Por Yelaine Martínez Herrera
Las Tunas.- Estábamos allí, sentados, incluso sobre las alfombras del piso, pues el lunetario del centro cultural Teatro Tuyo estaba lleno. Desde hace días, la noticia de que la compañía aupada en esa sede estrenaba nueva obra se movía como pan caliente en medios de comunicación y redes sociales; la expectativa estaba garantizada. Pero, ¿qué sucedió? ¿Qué pudo pasar para que la función terminara con varios actores y personas del público con lágrimas en los ojos? Silencio, vamos a recordar este Clowncierto.
Las bambalinas se abren de a poquito y dejan ver parte de la escenografía: cascos de colores, policrómicos trajes y otros accesorios. Luego estrepitosos músico-payasos llegan desde un lateral del auditorio. ¿Quién falta? Falta uno. A juzgar por las señas es el flaquito que toca la guitarra eléctrica. Y el escuálido aparece en breve, con contrabajo y ukulele, además de la mencionada dama cordófona. Las miradas de los otros seis colegas no es de buenos amigos, el público empieza a sonreír y la risa, muy pronto, se vuelve carcajadas.
Para entonces ya han captado la atención de los espectadores. Y comienza el duelo entre Papote (Ernesto Parra) y Ri (Ridel Meriño) para ver cuál de sus instrumentos pasa a primer plano. Ambos demuestran destreza, pero el flacucho sabe bien lo que hace y se sale con las suyas; la guitarra eléctrica le gana al tambor.
Entonces, en algún sitio se escucha el llanto de un bebé. Los actores no se inmutan y con ternura muy cómica entretienen a la criatura desde el mismo escenario; los buenos artistas también se preparan para imprevistos. Resuelta la situación, llega la conga y con “ella” los artífices comienzan un paseo por diferentes géneros del pentagrama.
Bex (Betsy Pérez) y Chocolina (Aixa Prowl) a ritmo de hip hop seducen las pupilas, y pronto se incorpora Pedacito (Yuri Rojas), con vistosas gafas amarillentas y tanta sandunga que uno no puede parar de reír. Luego Parra y otros actores agarran una simple jaba de nailon (accesorio ya típico de la cotidianidad cubana) y le sacan música también, sí, lector, a la jaba. Algunos miembros del público, con el “cubalse” entre manos, los acompañan. Hasta un instrumento compuesto por botellas (llamado xilófono) integra ese fragmento escénico.
Después llega Chocolina (que me recuerda a las reinas del carnaval de Brasil) y, vestida con majestuoso traje de colores demuestra su habilidad en algo tan difícil como la samba. Bex intenta seguirla, pero no coge el paso, claro, todo es parte del show y por eso divierten sobremanera sus mecánicos movimientos sobre el tabloncillo.
A las escenas cómicas se añaden elementos igualmente risibles, como que Clari (Clarissa Pérez) y Pedacito se amarren del cuello una especie de red o cinta gruesa para delimitar la zona de actuación. Entre las manos de los protagonistas se agitan corazones de colores, cual si fueran títeres de varillas, mientras se escucha de fondo el tema Madrigal.
Pronto llega otro momento interactivo con el público, pues un muchacho del auditorio sube al escenario para que Bex y Chocolina lo enamoren, cada una a su forma. Pero la primera baila la canción A mi manera con el joven y la otra los sorprende, avivando la llama de una divertida disputa. Papote, con toga incluida y un lenguaje bien enrevesado, resuelve el dilema casando a ambas con el mismo hombre.
Y todo conspira para que riamos, pues hasta los supuestos pensamientos del afortunado amor (plasmado en láminas que simulan fragmentos de una historieta) demuestran el humor criollo explícito en la pieza. Clari interpreta virtuosamente el violín y todos aplauden, luego, a “fajarse” por el ramo de flores.
Ahora vuelve Ri con la guitarra eléctrica, pero vestido como un habitante de tierra euroasiática: gorro abultado, chaqueta, pantalones bombachos… Las mujeres danzan, mientras los hombres tocan a ras de tabloncillo. El ring del teléfono, que ya descolgaron una vez, molesta nuevamente como parte de la trama; bien lo resume Papote cuando dice: “Namaschiva”, a tono con la escena en cuestión. Todos reímos.
