Por NB-Ch
“Bailar es alcanzar una palabra que no existe.
Cantar una canción de mil generaciones.
Sentir el significado de un momento”
Beth Jones
En el año 2003 la Asamblea General de la UNESCO reconocía el valor del patrimonio cultural inmaterial como vector decisivo en la conservación de la memoria de los pueblos, a partir de entonces, el comportamiento del concepto de patrimonio ha experimentado cambios importantes. Condición significativa para que, en las últimas décadas, las llamadas “artes efímeras” como la danza que, hasta ese tiempo, no contaban con un sostén legal e institucional de semejante magnitud internacional, estimaran la historia cultural de la danza, como instancia de soberana importancia contra la precariedad de lo efímero.
El componente inmaterial de la danza ha tratado de ser subsanado a lo largo de los siglos a través de recursos que, a modo de registro teórico e historiográfico o a través de la imagen, pretenden establecer una conservación de dicho arte de manera diferente a la tradicional transmisión oral y corporal ocurrida de entre generaciones, culturas y contextos.
Sabido es que, dentro de estos recursos al menos desde el siglo XV, se han conservado textos, signos y croquis, dibujos, rastros o inscripciones que han pretendido, de alguna manera, traducir el movimiento del cuerpo en el espacio o imitar a la forma de registro ya adoptada por la música, por medio de partituras.
En los primeros procedimientos de notación coreográfica: la Orchésographie del sacerdote jesuita Thoinot Arbeau de 1589, el método que usara Beauchamps no solo para indicar los pasos, sino el plan general que debía seguir el acontecimiento; instrucción superada por uno de sus discípulos, Raoul Auger Feuillet, cuya obra Chorégraphie ou l’Art d’écrire la Dance, se publicara en París en 1701 e instaurara cierto orden escritural durante dos siglos.
Ahora, en la medida que el espectáculo balletístico se tornaba más complejo, se requirieron sistemas igualmente más integradores, así en 1852 se publica Sténochorégraphie ou l’Art d’écrire promptement la Danse, del coreógrafo francés Arthur de Saint-Léon.
Y así sucesivamente fueron apareciendo otros, hasta llegar a los más usados en la contemporaneidad: la Labanotación o Kinetographie de Rudolf Von Laban, de 1920 y que se publicara en inglés en 1928 o el sistema Benesh (del inglés Rudolf Benesh en colaboración con su esposa, Joan y que fuera patentado en 1955), aquí se utiliza un pentagrama como base de la notación coreográfica, como si el bailarín fuera un instrumento musical, en una escritura que asocia el compás musical y el movimiento coreográfico.
Grosso modo, en estos ejemplos anotados, se presupone que los sistemas permiten registrar los movimientos y acciones de manera más o menos inequívoca, y de esa forma, hacerlos comprensibles para poder reproducirlos en otros momentos. Sin embargo, con la aparición del registro audiovisual, ya en pleno siglo XX, la danza obtuvo un medio de documentación más inmediato y accesible aun cuando algunos defensores de los sistemas de notación expresan su oposición a registrar la obra únicamente en una grabación audiovisual.
Es evidente, por otro lado, que determinadas cualidades del movimiento, indicaciones, etc., siempre se mantendrán y transmitirán de carácter más efectivo a través de la enseñanza directa de un coreógrafo, repertorista, ensayador o maestro especialista en el género en cuestión.
No obstante, la fragilidad de esa cadena en los sucesivos sistemas de registro, ha detonado en la incorporación tácita de las nuevas tecnologías en la concreción de la trasmisión de repertorios, la reconstrucción de obras, etc. Incluidas las grabaciones audiovisuales y narraciones orales, de acceso más prontico, y con el objetivo de disminuir la dependencia de la “cadena humana de la memoria”, ha condicionado el proceso de digitalización como oportuna y necesaria mediación.
