Por Frank Padrón
Nominado al premio Caricato de la Uneac el pasado año, la puesta en escena Equus conoció recientemente otra breve temporada que permitió al crítico apreciarla por primera vez.
Jazz Martínez-Gamboa con su grupo La Montaña Teatro (El Oeste solitario, Ricardo III,…) parte del texto homónimo que concibiera el británico Peter Shaffer en 1973 y el cual protagonizó a partir de ese mismo año, tras su estreno londinense, un verdadero boom que abarcó desde West End a Broadway, incluyendo versiones danzarias. Los cinéfilos siempre tendremos entre nuestros filmes de culto, la excelente versión del estadounidense Sidney Lumet en 1977.
Un hecho real alimentó la narrativa de esta pieza donde la fascinación de un adolescente por un caballo (de ahí su nombre en latín) lo lleva a cometer un acto oprobioso que lo conduce a un hospital siquiátrico. El tratamiento que le aplica un médico, motivado por el caso, permite indagar en profundos traumas de raíz erótico-religiosa y de carácter familiar.
En su adaptación y montaje, el director aplica un verdadero sentido fílmico al escenario y la dinámica escénica en general. Admira de entrada, la economía de recursos, la ingeniosa manera de fundir y alternar planos cronotópicos dentro de una espacialidad compartida y dividida para ganancia de la comunicación y el flujo del relato, que avanza en un poderoso crescendo dramático resolviendo paulatinamente las claves sembradas desde sus inicios.
Una sólida caracterización de personajes –no solo el caso central interesa profundamente sino el del siquiatra, con grietas personales que lo conectan estrechamente con aquel- y la riqueza de las circunstancias incorporan al espectador, en el rastreo de las complejas y sutiles coordenadas sicológicas, familiares y sociales que lo entretejen.
El peso de la religiosidad, en especial del imaginario cristiano en la formación adolescente; los inextricables nexos entre esta y la sexualidad; las huellas de una educación errada y la importancia de la introspección y tratamientos adecuados en el sicoanálisis para ayudar en tales traumas (la obra abraza mucho de las tesis de Freud y Jung al respecto), son cartas que mueve el autor y alimentan un texto enjundioso, motivador, que, aunque supera tal condición, también tiene no poco de bildungroman (novela de aprendizaje).
Martínez-Gamboa se auxilia para su montaje de un competente equipo, en el que sobresal en las luces de Norberto Parra, las cuales trascienden su función para contribuir a la ambientación recreando estados anímicos y atmósferas; así la banda sonora, generando todo un mapa auditivo que calza en tal aspecto la fuerza imaginal, y que revela un exquisito trabajo de Pedro Rojas junto al propio director, quien además se encargó del diseño de vestuario y la escenografía, esta última esencial en el desarrollo del texto, y que como señalara, se resuelve de manera muy imaginativa en el recorrido y plasmación de los variados espacios que enmarcan las acciones.
Mérito principal de Equus es sin lugar a dudas el protagónico del joven actor Victor Cruz, a quien le fue otorgado el Premio Llauradó, un galardón que reconoce la labor destacada de actores jóvenes; su interiorismo y ductilidad aportan el desgarramiento y la alienación del adolescente. Aunque de menos edad que la requerida por el personaje, Roberto Romero se crece en las contradicciones y conflictos de su médico. Por otro lado, Rebeca Rodríguez, como Dora Strang, debe ganar en matices y convicción, sobre todo en los inicios se le nota distante y sin toda la energía que requiere la madre. El resto del elenco se mueve entre la discreción y la corrección, pero no desentona dentro de un texto con caracteres que requieren sólidas condiciones histriónicas.
La Montaña Teatro anota otro punto en su más que notable, aunque aún breve trayectoria. Sin dudas nuevas sorpresas nos deparan Martínez -Gamboa y su talentosa compañía.
Foto de portada: Archivo Cubaescena