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De la transfiguración de la Literatura a la escena

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Por Roberto Pérez León

El teatro como teatro es irreductible al texto, incluso si lo supone.

Alain Badiou

La escenificación de un texto literario ha tenido una compleja y enriquecedora atención desde el siglo XVIII cuando se publican los fascículos de la Dramaturgia de Hamburgo de Lessing.

Decía entonces Lessing: “¿Quién no ve que la representación es una parte necesaria de la poesía dramática? El arte de la representación merece por tanto nuestra atención a la par que el de la composición. Debe tener sus propias reglas y esto es lo que queremos investigar”.

Estamos ante la aparición de la dramaturgia. Ese “arte de la representación” en pleno siglo XXI ha desarrollado, con la práctica escénica, propiedades específicamente teatrales.

El proceso de escenificación ya abarca un cosmos de creaciones. Entramos al intrincado mundo de las versiones, adaptaciones y demás intervenciones que desde la perspectiva de la puesta en escena pueden hacerse a una obra dramática. Pero también están las intervenciones que desde la puesta en escena se le hacen a un texto literario no dramático enfrentándose así dos universos semánticos donde la escenificación no tiene que ser la expresión ni la traducción del texto literario.

El cruce entre esos universos semánticos genera uno semiótico donde los nutrientes escénicos son los relevantes para que tenga lugar el espectáculo teatral en su espacialidad y temporal propias.

En el ámbito del trabajo dramatúrgico está el articular texto y realización escénica. Se trata de un proceso de cambios de estado: fusión/fisión de elementos expresivos. Consideremos al texto literario y a la realización escénica como núcleos de significación que al ser sometidos a un proceso de fisión de sus sistemas significantes y a la vez de fusión de los mismos genera en tensión nuevos sentidos.

En ese proceso de cambio de estado interviene la razón y la invención. Regresemos a Lessing en los momentos que está poniendo sobre el tapete la dramaturgia: “Quien razona correctamente es capaz de inventar y quien quiere inventar, debe saber razonar. Sólo quienes son incapaces de ambas cosas, creen poder separar una de otra.

No es procedente caer en la fatal consideración respecto a si los textos literarios usados son superiores a la puesta o a la inversa.

Dejemos establecido que teatro y literatura son universos con códigos propios que precisan de procesos de decodificación independientes desde el punto de vista estético e ideológico.

Literatura y teatro tienen regímenes semióticos y gramaticales propios. El teatro al asumir la literatura como asunto generador y la literatura cuando es inmersa en el teatro requieren de tecnologías intelectuales creativas que tengan en cuenta las situaciones de comunicación pertinentes.

Tanto la obra dramática en sí como el texto literario no dramático para que resulten deben estar sometidos al funcionamiento dramatúrgico. Para hacer significar los textos hay que someterlos a la práctica teatral.

Lo que se materializa en la escena no tiene que respetar los criterios del dramaturgo ni del autor literario. Es preciso reconocer los significantes del texto para resignificarlos y sumergirlos en el entramado de la práctica escénica y la nueva enunciación no sea un Frankenstein.

El modo de poner en escena parte de las premisas de los creadores quienes, como agentes artísticos, conciben el texto espectacular en corresponsabilidad dramatúrgica.

El “qué se quiere contar” y el “cómo contarlo” son presupuestos que sostienen el ángulo definitorio de la dramaturgia para que intervenga en la particular ecuación comunicacional que es todo hecho teatral.

La dramaturgia para que un texto funcione no cuenta con una fórmula. La especificidad de la escritura dramática hoy por hoy no tiene modelos. Pero sí existen recursos para hacer de la práctica teatral un proceso que transfigure la literatura más allá del teatro del relato con la razonada e inventiva conjunción de los sistemas significantes que intervienen en lo espectacular.

En todo texto literario puede existir una teatralidad en potencia. Se hace teatro cuando se consigue poner la letra en el cuerpo. Sucede entonces la puesta en acto.

La teatralidad no es exclusiva del medio teatral. Pero se distingue de la literaturidad sobre todo por el propósito de lo performativo, la visualidad y sonoridad.

Designar un texto literario como embrión para la escena y caer en la tentación de encarecerlo literariamente es un ejercicio de ponderación que debilita la efectividad dramatúrgica. Literaturizar la literatura diluye la expresión escénica y no legitima la representación.

La puesta en escena es resultante de la reflexión crítica del texto literario y su espesor de significantes inmanentes en el texto.

Una puesta en escena recrea una serie de sentidos que según el modelo pierciano brotan de la lectura simultánea de los signos productores de tales sentidos. Los signos circulan por la puesta y como portadores de significación el espectador podrá imaginar y llegar a la concreción expectatoral.

Umberto Eco en Lector in fabula nos da pistas para someter un texto literario a las exigencias de la representación.

En la práctica espectacular debemos tener en cuenta el “cómo eso habla” y el “cómo lo haremos hablar”. Digamos, la retórica del discurso y la situación de enunciación. Aquí se trata de enfrentar la literaturidad con la teatralidad.

Bucear en la literaturidad (textualidad), adentrarse en su constitución interna es condición sine qua non para la enunciación escénica.

Anclar un texto literario (literariedad) en una situación escénica (teatralidad) precisa de la eficacia dramática de la escena donde la función literaria quede subordinada a la función teatral. Esto se traduce en que por muy bello que sea un texto, su mero efecto poético no tendrá importancia si no está asumido desde el “cómo eso actúa”, “como eso es visto”, “qué es lo que eso representa”, “qué es lo eso dice”.

 

Foto de portada: Pixabay