Por Norge Espinosa
Lo que persiste en mi mente tras haber acudido a Matanzas, junto a un grupo de amigos y colegas de la crítica, para ver dos espectáculos recientes, es algo más que la opinión que puedo exponer sobre ellos en una reseña. Distintos, y al mismo tiempo enlazados por el saber que proviene de cruces y maestros y que coinciden en ese cardinal a la orilla del río San Juan, Carnaval y I want son dos ejemplos de las nuevas preguntas que el teatro cubano debe proponerse en tiempos y términos de sobrevivencia.
Pasó la pandemia que cerró salas y nos impuso el silencio sobre los escenarios. Pasó la enfermedad, la muerte y sus adioses, pero llegaron otros, otra forma de la crisis, dictada por fuerzas externas e internas, no menos dolorosa. Y los adioses no terminan, se agudizan en una espiral que temíamos, pero que ha superado todo el desasosiego que creíamos poder resistir.
En medio de este nuevo ahogo, donde nuevas soluciones y alternativas se hacen imprescindibles, Carnaval (dirigido por Rubén Darío Salazar Taquechel para Teatro de Las Estaciones) y I Want (creado por su discípula Maria María Laura Germán Aguiar como un proyecto naciente), ofrecen respuestas posibles acerca de una escuela y un estilo ya asentado, y un camino de riesgos que aspira, sobre todo, a reflejar desde la artesanía del teatro un arsenal de vivencias que nuestro arte escénico no debe dejar de asumir ni de llevar a una discusión con sus espectadores: adolescentes y jóvenes, en este segundo caso, a los cuales deberíamos mirar escuchar más a conciencia.
A veinte años del estreno de La caja de los juguetes, la puesta que confirmó a Teatro de Las Estaciones como un punto de referencia esencial y crecimiento en pro del arte titiritero cubano, Rubén Darío Salazar y Zenén Calero —líderes de aquel proyecto- vuelven a la música francesa, al amor por la danza y el ballet, a la conjugación en escena de técnicas y valores manejados con la libertad creativa del verdadero artista para devolvernos la partitura de Camille Saint-Saëns y otros compositores de renombre, en un rejuego que rinde tributo a la Commedia dell’arte pero que no se limita a ser una viñeta colorida. Concebido para los rigores y exigencias de una inminente gira europea, Teatro de Las Estaciones añade a su lujoso repertorio un título que demuestra que esa demanda puede cumplirse sin rebajar ni un ápice de lo que este grupo ha convertido en su sello: elegancia, rigor, estilización y un acento propio que nos remite a Cuba incluso a través de las notas del creador de Sansón y Dalila, gracias a la sabía intervención en la banda sonora de Raúl Valdés.
Cuatro eran también los intérpretes de La caja de los juguetes: Fara Madrigal, Freddy Maragoto, Migdalia Seguí y Rubén Darío Salazar. De ellos está aquí ya solo Rubén, como el Pantalón que moviliza el sencillo argumento de la puesta. Lo acompañan María Laura Germán, Iván García y Yadiel Duran. Y un escenario cerrado en negro, que vemos primero a través de una transparencia que es la memoria y la nostalgia, y desaparece para que en ese cuadrado negro ya sin necesidad de escenografía ni más elementos, Teatro de Las Estaciones confirme de qué manera ha depurado su propio lenguaje, y ha concentrado en la acción y lo visual los puntos narrativos del montaje. Porque ahí está además la mano de Zenén Calero, que todo lo que toca lo convierte en oro. La exquisita elaboración del vestuario y las máscaras, los títeres o ese cofre de secretos enjoyado que todos quisiéramos llevarnos a casa es una prueba más (si ello fuera aún necesario) de que él es una presencia que sabe estar en la escena, junto a los actores, aunque no lo veamos exactamente a él, a través de lo que él imagina para el escenario. Carnaval es el punto de gracia que él y Rubén añaden a nuestra historia como espectadores y cómplices de Las Estaciones, para recordarnos que incluso en un momento tan duro, en un paisaje tan árido, el color y lo que nos ha legado el arte como impulso espiritual tiene que alzarse sobre el silencio la vulgaridad y la desmemoria de lo que hemos sido en mejores instantes.