Luego llega la rumba y los actores se dividen en bandos. Unos apuestan por el género cubano declarado Patrimonio Inmaterial de la Humanidad, mientras otros como Lucho (Luis Carlos Pérez) defienden el baile español. Pedacito le imprime un sello particular a la controversia, pues pertenece a ambos conjuntos y lo mismo danza para la izquierda con un “olé, ayayayay”, que danza para la derecha marcado por el ritmo que otrora naciera de la mano de negros esclavos. Al final, una rica mixtura entre ambas sonoridades inunda el ambiente, lo que me recuerda ese ajiaco cultural que somos, como nos calificó Fernando Ortiz. Y como sellando el instante, de manera performática, los actores levantan la guitarra y el tambor simbólicamente, junticos.
Luego Ri toca el tres y se escapan, entre acordes, arrullos de música tradicional campesina. Pronto Drume Negrita, composición antológica de Bola de Nieve, se apodera de los arpegios para dar paso al guateque. Y el son, por supuesto, no podía faltar; hasta Pedacito, el indisciplinado y desafinado personaje de la tropa, demuestra sus dotes de sonero.
Ring ring, suena nuevamente el teléfono. Papote opta por cogerlo de una vez y por todas. “Sí, sí”, se escucha en un primer momento. Apunta hacia las luces (encendidas), así que supongo que el tema de la conversación tenga algo que ver con eso; todos sabemos los problemas que hemos afrontado con la electricidad y que las presentaciones también han sido lastimadas.
Poco a poco, la tristeza se apodera del clown. “Aquí no”, arguye, y uno siente que le duele el alma. A los demás actores también se les oscurece el rostro. El auditorio parece vivir una cámara lenta. Suspenso…
La música ahora ya no es bulliciosa y sandunguera; se torna mustia. Y nosotros, del lado de acá, aprendemos a leer entre líneas y sacamos nuestras propias conclusiones. Quizás esta sea la primera vez que veo a Parra quitarse la nariz en el escenario, y le siguen igualmente los demás teatristas. ¿Qué está pasando? Por favor, no se vayan. La duda nos carcome.
No, no se van. A pesar de todo, Teatro Tuyo es un “caballo de guerra”. No le detienen las noliciones, los “celos profesionales”, la falta de apoyo en algún momento dado, los apagones, la desidia… Se escucha una canción estremecedora, Leve Resplandor, de Freddy Laffita: “Ay, trovero, la ciudad se está cayendo/ y ando perdido en sus horas/ y ando lleno de agujeros. / La ciudad se va a morir”. Y la alerta se agradece, pero duele, y muchos ojos se llenan de lágrimas.
Ahora pienso internamente en ciertas urgencias: un teatro principal que no acaba de reabrir, parcelas y mentalidades absurdas que crecen como mala yerba, instituciones del arte de las tablas con problemas de tabloncillo, artistas sin sede, y hasta recuerdo las palabras que ayer me dijo un entrevistado del sector: “a veces me parece que la cultura ya no es lo más importante”.
Los actores cantan a coro: “Ay, trovero…”, mientras caminan hacia atrás; porque nunca le dan la espalda al público. Una mano en el pecho tienen los siete hacedores; ejecutan el ademán de latido perpetuo. Se apagan las luces. Los espectadores aplauden de pie, no hallan cuándo parar. El tema Empezar otra vez, de Norge Batista, culmina el Clowncierto, no podía ser otro.
Las bambalinas se cierran, pero abren enseguida. Llegó el momento del agasajo y los niños, con narices rojas bien puestas y girasoles entre manos, se acercan a los inspiradores. Nurys Cantallops, directora de la escuela profesional de arte El Cucalambé, de Las Tunas, no desaprovecha la oportunidad para leer una carta que un estudiante de Música escribió, a propósito de haber visualizado el preestreno de la obra, este miércoles.
Yo me sumo a sus palabras: “Otra vez Teatro Tuyo (…) destaca por su calidez (…), como una manta que te envuelve. No sabía bien si era música con clown, o lo contrario, hasta que me di cuenta de que era un todo (…). Mi ser entonará un eterno bravo (…)”.
Fotos: Reynaldo López Peña
Fuente: Periódico 26