de éxito en el mercado, resultaba irreconciliable con una ambición de trascendencia ideotemática o con un espíritu de innovación formal, al tiempo que le hizo reiterar hasta el agotamiento fórmulas artísticas ya probadas.
No obstante, su peculiar naturaleza subversiva, basada en la irreverencia y el desenfado satírico, el empleo del absurdo como recurso para producir una mirada crítica, para evitar la “naturalización” de una determinada realidad, el particular histrionismo de sus intérpretes y su relación de alta complicidad con los públicos continúan presentes en la esencialidad del modo teatral cubano y en los códigos de comunicación con la escena.
Foto de portada: Abel Padrón Padilla/Cubadebate
Notas:
[1] Véase Rine Leal. “El pecado original”, en Revolución, Letras, Arte, Editorial Letras Cubanas, 1980.
[2] Al respecto, véase José Antonio Portuondo, “Alcance a las relaciones”, en Astrolabio, Colección Cocuyo, Editorial de Arte y Literatura, 1973, p. 159-181.
[3] Era muy gustado el sainete, género favorito en España por su tono cómico y burlesco. En especial los de Don Ramón de la Cruz impusieron un modelo. Gozaban de la aceptación popular, a pesar de ser desdeñados por la élite ilustrada que los juzgaba vulgares y de escasa enseñanza moral. Estas piezas breves contenían los núcleos de las futuras corrientes teatrales. desde el costumbrismo realista al teatro musical, pasando por la comedia fantástica o la farsa burlesca.
[4] Offenbach ganó popularidad como compositor a través de sus operetas humorísticas. A mediados del siglo XIX abrió un teatro para representar sus propias obras al que llamó Bouffes Parisiens.
[5] Así se habla de disparate catedrático, parodia bufo catedrática, juguete cómico- lírico- pantomímico, etc.
[6]J.M. Valdés Rodríguez: “Algo sobre el teatro en Cuba”, en Rev. Universidad de La Habana, 1964, p.47.
[7] Al respecto Rine Leal ha señalado muy lúcidamente cómo la incapacidad literaria de sus autores resultó en una expresión de dimensiones netamente escénicas.
[8] Durante la década del veinte, parecen haber coexistido hasta 16 instalaciones teatrales en La Habana que admitían en su programación espectáculos de lo que por entonces se llamaba género cubano.
[9] Patrice Pavis. Diccionario del Teatro, Ediciones Paidós, Barcelona, 1980, pp. 348-350.