Salvaguarda rigurosa en la que ya están inmersos la mayoría de los archivos, centros de documentación, bibliotecas, museos, digitotecas en muchos sitios mundiales, incluidas las acciones que acometemos acá en Cuba; no solo por ser “el último gran avance” y una realidad con objetivos esenciales: preservar en formato y soporte digital toda la información referente a un determinado evento dancístico pasado, al tiempo que la escritura de una pieza coreográfica va adquiriendo un valor testimonial en su tiempo presente.
Hoy por hoy, al revisar los múltiples intervalos del transitar por más de cinco siglos, la escritura coreográfica ha sido cuerpo, espacio, artefacto, sonoridad e insistente mecanismo para hablar y fijar en signos una y otra vez, de la obviedad cuerpo tecnificado.
A estas alturas, y sin mucho espacio para la duda, en su “juego de acercarse y alejarse” (como nombrara la maestra mexicana Hilda Islas en uno de sus exquisitos textos El juego de acercarse y alejarse. Traducción performática de “otras” danzas, publicado por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura / Cenidi Danza, en 2016), el arte coreográfico ha necesitado ser (igualmente) misterio, oposición, ambigüedad, invención, “traición”, deriva metafórica en los orígenes académicos de la coreografía y sus sistemas históricos de notación.
Danza, coreografía, tecnología: ¿precariedad y patrimonio?, me pregunto una y otra vez, y es que, al presente, ante la bofetada de la Covid-19 y su derivada crisis que torna imperioso repensar el presente e, incluso, vuelve impensable el futuro, apostaría en trasegar la precariedad de la danza.
Danza hecha coreografía, o sea, lo anteriormente nombrado “escritura de la danza”. Transformar, cambiar, subvertir la fragilidad del ser-en-danza y su angosto pensamiento. No me refiero a la precariedad en esa primerísima asociación que pudiéramos hacer con la carencia en los modos de producción, en las arbitrarias relaciones laborales o el descrédito al trabajo artístico, no. Más bien, propondría ver el fenómeno de la precariedad, desde las enunciaciones que nos ha hecho el académico Juan Ignacio Vallejos desde el campo de los Estudios de Danza y Performance, específicamente, a partir de las teorizaciones del sociólogo e investigador de danza norteamericano Randy Martin o la artista y académica brasileña Eleonora Fabião.
Señala Vallejos que Randy Martin introduce su visión del concepto en 2012 dentro del artículo “Una danza precaria, una socialidad derivada” (“A precarious dance, a derivative sociality” en TDR/The Drama Review No. 56). En ese texto el autor explora la idea de lo derivado, término proveniente del terreno de las ciencias económicas, como una lógica social, que de algún modo puede aplicarse al análisis de las prácticas de danza popular, aquellas situadas al margen de “lo académico”.
Desde su punto de vista, la precariedad parecería tener una inesperada o “derivada” consecuencia positiva que se expresa a partir de la difusión de prácticas políticas de auto-producción, auto-organización y auto-representación. Y, si regresáramos a Luis XIV y su visión del ballet como suerte de metáfora política, a la propia invención de la Académie Royale de la Danse como vehículo de control, todo estaría más claro para nuestros propósitos.
Podría parecer contradictorio, desde el punto de vista del interés de control político que ordena Luis XIV alrededor de la práctica de la danza, el acentuar el aspecto técnico y la formación física de los bailarines, los está controlando mejor, por medio del dispositivo y la sujeción académicos. La operatoria realizada dejar ver, por otra parte –pero al mismo tiempo-, derivas estéticas de largo alcance, hasta el día de hoy: nacía el código académico en la historia de la danza.
Para Mark Franko, esta operación de control atribuye que lo importante para el soberano no era tanto introducir necesarios cambios radicales en el estilo noble de danzar, sino evitar perder de vista el más mínimo de los movimientos del cuerpo danzante.
