Continúa en escena durante todo el mes de noviembre Las Brujas de Salem, del célebre autor estadounidense Arthur Miller, en versión y dirección artística de Fabricio Hernández Medina, en la sala Hubert de Blanck
Por Esther Suárez Durán
La escena cubana muestra en estas semanas una situación de privilegio. En su cartelera coexisten estrenos absolutos de espectáculos contemporáneos con clásicos de la tradición escénica occidental como La señorita Julia, La zapatera prodigiosa o Las brujas de Salem.
Solo faltaría que los docentes de la enseñanza media se animasen a visitar nuestras instalaciones y exhortasen a sus estudiantes a hacerlo, de manera que la enseñanza de la Literatura halle su complemento en nuestros predios.
En este inusual panorama destaca la nueva puesta en escena del texto de Arthur Miller, terminado en 1952 y estrenado un año más tarde.
Las brujas … fue representada en los escenarios cubanos en 1956 y 1960, bajo la dirección de Andrés Castro con su grupo Las Máscaras[1]. En 1961 volvió la obra a escena, dirigida por Abelardo Estorino y Rolando Ferrer, como un espectáculo patrocinado por el Teatro Nacional. Más tarde, en 1968, la presentó el Taller Dramático (fundado en 1962) bajo la dirección de Gilda Hernández[2].
Desde la puesta de Carlos Díaz con Teatro El público, en el 2000, no tengo noticias de que la obra haya vuelto a la escena… hasta estos días.
Con un elenco de más de veinte personas Fabricio Hernández Medina se dio a la tarea de revisitar el poblado de Salem, bajo la perspectiva del dramaturgo estadounidense.
Para colocar las palabras que siguen en su justo contexto me gustaría, en primer término, agradecer a todos los colegas que hacen teatro en Cuba en las actuales condiciones. Desde este punto de vista, creo que los integrantes de la Compañía Teatral Hubert de Blanck han realizado una hazaña al proponerse llevar al escenario en estos momentos una obra de tal magnitud y hacerlo sin concesiones. La versión realizada por ellos sobre el texto original de cuatro actos, que ahora produce un espectáculo de poco menos de dos horas, no atenta contra el mismo, sino que muestra respeto e inteligencia, mientras garantiza su viabilidad para nuestros públicos y nuestras coordenadas de programación y consumo de espectáculos escénicos.
Ante una gama de opciones para instrumentar la puesta en escena, su director y sus participantes (actores, técnicos y el resto del staff) decidieron presentar un espectáculo de época en un verdadero tour de force con la precariedad que caracteriza hace años a nuestras producciones y que hoy pone a prueba la voluntad más templada.
Nuevamente, con la creatividad por divisa, se recurrió a las piezas de vestuario, atrezo y utilería de otras puestas, debidamente conservados en los almacenes del conjunto, así como a practicables y elementos escenográficos de similar naturaleza para dotar del carácter necesario a espacios y habitantes de esta Salem.
El concurso de la iluminación, cuyo diseño preside la luz más cruda en un ambiente umbrío, termina por adelantarnos, en la calidad ruda, severa de maderas y telas, la esencia austera de esta comunidad de nuevos colonos de acuerdo con su cultura de procedencia y su fe religiosa, elementos estos que, lejos de ser puro accidente o decorado, funcionan como premisas de los eventos que se desarrollarán.
El escenario se mantiene colmado. Los intérpretes que no tienen el peso de una escena permanecen, no obstante, a la vista del público, en la penumbra más densa, bordeando los espacios de acción, al tanto de lo que acontece. El fenómeno es colectivo. Se dirimen asuntos de interés y repercusión en toda la comunidad. De estas filas emerge la percusión que acota, a veces angustiosamente, los sucesos. Ella, una banda sonora con algunos temas instrumentales y ambiente de naturaleza, además de los coros que inician y cierran el espectáculo conforman el universo sonoro de la propuesta.
El movimiento sobre la escena se caracteriza por la precisión y la limpieza. Desde el punto de vista actoral se alcanza un desempeño digno en la labor de conjunto. Se trata de una obra teatral que cuenta con más de una decena de personajes relevantes y, en nuestro medio, cada vez se hace más difícil conformar los repartos por la inestabilidad y el éxodo de los recursos humanos (hacia los medios audiovisuales, hacia otros oficios, hacia otras tierras). Tal situación vuelve impensable para el común de las agrupaciones proponerse la realización de obras semejantes y es este, entonces, otro tanto a favor de la Compañía.
