Por Roberto Pérez León
Hace años, por los inicios de los ochenta, Ramiro Guerra, Eduardo Arrocha y yo salíamos por La Habana a fotografiar castillos. Ramiro se había comprado una cámara marca Zenit. El problema era revelar los royos. Pero conseguimos un contacto para tener enseguida las fotos en mano. No hay nada más inquietante que hacer fotos y tener que esperar semanas para ver cómo quedaron.
Jamás he podido lograr una buena fotografía. Tampoco Ramiro Guerra fue buen fotógrafo. Pero Eduardo Arrocha sí tenía buen ojo para las fotos, era dueño de la potencia secreta para alcanzar la armonía y la intensidad en una composición.
Arrocha sabía precisar imágenes. Un diseño suyo no tenía fluctuaciones, mucho menos indecisiones. Por eso pudo trascender fronteras formales. Su obra plástica está en el teatro, la danza, el ballet, la ópera, el cabaret, la televisión, el cine, el carnaval.
El embullo por las fotos se armó una noche cuando Ramiro y yo fuimos a visitar a Arrocha. Como era habitual llegamos con té y gaceñiga al castillito ese que siempre ha estado derruido, al lado de El gato tuerto.
Arrocha vivía en la atalaya del castillo. Allí había creado un espacio de absoluta majestad entre barbacoas y escenográficas paredes donde podían colgar una cerámica cuzqueña, una brújula remota, un cuadro de Landaluz o uno de Victo Manuel.
Aquella noche Arrocha nos dijo que estaba haciendo la historia del Castillito. A Ramiro, delirante siempre, se le ocurrió fotografiar los simulacros de castillos que la burguesía habanera se había construido en diferentes zonas de la ciudad. La Habana tenía muchos de esos castillos. Localizarlos y fotografiarlos. Él y yo íbamos a dedicarnos a hacer las fotos y Arrocha seguiría con la historia del suyo que luego veríamos como conectaba todo.
Años después, ya Arrocha en su palaciega vivienda con jardines, patios y traspatios, portales y porches en Alamar, donde Ramiro y yo íbamos a comer espaguetis blancos con queso crema y ya, repensábamos el tema de los castillos habaneros.
La aventura de fotografiar castillos dejó una tonga de fotos. Arrocha se sumaba a la expedición. A cazar castillos para hacer un catálogo de la arquitectura de la nobleza habanera sin título.
¿Dónde estarán aquellas fotos vigiladas por el ojo “arrochano”, tan paridor de figuraciones de maravillas para la escena?
En aquellas andanzas fotográficas aprendí lo que hoy verifico al interesarme por la filosofía de Gilles Deleuze: el arte como “sujeto”, “como un ser de sensación.”
Ramiro y Arrocha ante los castillos candidatos a ser fotografiados discutían si la mole arquitectónica les hacía algo. Hoy, que me interesa la filosofía de Gilles Deleuze, me doy cuenta que ellos buscaban que fuera un “bloque de sensaciones” para merecer ser fotografiada.
Para Ramiro y Arrocha la materialidad no era suficiente sino lo que evocaba, el sentido, el efecto que tenía en ellos. Lo importante era la vigencia de las sensaciones que permitieran fabular, generar acciones antropo-culturales, inventar entre el tiempo transcurrido sobre la estructura actual y el acontecimiento original que había sido.
Contrastar el universo Ramiro y el universo Arrocha fue para mí una rotunda iniciación estética. Tenían concepciones espaciales contrapuntísticas. Propulsaban devenires. Gozaban de la capacidad del riesgo y de la invención.
Debo confesar que entre mis grandes satisfacciones sociales está el haber sido amigo de los dos. Ramiro era una lumbre conceptual, en él se comunicaban lo visible y lo invisible en destrezas intricadas que eran regalos de energía para quienes lo rodeábamos. Arrocha un hombre que cultivaba plantas, cuidaba de su jardín con esmero infantil, acariciaba perros y mimaba gatos. Suficiente para ser una persona admirable. Ramiro era la crítica de las razones danzarías. Arrocha hacedor de la visibilidad de esas razones.
Eduardo Arrocha fue un artista indetenible, innovador, absoluto en sus decisiones estéticas. Entre nosotros ha habido pocos que hayan sabido hacer como él, el mapa de la composición de los materiales escénicos de una puesta.
Las nuevas generaciones en las artes escénicas cubanas deben conocer el primor de la obra de Arrocha. Ya va siendo hora de que los que nos acercamos a las artes escénicas desde la investigación y el análisis, nos comprometamos más en contribuir a establecer referencias y reconstruir relatos que permitan a los nuevos creadores tener donde confrontarse con lo hecho en casa.
Tengo en mi memoria más grata en cuanto a puestas en escenas dos momentos estelares en relación con la obra de Arrocha.
En el año 2004, se puso en El Sótano Escándalo en la Trapa, con diseños de Arrocha. La fuerza performativa de los diseños del vestuario decidió formal y estéticamente la escritura escénica.
Cuando el Teatro Mella era la plaza más importante de la danza cubana, en el estreno de Rey de reyes, al abrirse el telón el público empezó a aplaudir ante el espectáculo de la escenografía. Arrocha había hecho el diseño de vestuario, el de luces y la escenografía.
Sospecho que hoy por hoy escasean los montajes donde puedan foguearse los jóvenes diseñadores. Abundan las puestas en escenas regidas por el hombre orquesta: director general y puesta en escena, adaptación del original, versión, diseño de luces, vestuario, escenografía, y etc.
No hay discusión: el diseño es parte genitora y no añadida en una puesta en escena, como lo es la obra de Arrocha en las artes escénicas cubanas: constitutiva y no adicional.
Foto tomada de Internet