El Acto
Por Esther Suárez Durán
Cuando grababa a Vicente Revuelta durante una extensa serie de entrevistas en uno de los años más altos del llamado período especial sentí, en varias ocasiones, el erizamiento de mi piel a partir de sus declaraciones al pensar qué maravilla cuando otros –mientras más fueran, mejor—pudiesen compartir su pensamiento, recuerdos, dudas, emociones… pero nunca imaginé que aquellas palabras, organizadas luego de la mejor manera que supe en diversos capítulos y convertidas en un libro, pudieran colaborar con una puesta en escena. Por supuesto, Vicente merece eso y mucho más. Tal vez el mejor homenaje sea la coherencia, nuestra coherencia. Y sé que no pido poca cosa.
Me alegra, entonces, que primero Misterios y pequeñas piezas, de Carlos Celdrán con Argos Teatro y ahora El acto, de José Antonio Alonso con Teatro del Caballero nos lo acerquen de una nueva manera y nos lo mantengan en su espacio de preferencia: las tablas, en comunicación y, sobre todo, en provocación con los públicos de hoy.
El acto es esencialmente eso: homenaje a ese inmenso hombre de teatro, y provocación desde él y su legado, a la sociedad de este tiempo. Entonces, en tanto homenaje realizado por un creador a otro no me parece lícito realizar valoración alguna, solo respetar esa acción.
Desde esta posición saludo la relación de un actor perteneciente a una generación posterior con otro a quien, además, considera su Maestro; y celebro que de esta manera se colabore en mantener viva parte de la memoria del teatro cubano. Y, por la propia naturaleza del hecho me resulta difícil ejercer el criterio sobre el suceso -siempre en el ánimo de colaborar y comprometerme con sus hacedores y nunca desde otra posición-, en términos convencionales.
Pienso que para su examen es preciso detenerse en el concepto de “acto”, en las propuestas que hizo Grotowski al Teatro de su tiempo y en el diálogo que con ellas desarrollaron el grupo teatral Los 12 y Vicente Revuelta en su momento.
Como ya se conoce el grupo teatral Los 12 emerge como una señal de su tiempo, de su época, basta con ver las carteleras del cine que se podía disfrutar en Cuba en aquel entonces. En cuanto a las tablas, es consecuencia del contacto y el conocimiento de las vanguardias teatrales europeas que se revelan de manera particular y cercana para los cubanos en La noche de los asesinos, obra de José Triana en puesta en escena de Vicente Revuelta con un adecuado equipo de trabajo. Tanto el texto de Triana como la posterior realización escénica resultan hitos en la historia contemporánea de nuestro teatro y daban cuenta de su inserción y su diálogo con la vanguardia artística de la etapa.
La gira por varias ciudades europeas de Vicente Revuelta y parte de su equipo de trabajo con La noche de los asesinos les facilitó la relación directa con la labor del Living Theatre, las búsquedas de Peter Brook, el Teatro Laboratorio de Jerzy Grotowski y estimuló nuevamente en Vicente la necesidad de la experimentación, de manera que al regreso a Cuba el director pretendió reiniciar el laboratorio que había dado lugar en 1958 a Teatro Estudio.
Tras agudas confrontaciones al interior del grupo teatral, varios de sus integrantes decidieron armar tienda aparte para continuar en esa dirección y ello dio lugar al surgimiento de una nueva institución, Los 12, que meses más tarde consiguió que Revuelta (quien se había apartado de todo y de todos) se incorporara al mismo como legítimo guía de la experiencia. Los pormenores del proceso han sido relatados en documentos recientes (algunos de ellos son Jerzy Grotowski entre nosotros, en revista Teatro / CELCIT, 2010; Los 12: las sorpresas de la memoria, Ediciones Unión, 2016).
Dicho de un modo muy elemental la esencia de la propuesta grotowskiana es el abandono de cualquier tipo de máscara o recurso de enmascaramiento de los que proporciona el Teatro y la ofrenda en sacrificio del ser del actor al espectador, lo cual coloca en el centro el tema de la verdad y la posibilidad de la comunicación genuina entre ambos.
