Por Roberto Pérez León
En los años cincuenta del siglo pasado la calle Virtudes al toparse desde Prado con la calle Consulado llegaba cargada de un ambiente que pasaba el nivel de la festividad y casi embestía el relajo. El club Savoy, el Johnny Club y el Hotel Chicago sazonaban el trayecto que hacía de la confluencia entre Consulado y Virtudes la esquina de la alegría.
Pero el halo de gozadera llegaba desde más atrás en el tiempo, desde cuando en esa esquina el Teatro Alhambra encendía los ánimos al punto que fue calificado de “teatro del regocijo”.
El deleite y el contento que brotaba del Teatro Alhambra empapaba la esquina de Consulado y Virtudes de tal ambiente que hizo decir al insigne Federico Villoch:
“Nadie que, por lo menos, una vez en su existencia, la haya conocido, le negará ese calificativo animoso; esquina que atraía al vecino habanero como una bella cortesana atrae al transeúnte con sus sonrisas y sus picarescos guiños prometedores de alegres horas…”
El Alhambra, el mítico teatro habanero empezó en septiembre de 1890 justo en la esquina de Consulado y Virtudes, cuando esas calles signaban la pujanza de una ciudad que ya desde el siglo XVIII tenía entonos de grandeza merecida. La calle Consulado celebraba con ese nombre la fundación del Real Consulado de La Habana, plaza y puerto, que por Real Cédula se convertía en centro para el comercio y la agricultura. Así, con tremendo pedigrí se trazó la calle Consulado. Por otro parte no se quedaba atrás la calle Virtudes que empezó siendo la calle de las logias masónicas, de las Virtudes, del Sacramento o del Sentimiento y también Santa Gertrudis, de la Soledad y de las Sorpresas.
Sorpresas tendría la briosa barriada cuando el solar de Consulado y Virtudes lo ocupa el entusiasta emprendedor catalán llamado José Ross que parece era algo delirante. Primero se le ocurrió montar una herrería, luego armó un gimnasio que dio lugar a una pista de patinaje y al final, nada menos que en aquella pujante Habana, montarse en la ilusión de crear un teatro donde el exitoso género chico madrileño tuviera sede caribeña. Pero nada. Sal y agua se hicieron esas ilusiones. El catalán tuvo que ceder la esquina al afamado libretista Federico Villoch que al unirse con otros teatreros levantó la esquina desde donde a chorros empezó una fundación dramatúrgica definitiva entre nosotros.
Entre pitos, flautas, trompetillas populacheras, sesudos juicios de valor y arrebatos descréditos, el Alhambra se convirtió en el coliseo más importante de aquella República que tuvimos.
Era los tiempos inaugurales para el teatro. Europa se debatía entre las propuestas stanislavskianas, La Señorita Julia de Strindberg andaba con pie firme, Alfred Jarry trastornaba con sus Ubú.
Nosotros, desde una esquina habanera, también pujábamos, como correspondía a nuestro proceso civilizatorio, un teatro que ignoraba otras pautas que no fueran las de la burla al poder y también las del engaño y el suave entretenimiento.
El Alhambra desde el escenario puso sobre el tapete sociocultural una perspectiva de lo cubano. Parte de nuestro criollismo, con el género alhambresco, fue mostrado escénicamente a la vez que el criollismo se nutrió de lo alhambresco.
El Alhambra fue refugio del choteo y la parodia en medio del desasosiego de la pseudorepública. Los cientos de obras que subieron al escenario del Alhambra las tenemos perdidas y no forman parte de nuestra literatura dramática. No sería descabellado emprender una cruzada por ellas. Investigar el caudal de aquellas obras nos permitirá el abordaje de nuestra naturaleza emocional y gestual desde una perspectiva más vívida.
Aquella sandunga teatral duró más de tres décadas ininterrumpidas hasta que la esquina de Consulado y Virtudes cogió candela. El 18 de febrero de 1935 pasadas las doce de la noche se derrumbó el techo de pórtico y parte de la platea.
No obstante, la esquina persistía en ser teatral y de los escombros del que ya había sido célebre Alhambra habanero brotó el cine teatro Alkázar.
Por el Alkázar pasó la flor y nata del espectáculo musical: Rita Montaner, Hugo del Carril, Pérez Prado y su banda con las mamboleras, las Mulatas del Fuego. Dicen que se sentaron en aquel lunetario Rubén Darío, Blasco Ibáñez, Valle Inclán, Jacinto Benavente y García Lorca.
Aún en 1962 el Alkázar era cine. Pero decidieron que su escenario se pusiera en función de los espectáculos del entonces flamante Conjunto Nacional de Entretenimiento (CNE) de donde salió el Teatro Musical de La Habana que duró, en sucesivos esplendores, de 1962 a 1989, hasta que el escabroso fatum de la esquina de Consulado y Virtudes se hizo presente. Para evitar un incendio por problemas eléctricos se cerró el Teatro Musical hasta el día de hoy.
Pese a los albures, las fechorías sociales y los descuidos la esquina más teatral de La Habana espera para resucitar. Este septiembre de aniversario hagamos votos para que así sea.
Foto de portada: Archivo Cubaescena