Por Kenny Ortigas guerrero
A propósito del reciente estreno del Ballet Contemporáneo de Camagüey
Uno de los grandes retos que enfrenta un artista de la danza –como de cualquier otra manifestación- en el momento de sumergirse en cada proceso creativo, lo constituye la concepción y elaboración de una estructura física que sea capaz de traducir en imagen sustanciosa la idea que intenta defender.
En tal sentido puede aparecer una contradicción, hasta cierto punto subjetiva, y que está anclada a la percepción que cada espectador, desde su individualidad, se forma del hecho artístico.
También queda claro que una gran idea carente de un soporte visual atractivo, no resultaría interesante, y puede ocurrir –en sentido opuesto- que una obra, cuya concepción implica todo un despliegue de colorido y efectismo rimbombante, se desmorone ante los ojos de un público que también necesita establecer un diálogo simbólico desde conceptos y planteamientos que les son útiles en su acervo intelectual y emocional.
No solo apreciamos el arte para divertirnos por el simple hecho de hacerlo, o para desconectar. En ello hay un sentimiento sutil que busca identificar claves y códigos para perfeccionar la forma en que vivimos.
En el nuevo montaje del Ballet Contemporáneo de Camagüey Café con leche, coreografía de su directora Lisandra Gómez de la Torre, se puede vislumbrar una aproximación sincera en el intento de llevar a un mismo nivel, idea e imagen-forma y contenido, asumiendo que el uno le es inmanente al otro y viceversa.
Aunque la pieza no logra alcanzar –como en toda obra recién nacida- la madurez deseada, el componente imaginativo y su desarrollo escénico adquieren un matiz muy peculiar, donde lo popular, lo clásico y lo contemporáneo danzan juntos de la mano como buenos hermanos.
El argumento sin demasiadas pretensiones dramatúrgicas, aunque sí acuerpado en un acertado diseño de vestuario e iluminación y un digno desempeño de sus bailarines, nos presenta trazados espaciales en los que el elenco, dividido en dos grupos que encarnan metafóricamente a la leche y otros al café, se enlazan en una actividad lúdica de coqueteos e insinuaciones, que van más allá de un simple esbozo figurativo de los que estos productos pudieran sugerir en su proceso de mezcla, pudiendo acentuar con mayor énfasis, los contrastes gestuales que singularizan a cada uno.
En Café con leche se discursa acerca de la racialidad, del respeto a la diferencia y del largo camino que nuestra isla ha afrontado en la transculturación. Al ver la coreografía, recordaba fragmentos del artículo “Danza y Dramaturgia” del maestro Ramiro Guerra, publicado en el no 129 de la revista Conjunto, y que arroja pistas imprescindibles sobre el acto creativo de la danza en el afán de tocar la sensibilidad del ser humano.
En el texto, Ramiro plantea dos tipos de danza, una que no plasma imagen significativa ninguna (abstracta-primitiva), y otra en la que los movimientos del bailarín, están en función de crear imágenes visibles y que pueden evocar acontecimientos y sucesos de nuestro mundo circundante, atravesados –claro está- por ese filtro artístico que da –como diría Humberto Eco- el “mensaje poético”. También se hace referencia a una tercera categoría, la de la danza simbólica o alegórica, como un campo intermedio entre la abstracción y la mímesis.
En el caso de Lisandra Gómez, creadora evidentemente en ascenso, parece pertrecharse de herramientas como estas que le permiten superarse como coreógrafa y escalar peldaños en la construcción de cada puesta en escena, en la que la imagen es el resultado de un ejercicio consciente que escudriña en el complejo mundo de las relaciones sociales, apoyándose en recursos como la parábola y la analogía.
Insisto en el concepto, de que la idea es generadora de energía física vital, elemento que aun los bailarines deben comprender y aprehender más desde el cuerpo dentro de esta obra, pues cuando un artista encuentra sentido para sí del material que está generando, revela a su vez un sentido al espectador, convirtiendo el movimiento en una pulsación de destellos significantes.
El uso de una cortina translúcida, elemento escenográfico que acompaña el inicio de la pieza, se queda en un simple enunciado de lo que podría representar, pues las acciones que articulan gesto y composición que realiza una de las bailarinas al interactuar con la misma, pudieran adquirir mayor riesgo a través de la alternancia de diversos niveles y ritmos del cuerpo en relación con el objeto.
Por su parte, la música –en este caso compuesta en computadora y reproducida especialmente para la coreografía- es otro elemento que debe tributar más a la representación, acentuando los momentos que aluden a lo popular y criollo, pues el efecto un tanto desabrido que produce lo electrónico –por llamarlo de alguna manera- le resta al sabor auténtico de la sonoridad.
A pesar de estos detalles que hago mención, y que, dicho sea de paso, los planteo desde una apreciación muy personal, Café con leche no deja de ser una bella coreografía, que atrapa y seduce de manera general con una cálida sensualidad que se apodera del escenario, con desplazamientos precisos y cuerpos despiertos que reaccionan con coherencia y organicidad a los estímulos que plantean las diferentes circunstancias.
Es meritoria la actitud de la compañía ante cada nuevo proyecto, su entrega y disciplina. La exploración sistemática en recursos y códigos expresivos que le permiten entablar un diálogo contemporáneo con el público que los sigue y que continúa sumándose dentro del abanico de admiradores, es un camino apasionante y lleno de retos que van sabiendo manejar con inteligencia y buen tino.
Fotos ©Argel