Encomiables resultan los desempeños de Marcela García (Elizabeth Proctor) y Faustino Pérez (Juez Danforth), así como Nancy Rodríguez (Rebeca Nurse), sus estancias en escena transcurren con una energía de otra calidad que mucho se agradece. Los secundan, revelando un crecimiento profesional, Jansel Lestegás (nada menos que en John Proctor), Juan Carlos García (Thomas Putnam y Alguacil Herrick), Heidy Hidalgo Gato (Betty Parris), Claudia Ramírez (Mery Warren), entre quienes tomaron parte en la función que me correspondió ver.
El espectáculo cuenta con el concurso de las primeras actrices Maricela Herrera, como Mary Putnam, y Judith Carreño, en el delicado papel de Tituba, la esclava procedente de Barbados que sirve a la familia del Reverendo Parris. Judith consigue sortear estereotipos y clichés en la presentación de su personaje.
Abigail Williams le fue encargada a la joven actriz Laura Delgado. Es el personaje más complejo de la trama, el de mayores contradicciones y matices. La actriz tuvo la sabiduría de huir de los encasillamientos y tópicos comunes, y no le faltó ductilidad para exponer las disímiles facetas de su personaje (la escena con John Proctor lo demuestra); no obstante, aún no están los procesos sobre la escena, y son los procesos, más que los resultados, lo que resulta de interés para el espectador y lo que consolida su relación con el intérprete.
La función que disfruté tuvo un ritmo particularmente acelerado. Supe después que no había sido posible realizar el ensayo pautado en la semana. Las voces estaban –la mayoría— al más alto nivel, quizás en una apasionada entrega al espectáculo y a su público, lo cual impide la necesaria modulación, los matices, y el empleo y goce de todos aquellos recursos de los cuales dispone el actor con el uso profesional de su aparato de fonación.
Eché de menos los cambios de tono, de intensidad, de ritmo, las pausas, los silencios, las respiraciones, los registros bajos: ese universo sonoro humano de maravilla. Claro que una obra semejante puede propiciar el uso de tonos altos (su tema, su duración, el frenesí que se palpa en lo social, la histeria colectiva de Salem) a lo cual se añade una cuota de inexperiencia actoral, pero pasada la tensión de los días iniciales de presentación quizás pueda ser momento para la revisión y el asentamiento.
No es tampoco ocioso decir, una vez más, que parte de nuestros actores tienen pendiente la ejercitación, higiene y cuidado, y la exploración y desarrollo de la voz. Las academias han logrado progresos al respecto en los últimos años, pero una zona de los intérpretes tiene otras procedencias, lo cual coloca el asunto de la educación y el entrenamiento vocal dentro de la personal responsabilidad y/o al interior de las agrupaciones artísticas.
Algunos de los tópicos anteriores refieren la labor de la dirección artística a cargo de Fabricio Hernández Medina, una faena meritoria y responsable del logro de esta proeza, que tiene entre sus virtudes el haber propiciado el necesario margen de participación de todos los involucrados, así como el alto grado de cohesión y compromiso que se percibe en el colectivo.
Tras varias semanas de presentaciones, el público se mantiene colmando la sala y vuelve a llamar la atención la alta frecuencia de jóvenes espectadores. Ninguno abandona en casi dos horas de espectáculo. Al final rompe el aplauso sostenido.
La creación de Miller fue una respuesta al macartismo[3] desde el arte, sin que mediara una sola palabra sobre el particular. Desde la legendaria instalación de Calzada entre A y B es posible también que el público realice una lectura que incorpore determinadas zonas del contexto actual en un adecuado ejercicio de consumo estético que da fe de la urgencia del teatro.
Sea como sea, Las brujas… afianza, una vez más, su vocación de trascendencia. Su pathos de gran teatro.
Notas:
[1] En esta puesta inicial de Castro la Señora Proctor estuvo interpretada por Antonia Rey y Abigail Williams por Elena Huerta.
[2] Con el Taller Dramático realizará Roberto Blanco el año siguiente, 1967, el estreno de María Antonia, del dramaturgo Eugenio Hernández Espinosa que reestrenará, luego, con su Teatro Ocuje.
[3] El término alude a un pasaje de la historia de los Estados Unidos (1950-1956) durante el cual el Senador Joseph Mc Carthy – por el Partido Republicano– propició un intenso proceso de acusaciones sin fundamento, denuncias, procedimientos irregulares y ajenos al respeto de los derechos humanos de los encartados bajo sospecha de ser comunistas.
Fotos tomadas del perfil de Facebook de la Compañía Hubert de Blanck
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