La infraestructura pedagógica de la Academia era un magnífico pretexto para el rey. “La estandarización técnica de la danza teatral en Occidente es una consecuencia de la lucha ideológica en la historia del ballet de cour”, de acuerdo con Franko. Obviamente, aquí también debemos estimar que Luis XIV no fue solo el hombre de estado, sino un gran artista. En este sentido, le atribuiríamos una preocupación puramente estética al estimular la autonomía de la danza respecto a otras artes como la música:
“… la danza, además de proporcionarle placer a los ojos, forma a quienes la practican y deja en el espíritu de quienes la ven impresiones de bienestar que pueden ser útiles a la nación, sea para la cortesía o para la facilidad de ejecutar ejercicios militares. (…) no sería difícil ver que los bailarines tienen toda la ventaja, ya que ellos deben poseer un cuerpo bien hecho. (…) los intérpretes del violín no necesitan nada de ello, pueden ser cojos, ciegos y jorobados sin que nadie se escandalice, solamente necesitan el oído y los brazos para interpretar bien; aun si la mayoría de ellos son hoy gentes de cuerpo bien hecho y honestos. (…)”
El anterior fragmento de uno de los estatutos que integran las Lettres Patentes du roy pour l´établissement de l´Académie royale de danse dans la ville de Paris, en el año de gracia de 1661 y en el 19 de nuestro reino, pronunciado y firmado por el mismísimo Luis XIV, vemos cómo se instaura un férreo mecanismo de control que impedirá a toda costa el resurgimiento de anteriores formas espectaculares dispuestas a desestabilizar la ideología en vigor, se codificará (no olvidar las cinco posiciones cerradas de brazos y pies del método de Beauchamps) el carácter más exigente de la técnica de la danza y la división racional de las especialidades.
Entonces, el poder monárquico no se articulará solamente a partir de una estructura económica que produce la precariedad, sino también a partir de un entorno sociocultural que produce subjetividades precarias, es decir, sujetos que aceptan la precariedad como un elemento constitutivo de su individualidad, de su forma de estar en el mundo.
Gravita una razón sumergida en esta aceptación a nivel individual, una justificación moral, un sentirse en deuda con el poder. Es el sentimiento intrínseco de tener una obligación aún no pagada (tal vez, hasta imposible de costear) con una autoridad superior. No olvidemos que el rey había permitido que los nobles podían continuar bailando en los ballets, pero ya no tendrían la posibilidad de organizarlos y todo lo que hacían estaba sometido a la vigilancia del soberano:
“… al tener necesidad el Rey de personas capaces de bailar en los ballets y otros divertimentos de esta calidad, su Majestad le otorga el honor a la mencionada Academia de comunicarle y proporcionarle en permanencia, sea que provengan de los académicos o de otros, la cantidad que a su Majestad le complacerá ordenar. (…) todos los que quieran hacer de la danza su profesión en la ciudad de París, tendrán que registrar sus nombres y sus residencias en un registro que a este efecto será llevado por los mencionados académicos; y pueden ser despojados de los privilegios de la mencionada Academia, así como de la facultad de ser admitidos entre los académicos”.
Así, enfatizaba el rey su voluntad “deseoso de restablecer ese arte en su primera perfección para hacerlo desarrollar tanto como se pueda…”. Entiéndase, en consecuencia, que subvertir la precariedad requerirá un acto político de negación de la condición de endeudamiento que la ocasiona. Por ello, cuando en 1670 Luis XIV se retirara de la escena (porque envejecía y los pasos le fallaban), concederá terreno a la tragedia musical adornada de ballets y, por igual, reflejo de su ideario estético y aspiraciones corporales quizás derivadas.
De la belle danse française (origen de nuestro sistema y vocabulario coreográfico occidental), la notación y escritura de la danza con símbolos o bocetos simbólicos, con el fin de evitar cualquier confusión con el arte de “diseñar y regular la danza o el ballet”; irá mostrando cómo el cuerpo no sólo es genealogía del movimiento, sino que también lo será de su historia.