I Want, por su parte, es el gesto con el cual debuta en la dirección María Laura Germán. Actriz, dramaturga, aprendiz voraz de técnicas y saberes durante los años de su desempeño en Teatro de Las Estaciones y en experiencias junto a otros creadores, esta es una breve y apretada carta de presentación que vino a concretarse gracias a la complicidad con dos actrices y una diseñadora (Sonia María Cobos, Arlettis González y Vivian Abuin), para discutir a través de cuentos muy queridos y su enfrentamiento a lo que en Cuba hoy pueden ser sus lectoras/lectores, qué significa ser una niña empoderada. O más bien, qué significa lanzarse ahora a ese abismo de cuestionamientos lógicos en cualquier adolescencia, pero aguzados aquí por este calor y por la falta de interlocutores que tanto padecemos y a tantos niveles.
El cuidadoso diseño de las maquetas, las casas de muñecas (rebeldes), el uso ingenioso de técnicas que vienen del teatro de objetos, del teatro de papel, etcétera, son medios para una pregunta mayor que no quiere conformarse con mostrar esos trucos y soluciones escénicas. En unos 45 minutos I Want enumera esos deseos, en una escala de reclamos imperiosas, que sus protagonistas comparten a fin de crear, por encima de todo, una zona de confesionalidad donde el público pueda, más que oír las preguntas de ella, sus propias interrogantes.
La artesanía de la puesta en escena es una caja de sorpresas que va una y otra vez a su espíritu lúdico, a su ansiedad por concentrar en tan breve espacio y tiempo esas urgencias tan desoídas. Este fin de semana I Want llega a sus 50 representaciones, que han sucedido en la casa de una colaboradora, en Habana Espacios Creativos, y ahora, como excepción, en la sala Pepe Camejo de Teatro de Las Estaciones. Concebido para no más de doce o quince espectadores, es una propuesta que además se promociona por sí misma aprovechando los canales de la tecnología móvil y pensando en su propia economía de sobrevivencia, saliendo de los teatros y la convención de tal espacio para poder desplazarse en pos de un nuevo público. Hablar con las/los espectadores una vez terminada la función, revelarles los secretos de la puesta es una invitación sobre todo a fundamentar un espacio de diálogo, de acogida para esas personas que a través de las evocaciones de Pippa Medias Largas o de la Dorothy a la que un tornado se llevó al mundo de Oz pueden encontrar una casa propia donde compartir deseos y voluntades en el espectáculo, como quien imagina una comunidad donde nuevas preguntas y palabras tal vez sean posibles.
Repasando el calendario teatral de ahora mismo en Cuba, son evidentes los núcleos de acción y de silencio, en un panorama donde hoy faltan nombres que son esenciales y se impone un reajuste, a nivel de país, de formas de producción y creación en un mundo que ha cambiado tan bruscamente. Con un Festival de Teatro de La Habana anunciado para noviembre, sería útil aprovechar ese y otros espacios para redundar ahí viejos asuntos y añadir reflexiones y debates acerca de cómo podrá sobrevivir el teatro en este contexto tan incómodo y al parecer irreversible. Salvar lo asentado y abrir espacio a lo nuevo, a las otras fórmulas de producción y economía, privilegiando el talento y lo que, más allá de gustos o pretendidas perfecciones, no recuerda que el teatro debe ser siempre un gesto vivo, un espejo palpitante e inquieto de lo que somos, a fin de no perder su real sentido entre nosotros.
Eso pensaba viendo en Matanzas estos dos montajes: I Want y Carnaval, tan distintos, tan unidos por hilos secretos que nos recuerdan de qué manera sobrevivimos, pese a todo, en el sueño compartido en el que podemos coexistir si miramos en un mismo instante y con la misma fe, a ese espacio de libertad que debe ser siempre la escena.
Publicado en perfil de Facebook del autor.
En portada: Carnaval, Teatro de Las Estaciones. Foto Sergio Jesús Martínez.