Varios recursos integran el programa, uno de ellos es la búsqueda del contacto, vista como la definición de la persona (bien, real y presente en el espacio de presentación, o bien, ideal o ausente) a la cual el actor dedicará la representación de esa vez –que, mediante este puente, conseguirá dirigir a todos los asistentes. Otro elemento de alta significación lo constituye el acto, que se refiere a la posibilidad que tiene el actor de darse, confesarse, hablar de sí mismo, mostrar sus esencias al espectador mediante las palabras, gestos, recursos en fin de la persona dramática que le ha sido confiada.
Teatro del Caballero nos convoca para realizar el acto; aspiración genuina y de enorme dimensión. En función de tal, José Antonio Alonso, en su calidad de director e intérprete de su propuesta, nos pone al tanto de algunas de sus propias vivencias durante determinados momentos de la trama que busca mantener la comunicación con el público. Sin embargo, la forma de organizar este encuentro con el espectador no resulta óptima para sus fines, a la vez que estos fines o propósitos no parecen estar debidamente organizados y jerarquizados.
El acto no es algo que se caracteriza exactamente por su extensión en el tiempo, sino más bien resulta una abertura, una especie de puente que se tiende puntualmente y tiene una calidad extraordinaria. Grosso modo creo que podría describir el discurso dramático de José Antonio Alonso en esta oportunidad de la siguiente manera: comienza por definir explícitamente un individuo entre los espectadores al cual va a dedicar su trabajo de esa noche, luego nos refiere datos de su Maestro, la persona a la cual, mediante esta faena, rinde homenaje; nos refiere, asimismo, sucesos y vivencias de su propia existencia y, finalmente, convoca a nuestros cuerpos a la acción, a la actividad junto a él, mientras nos pide que dejemos a un lado convenciones y, por unos segundos, disfrutemos el sentimiento de estar vivos y en compañía unos de otros.
No sé si la experiencia que José Antonio nos propone tiene un fin didáctico en el sentido de darnos a conocer a grandes trazos una zona de los métodos y premisas de trabajo de su Maestro, a la vez que nos brinda su personal imagen de él, pero, de cualquier manera lo que no creo que haya logrado producirse allí es, precisamente, el acto.
Si fuera dado hablar de dramaturgia en este caso –y creo que lo es en tanto discurso organizado que tiene una finalidad– diría que esa dramaturgia presenta deficiencias, puesto que no existe una correspondencia entre su organización y su transcurso y los objetivos que, desde el título, parecen perseguirse.
La puesta en escena de este encuentro con el espectador también necesita ser repensada. Imagino que lo ideal pudiera ser disponer el espacio como teatro arena o, al menos, en forma semicircular y eliminar cualquier obstáculo material que se interponga entre el actor y su primigenio espacio escénico y los espectadores, quienes más tarde harán suyo aquel mismo espacio a instancias del actor.
En cuanto al acto, a la consecución de este estado irradiante de plena comunión y entrega entiendo que se trata de una categoría teatral que, en realidad, corresponde a otro orden de cosas. Una vez más el entusiasmo y la pasión de mis colegas conspira contra sus mejores intenciones.
El estudio, la reflexión profunda son colaboradores esenciales del hombre de la escena quien, además, trabajará mejor y con mayores certezas si lo hace en equipo, y aquí recuerdo una vez más a Vicente, su convencimiento de la necesidad de contar con un adecuado equipo de trabajo (como lo tuvo en La noche…, según sus propias declaraciones) y su perpetua añoranza de encontrar las personas adecuadas y disponibles para formarlo en cada una de sus aventuras creadoras.
Nos hallamos en el año en que celebraríamos el noventa cumpleaños del Maestro. Bien está que la nueva experiencia de Teatro del Caballero nos invite a recordarlo como mejor le hubiese gustado, desde la reflexión y el debate sobre un objeto artístico.
Foto de portada tomada del perfil en Facebook de Teatro del Caballero
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