Según Pérez Soto, el arte moderno de la danza nació subordinado al arte de la ópera. Y esta subordinación no fue mero impedimento, sino que aportó nuevos atributos que la constituyen, veamos a alguien como Molière que pareciera “haber escapado” al control de Luis XIV. Explica Mark Franko que Molière hizo un uso deliberado del estilo de la danza burlesca con Le Bourgeois gentilhomme (1670). La “rebeldía” de Molière consistió en recordar la importancia de la fusión de las artes. Al tiempo que rehabilitó el concepto coreográfico del burlesque, que treinta años antes había sido un factor de corrupción.
No obstante, si Molière, anhelante de apropiarse de disímiles expresiones, utilizó al estilo burlesco fue para ponerlo al servicio de Louis XIV y su modo de ver el cuerpo en escena. Si bien, desde fines del siglo XVII se llamó ballet à entrée (“ballet de entradas”) a los bailes que se presentaban al principio y en los entreactos de las óperas, al hacer de los ejecutantes que entraban, realizaban su acto y salían, en una disposición básicamente bidimensional, sin un uso real de la profundidad; nótese que estos números de baile eran agregados a las obras, sin relación con la trama, sin un tema específico o, incluso, con temas distintos al de la obra principal.
El ballet à entrée es el primer tipo de ejercicio profesional de la danza que tiene un sentido expresamente artístico. Establece, desde sus inicios, una idea de la corporalidad que se presenta no solo como espectáculo (a la manera de los acróbatas o los saltimbanquis) sino como una deriva educativa, digna de ser imitada en tanto “modelo correcto”. Una corporalidad que proyectaba la idea de elegancia, de savoir corporelle ilustrado.
Hoy, en pleno siglo XXI, tanto tiempo después, “el campo de saber de una ‘historia de la danza’ es un ámbito estratégico de producción de saber teórico-práctico en torno a esta actividad: la danza.” De ahí, ver cómo la aspiración de unir arte y pedagogía es la que conduce a los maestros de ballet a reivindicar su autonomía respecto de la ópera y plantear la capacidad propia del ballet para cumplir con las tareas de lo bello y lo educativo.
En este somero recorrido por la notación de la danza y el arte coreográfico, significativo es distinguir que maestros de ballet del siglo XVIII como John Weaver, Pierre Rameau, Jean George Noverre o Gasparo Angiolini, operan a la vez como teóricos de su arte, como coreógrafos, maestros en las técnicas de ejecución y, casi siempre, como productores y empresarios. “De varias maneras estos maestros promovieron el ballet d’action, aquellas obras que contaban con una trama y desarrollo dramático, y que ponían al centro de la puesta en escena la capacidad expresiva y comunicativa de la danza misma.
Pierre Beauchamps, Pierre Rameau y los ballets á entrée, por un lado, John Weaver, Jean George Noverre y los ballets d’action por otro, forman una oscilación que marca el arte de la danza hasta hoy en día”, como nos asegura Carlos Pérez Soto en Proposiciones en torno a la historia de la danza, de LOM Ediciones, Chile, publicado en 2008.
Hoy, tras las jornadas de coloquios, encuentros y ejercicios académicos vividos, nos queda claro que la danza y con ella el arte coreográfico, expanden sus narrativas y modos de ser. La disputa de interpretaciones y viejas narrativas alrededor de los sistemas de notación de la danza y de las circunstancias que cambian, nos dice también que corresponde (en tanto individuos, colectivos humanos, sociedades, gobiernos y sus instituciones) re-hacer la historia en preservación de su memoria viva y de aquellas derivas que nos permiten en la actualidad recuperar no sólo una coreografía, una pieza aislada, alguna notación movimental, sino el hacer de quienes, sean cuales sean sus circunstancias y credos, apuestan por subvertir la precariedad de la(s) danza(s).
En portada: ¡Bernarda NO!, Compañía Flamenca ECOS. Foto Buby Bode.